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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (35 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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—No creo que baste con cambiar de lugar. Serías el mismo. Si no eres capaz de dominar tus insensatos celos aquí, no lo conseguirás en ningún otro sitio.

Widdowson se esforzó por decir algo, pareció pensarlo dos veces, volvió a intentarlo y por último habló con voz espesa y artificial.

—¿Puedes repetirme con toda sinceridad lo que estaba diciendo Barfoot cuando estabais sentados juntos?

La mirada de Monica se incendió.

—Claro que podría, palabra por palabra. Pero no pienso ni intentarlo.

—¿Ni aunque te lo suplique? Sólo para que me tranquilice…

—No. Cuando te digo que podrías haber oído cada palabra de nuestra conversación, te lo he dicho todo.

A Widdowson le mortificaba profundamente haber tenido que suplicar algo tan humillante. Se dejó caer en una silla y se cubrió el rostro con las manos, y así estuvo mucho tiempo con la esperanza de que Monica se compadeciera de él. Pero cuando ella se levantó fue sólo para retirarse. Y lo hizo con el corazón abatido, puesto que no tenía más remedio que dormir en la misma habitación que su marido. Deseaba estar sola más que nada en el mundo. Habría preferido mil veces el camastro más humilde de la buhardilla de los criados: libertad para quedarse despierta, para pensar a solas, para llorar si lo necesitaba… todo ello se le antojaba como la más preciosa bendición. Pensó con envidia en las dependientas de Walworth Road y deseó estar allí con ellas. ¡Qué terrible locura había cometido! ¡Y cuánta verdad había en todo lo que le había oído decir a Rhoda Nunn sobre el matrimonio! Al día siguiente Widdowson recurrió al método que ya había empleado en una ocasión parecida. Le escribió una larga carta a su esposa, ocho páginas en total, revisando las causas de sus problemas, confesando sus propios errores, insistiendo suavemente en los que le atribuía a ella y, por último, implorándole que cooperara con él en un sincero intento por recuperar su felicidad. La puso sobre la mesa después del almuerzo y luego dejó a Monica a solas para que la leyera. A sabiendas de lo que decía la carta, Monica la leyó por encima. Como sabía que Widdowson esperaba una respuesta, se la escribió con la mayor brevedad.

Tu comportamiento denota una gran debilidad y poca hombría. Nos haces desgraciados a los dos sin razón alguna. Sólo puedo decir lo que ya he dicho, que las cosas no mejorarán hasta que seas capaz de verme como una compañera libre y no como tu sierva. Si no eres capaz de eso, conseguirás que desee no haberte conocido y al final estoy segura de que no podremos seguir viviendo juntos.

Metió la nota en un sobre en blanco que dejó encima de la mesa del vestíbulo y salió a pasear durante una hora.

Ése fue el final de uno de los muchos sucesos que fueron alimentando su progresivo distanciamiento. Sin salir de casa durante dos semanas, Monica apaciguó a su marido y consiguió calmar sus propios nervios. Pero ya no podía seguir fingiendo que vivía una cordial reconciliación; las caricias de Widdowson la dejaban fría, y él se daba cuenta de que ella prefería estar sola a gozar de su compañía. Cuando estaban juntos, leían. Cuanto mayor era su infelicidad más atraída se sentía Monica por la lectura. Y es que Widdowson había aceptado a regañadientes suscribirse a Mudie's
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, y de los nuevos catálogos ella escogía algunos títulos al azar, o bien dejándose aconsejar por gente más leída, como era el caso de la señora Cosgrove. Su cabeza empezó a absorber cualquier enseñanza moderna que pudiera encontrarse en esos volúmenes. Buscaba en ellos opiniones y argumentos acordes con su descontento, pero jamás que incitaran a la rebelión.

A veces, la lectura de una historia de amor la amargaba hasta lo inimaginable. Antes de casarse, había tenido un ideal del amor muy difuso y escurridizo; apenas encontraba para él más que una expresión negativa, como una forma de escapar de los vulgares y ordinarios deseos de sus colegas de la tienda. Ahora que entendía con mayor claridad su propia naturaleza, también veía con mayor nitidez cuál era el tipo de hombre que respondía a su verdadero ideal. Era un hombre totalmente opuesto a su marido. Empezó a verlo sugerido en los libros; y quizá en la vida real ese ideal fuera más que una simple sugerencia. Los celos de Widdowson estaban plenamente justificados por cuanto se dirigían contra sus deseos de libertad; el hecho de ser consciente de ello a menudo, cuando deseaba expresar una indignación más noble, le daba rabia. Pero el particular prejuicio de Widdowson le llevaba por el camino equivocado, y al resistirse libremente en ese punto ella encontraba el alivio de poder reprochárselo a sí misma secretamente. La negativa a contar su conversación con Barfoot era, hasta cierto punto, fruto del deseo de que su marido siguiera alimentando temores infundados. Si se empeñaba en sospechar de Barfoot, eso le daba a ella un inmejorable punto de apoyo en sus constantes peleas.

Los celos mal dirigidos de un marido despiertan en la mujer una sensación de superioridad y de mofa. Generalmente eso crea un insospechado vínculo e incita un perverso placer en el hecho de provocar la confusión. Monica se dio cuenta de ello. En sus horas de tristeza de repente soltaba una áspera carcajada, resultado de pensamientos que no llegaba a tomar en consideración, pero que sí tentaban la posibilidad de actuar de forma temeraria. «¿Cómo —se preguntaba una y otra vez— terminará todo? En diez años, ¿habré sometido mi alma a una vida triste e insignificante o, peor aún, a una vida de deshonor?» Porque era deshonor vivir con un hombre al que no podía amar, tanto si su corazón lo ocupaba otro rostro como si simplemente estaba vacío. Un deshonor al que innumerables mujeres se sometían, un deshonor glorificado por las normas sociales, reforzado por temibles castigos.

Pero era muy joven, y la vida está llena de cambios inesperados.

CAPÍTULO XX
LA PRIMERA MENTIRA

La señora Cosgrove era una viuda sin hijos que disponía de medios suficientes y de una gran y variada cantidad de amistades. Según se decía, el suyo había sido un matrimonio feliz. Cuando hablaba de su difunto marido lo hacía con respeto y a menudo con cariño. Sin embargo, su opinión sobre la relación matrimonial revelaba una audacia realmente singular. Sólo se pronunciaba al respecto entre un reducido grupo de amigos íntimos. La mayoría de la gente que pasaba por su casa no tenía teorías interesantes que defender y veía a su anfitriona como una mujer bondadosa y bastante excéntrica que amaba la vida social y que sabía cómo agasajar a sus invitados.

Dinero y posición eran raramente apreciables en su salón, aunque tampoco lo era la bohemia. La señora Cosgrove era, por nacimiento y matrimonio, parte de la clase media establecida, y parecía haberse propuesto procurar actividad social a un tipo de personas que, de otro modo, no habrían tenido la posibilidad de acceder a ella. Con frecuencia se la veía rodeada de chicas solitarias y de escasos medios; ella intentaba animarlas, casarlas, si había alguna oportunidad de conseguirlo y, según se rumoreaba, invertía gran parte de sus ingresos en quienes necesitaban de su ayuda. Un ramillete de muchachas que no eran ni solitarias ni pobres le servía para atraer a hombres jóvenes, generalmente chicos que empezaban en una u otra profesión y que andaban a la caza de esposa. Pocas formalidades caracterizaban el trato social en el salón de la señora Cosgrove. Las muchachas no solían aparecer con sus damas de compañía. Con la anfitriona bastaba.

—Tenemos que empezar a deshacernos de tanta convención absurda —apremiaba la señora Cosgrove a sus amigas más íntimas—. Las chicas deben aprender a confiar en sí mismas y a estar alerta. Si una chica sólo puede mantenerse a raya a base de vigilancia constante, será mejor dejar que vaya donde quiera y que aprenda con la experiencia. De hecho, deseo ver cómo la experiencia sustituye al precepto.

Entre esta señora y la señorita Barfoot existían considerables divergencias de opinión, aunque estaban de acuerdo en la suficiente cantidad de puntos para apreciarse de verdad. A veces, una de las protegidas de la señora Cosgrove pasaba a manos de la señorita Barfoot, abandonando así la perspectiva del matrimonio y sustituyéndola por el estudio en Great Portland Street. A Rhoda Nunn también le gustaba la señora Cosgrove, aunque no ocultaba que la influencia de ésta era decididamente dañina.

—Esa casa —le dijo un día a la señorita Barfoot— no es más que una agencia matrimonial.

—Así son todas las casas en las que se recibe a mucha gente.

—No es lo mismo. La señora Cosgrove me estaba hablando de una chica que acaba de aceptar una propuesta de matrimonio. «No creo que estén hechos el uno para el otro —me decía—, aunque no se pierde nacía por intentarlo.»

La señorita Barfoot no pudo reprimir la risa.

—¿Quién sabe? Quizá tenga razón en esas cosas. Después de todo, ya sabes, sólo digo en pocas palabras lo que piensa todo el mundo en estos casos.

—En cuanto a la primera parte del comentario… sí —dijo Rhoda cáustica—, pero en cuanto a lo de «no se pierda nada por intentarlo», en fin, mejor será que se lo preguntemos a la esposa dentro de un año.

En plena temporada londinense, un domingo por la tarde, unas cuantas visitas estaban reunidas en los salones de la señora Cosgrove (eran dos habitaciones, separadas por un pequeño vestíbulo). Como de costumbre, alguien estaba sentado al piano, aunque el murmullo de las conversaciones servía de fondo a la música. Abajo, en la biblioteca, media docena de personas habían encontrado la tranquilidad que buscaban, y entre ellas estaba la señora Widdowson. Tenía sobre el regazo un álbum de fotos; a medida que iba pasando las páginas del álbum escuchaba la conversación entre el vivaz señor Bevis y una joven casada que no paraba de reírle las gracias. Hacía sólo unos minutos que había bajado del salón. De pronto su mirada se cruzó con la de Bevis, que al instante corrió a sentarse a su lado.

—¿Sus hermanas no han venido hoy? —preguntó Monica.

—No. Tienen invitados. ¿Y cuándo piensa usted venir a verlas?

—Espero que pronto.

Bevis apartó la vista y pareció reflexionar.

—Venga el próximo sábado. ¿De acuerdo?

—No puedo prometerle nada.

—Inténtelo, y —bajó la voz— venga sola. Perdóneme por hablarle así, pero las chicas le tienen miedo al señor Widdowson, ésa es la verdad. Les encantaría charlar relajadamente con usted. Permítame decirles que irá usted a eso de las tres y media o cuatro. Se volverán locas de alegría cuando se lo diga.

Sin dejar de reír, Monica por fin accedió siempre que las circunstancias lo permitieran. Siguió hablando con Bevis durante un buen rato hasta que la gente empezó a irse. Poco después alguien reclamó su compañía, pero a partir de ese momento se mostró monosilábica y apagada, como si la conversación la hubiera dejado sin fuerzas. Se retiró, sin que nadie la viera, a las seis, y se fue a casa.

Aparentemente, Widdowson había acabado por resignarse a estas ausencias. Hacía semanas que no acompañaba a su esposa en sus visitas. Le dominaba la pereza, y su escasa inclinación a la vida social era cada vez más acusada. El vano intento de llevarse a Monica a Somerset acarreó, como ocurre normalmente con ese tipo de vanos esfuerzos, un debilitamiento de su voluntad; cada vez era menos capaz de ejercer la autoridad a la que todavía creía poder aferrarse como último recurso. Pasaba días enteros sin salir de casa. Ahora, en vez de recibir un solo periódico, recibía tres. A veces, después del desayuno se pasaba un par de horas leyendo el
Times
, y se enfrascaba en los periódicos de la tarde desde después de cenar hasta que se iba a la cama. Presa de dolorosos sentimientos encontrados, Monica se daba cuenta de que el cabello de su marido estaba empezando a volverse gris, haciendo juego con el de su barba. ¿Tenía ella la culpa de eso?

El sábado en que tenía que ir a ver a los Bevis temió que él se ofreciera a acompañarla. Incluso deseó evitar tener que decirle adónde iba. Cuando, después de almorzar, se levantó de la mesa, Widdowson la miró.

—He pedido el coche, Monica. ¿Te apetece dar un paseo conmigo?

—He prometido ir a la ciudad. Lo siento muchísimo.

—No importa.

Así era como últimamente se dirigía a ella: con apenada resignación.

—No me he encontrado nada bien estos dos últimos días —añadió apesadumbrado—. He pensado que me haría bien dar un paseo.

—Sin duda. Espero que sí. ¿A qué hora quieres cenar?

—Ya sabes que soy muy fiel a mis horarios. Estaré de vuelta a la hora de siempre. ¿Y tú?

—Oh, sí, mucho antes de la hora de cenar.

Y se marchó sin dar ninguna explicación. Llegó al bloque de pisos donde se encontraba la residencia de los Bevis (y la de Everard Barfoot) a las cuatro menos cuarto. Subió las escaleras muy despacio, con el corazón agitado, como intentando por todos los medios que nadie oyera sus pasos. Llamó a la puerta con timidez. Le abrió el propio Bevis.

—¡Encantado! Pensaba que sería…

Monica entró y fue hasta la primera habitación, en la que ya había estado una vez. Pero para su sorpresa estaba vacía. Se dio la vuelta y vio el rostro de Bevis resplandecer de satisfacción.

—Mis hermanas llegarán en pocos minutos —dijo—. Como mucho unos minutos. Tome asiento, señora Widdowson. ¡No sabe lo feliz que me hace que haya podido venir!

Su actitud era tan natural que Monica, después de un primer momento de consternación, intentó olvidar que había algo de irregular en su presencia en la casa en esas circunstancias. Como así lo estipula el decoro, un piso se diferencia en varios aspectos de una casa. En un salón común, apenas habría importado que Bevis le hiciera compañía durante un rato en espera de la llegada de sus hermanas; pero en ese pequeño salón era de dudosa corrección sentarse
téte-á-téte
con un joven, fuera cual fuera la excusa. Y el hecho de que hubiera sido él quien le había abierto la puerta parecía sugerir que en la casa no había siquiera un criado. Monica sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda mientras hablaba, en parte porque le gustaba estar a solas con Bevis.

—Seguro que este piso debe de parecerle muy poco hogareño —decía él, acomodándose en un sillón muy cerca de ella—. Al principio las chicas lo detestaban. Supongo que es una muestra de que la civilización ha dado un paso atrás. Desde luego eso es lo que opinan los criados; nos cuesta muchísimo conseguir que se queden. A mi entender lo que ocurre es que echan de menos los chismorreos y la camaradería de las cocinas. En este momento nos hemos quedado sin sirvienta. Descubrí que compensaba las desventajas de trabajar aquí robándome el tabaco y los cigarros. Operaba con tan poca discreción (haciendo desaparecer media libra de licor de una sola vez) que no podía sentir por ella la menor simpatía. Además, cuando se la acusó de delincuente, se puso como una fiera, tanto que tuvimos que prescindir de ella de inmediato.

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