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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (37 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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¿Sería capaz de ceder ante ese amor que desafía toda humillación? O, al amar ardientemente, ¿renunciaría a una anhelada felicidad por temor a las sonrisas y cuchicheos de las demás mujeres? ¿O se contentaría simplemente rechazando a un pretendiente adinerado, afianzando así aún más su posición ante el círculo de acólitas que veía en ella un modelo de mujer independiente? Mucha era la curiosidad que despertaba una situación que, independientemente de cuál fuera su fin, era causa de tan variadas hipótesis.

No hablaban de Everard. La señorita Barfoot no tenía la menor intención de averiguar si Rhoda contestaba a las cartas que él le enviaba desde el extranjero. Pero a su regreso fue recibido con mucha frialdad, quizá por culpa de algún atrevimiento que se le hubiera escapado en el curso de su correspondencia. Rhoda volvía a evitarle y, como pudo notar la señorita Barfoot, se volcaba con renovado ímpetu en sus antiguas tareas.

—¿Qué hacemos con las vacaciones este año? —preguntó Mary una noche de junio—. ¿Quieres irte tú primero o me voy yo?

—Te ruego que eso lo decidas tú como mejor creas.

La señorita Barfoot tenía razones para posponer sus vacaciones hasta finales de agosto. Así lo dijo, y propuso que Rhoda se tomara tres semanas libres antes de esa fecha.

—La señorita Vesper —añadió— puede ocupar tu puesto sin dificultad. En eso estaremos más tranquilas que el año pasado.

—Sí. La señorita Vesper es muy útil y de verdad se puede confiar en ella.

Rhoda pareció reflexionar una vez hubo hecho ese comentario.

—¿Sabes si ve mucho a la señora Widdowson? —preguntó de pronto.

—No tengo la menor idea.

Decidieron que Rhoda tomaría sus vacaciones a finales de julio. ¿Adónde iría? La señorita Barfoot le sugirió la región de los lagos.

—En eso estaba pensando —dijo Rhoda—, aunque me gustaría darme algún baño en el mar. Sería perfecto pasar una semana en la costa y el resto vagabundeando por las montañas. La señora Cosgrove estará en Cumberland. Le pediré que me aconseje.

Así lo hizo y de ello resultó un plan que pareció entusiasmar del todo a Rhoda. En la costa de Cumberland, a pocas millas de St. Bees, hay un pequeño lugar llamado Seascale, casi desconocido para el turista común, pero con un buen hotel y unas cuantas casas donde alojarse. No muy lejos están las cordilleras de la región de los lagos, desde donde puede verse con claridad Wastdale. Así pues, Rhoda pasaría la primera semana en Seascale, esa tranquila zona costera con sus grandes playas, donde encontraría el retiro que buscaba.

—Dice la señora Cosgrove que hay una o dos casetas de baños, pero espero poder librarme de algo tan espantoso. Recuerdo lo delicioso que era bañarse desnuda en el mar, cuando éramos niñas. Voy a revivir esa sensación una vez mas, aunque tenga que levantarme a las tres de la mañana.

Por esas fechas Barfoot les hizo una de sus visitas nocturnas. No esperaba encontrarse con Rhoda, y fue para él una grata sorpresa verla en el salón. Como ya había ocurrido el año anterior, las vacaciones de la señorita Nunn salieron a colación, después de que Barfoot se interesara directamente por el asunto. Mary esperó con gran interés la respuesta, y se cuidó mucho de sonreír cuando Rhoda anunció sus intenciones.

—¿Ha planeado alguna ruta una vez haya finalizado su estancia en Seascale? —preguntó Barfoot.

—No, lo haré cuando esté allí.

Quizá con el propósito de subrayar el contraste con esos proyectos caseros, Barfoot empezó a hablar de viajes a mayor escala. Cuando volviera a irse de Inglaterra, pensaba ir en el
Orient Express
hasta Constantinopla. Su prima hizo algunas preguntas sobre el
Orient Express, y
él le contó detalles que encenderían la imaginación de cualquier persona que deseara ver los reinos del mundo, como era el caso de Rhoda. Sólo el nombre,
Orient Express,
tiene algo de sublime, como en alguna medida ocurre con toda la nomenclatura familiar de los transportes mundiales. Everard empezó a hablar animadamente sin perder de vista el rostro de Rhoda. Lo mismo hacía la señorita Barfoot. Rhoda intentaba aparentar indiferencia, pero su frialdad traicionaba su falta de sinceridad.

Al día siguiente, cuando terminó la jornada en Great Portland Street, Rhoda se puso a hablar con Mildred Vesper. La señorita Barfoot cenaba fuera esa noche y Rhoda terminó invitando a Milly a Chelsea. Para Milly aquello era un gran honor. Pareció pensarlo dos veces por lo impropio de su vestido, pero se dejó convencer fácilmente cuando vio que la señorita Nunn deseaba sinceramente su compañía.

Antes de cenar dieron un paseo por Battersea Park. Rhoda nunca se había mostrado tan franca y amistosa. Animó a la tímida y humilde joven a que hablara de su infancia, de sus días en la escuela y de su familia. La callada satisfacción de Milly era notoria. No hacía mucho la señorita Barfoot le había aumentado el sueldo y cualquiera habría dicho que apenas tenía preocupaciones, dejando aparte su deseo de ver a sus hermanos y hermanas, repartidos y lejanos, los cuales estaban saliendo felizmente adelante en su lucha diaria por subsistir.

—¿No se siente usted sola en su habitación? —dijo Rhoda.

—Muy raras veces. Dentro de poco voy a poder escuchar música por las noches. Un joven que toca el violín ha alquilado nuestra mejor habitación. Toca
The
Blue Bells of Scotland,
y no lo hace nada mal.

A Rhoda no le pasó desapercibida la intención humorística, velada, como de costumbre, por una actitud de extrema dulzura.

—¿La visita la señora Widdowson?

—Muy poco. Vino a verme hace unos días.

—¿La visita usted alguna vez?

—No he estado en su casa desde hace meses. Al principio solía ir a menudo, pero… queda tan lejos.

Rhoda retomó la cuestión después de cenar, cuando ambas estaban cómodamente instaladas en el salón.

—La señora Widdowson nos visita de vez en cuando y siempre nos alegra verla. Pero no puedo evitar pensar que parece bastante infeliz.

—Eso me temo —asintió Milly con gravedad.

—Usted y yo estuvimos en su boda. No fue muy alegre, ¿verdad? Tuve malos presentimientos durante toda la ceremonia. ¿Cree usted que se arrepiente de haberse casado?

—Lamento mucho decir que sí.

Rhoda observó con atención la expresión con que lo admitía.

—¡Qué chica tan tonta! ¿Por qué no quiso quedarse con nosostras y conservar su libertad? No parece que tenga amigos nuevos. ¿Le ha hablado a usted de alguno?

—Sólo de los que ha conocido aquí.

Rhoda sucumbió (o fingió sucumbir) a un arranque de franqueza. Se inclinó levemente hacia delante y, con una expresión de ansiedad en el rostro, dijo en tono de confidencia:

—¿Podría decirme algo de Monica que me tranquilizara? Usted la vio hace una semana. ¿Dijo algo, o dio señal alguna, por lo que tuviéramos que preocuparnos?

Milly pareció luchar consigo misma antes de responder. Rhoda añadió:

—Quizá no quiera usted…

—Sí, prefiero decírselo. Dijo un montón de cosas raras, y he estado preocupada por ella. Ojalá pudiera yo hablar de esto con alguien…

—¡Qué raro que yo haya sentido tanta necesidad de preguntarle por ella! —dijo Rhoda con los ojos extrañamente brillantes, atentos en el rostro de la chica—. Estoy segura de que la pobre es muy desgraciada. Su marido parece dejarla totalmente sola.

Milly pareció sorprendida.

—Monica se quejó exactamente de lo contrario. Dijo que estaba prisionera.

—Qué curioso. No hay duda de que sale mucho, y sola.

—No lo sabía —dijo Milly—. A menudo me habla de que la mujer tiene derecho a la misma libertad que el hombre y siempre me ha dado a entender que el señor Widdowson se oponía a que ella saliera sin él, excepto para venir aquí o a mi casa.

—¿Cree usted que el señor Widdowson detesta a algunos de sus amigos?

La respuesta no fue inmediata, pero por fin llegó.

—Hay alguien, pero ella no me ha dicho de quién se trata.

—En otras palabras, ¿el señor Widdowson cree que tiene razones para estar celoso?

—Sí, creo que eso es lo que Monica quiso decir.

A Rhoda se le había ensombrecido el rostro. Movía las manos, nerviosa.

—Pero… Usted no cree que ella sea capaz de engañarle, ¿verdad?

—¡Oh, claro que no! —replicó la señorita Vesper, con absoluta sinceridad—. Pero lo que de verdad me da miedo, después de la última vez que la vi, es que termine dejando a su marido. No paraba de hablar de libertad y del derecho de la mujer a liberarse si se daba cuenta de que su matrimonio era un error.

—Le estoy muy agradecida por haberme contado todo esto. Debemos hacer lo posible por ayudarla. Naturalmente no mencionaré su nombre, señorita Vesper. Así pues, ¿tiene la impresión de que hay alguien a quien ella… prefiera a su marido?

—Mentiría si le dijera que no —admitió Milly con gran solemnidad—. Monica me dio mucha pena, y me sentí muy impotente. Lloró un poco. Lo único que pude hacer fue no ser dura con ella. Creo que su hermana debería estar al corriente de…

—Oh, es inútil contar con la señorita Madden. Monica no puede contar ni con su consejo ni con su ayuda.

Después de esa conversación Rhoda pasó muy mala noche y durante los días siguientes tuvo mala cara.

Deseaba ver en privado a Monica, pero a la vez dudaba de hasta qué punto conseguiría con eso su propósito: descubrir si algunas de sus sospechas eran ciertas. Nunca había habido demasiada confianza entre ella y la señora Widdowson y en el estado actual de cosas no podía esperar tantear sus sentimientos. Mientras le daba vueltas a la dificultad del asunto le llegó una carta de Everard Barfoot. Era una carta de lo más formal: se le había ocurrido que podía ser de alguna ayuda, con vistas a sus próximas vacaciones, si estudiaba las guías de viajes y anotaba el recorrido de alguna ruta como las que ella tenía en mente. Eso había hecho y el resultado estaba incluido en una hoja adjunta. Rhoda dejó pasar un día y le contestó. Agradecía sinceramente al señor Barfoot las molestias que tan amablemente se había tomado. «Veo que me limita usted a diez millas diarias. Sin duda no hay que apresurarse en un paisaje como ése, pero no puedo evitar informarle de que veinte millas no me alarmarían. Es muy probable que siga su itinerario, después de dedicarme una semana a bañarme y a descansar. Me marcho el próximo lunes.»

Barfoot no volvió a aparecer. Rhoda se sentaba todas las noches a esperar su visita. Dos veces estuvo la señorita Barfoot fuera hasta tarde. En esas dos ocasiones, después de cenar, Rhoda estuvo esperando sin hacer nada, con la decepción escrita en el rostro. El domingo anterior a su partida tomó una decisión repentina y se fue a ver a Monica a Herne Hill.

La señora Widdowson, le dijo la criada, había salido hacía una hora.

—¿Está el señor Widdowson en casa?

Sí, estaba en casa. Y Rhoda esperó algún tiempo en el salón hasta que apareció. Últimamente Widdowson había descuidado tanto su aseo personal que una visita inesperada le obligó a apresurarse a cambiarse de ropa antes de aparecer ante Rhoda. Ésta, al verle después de varios meses, se dio cuenta de que la tristeza estaba minando la salud de aquel hombre. Las palabras habrían sido incapaces de revelar su desgracia con mayor claridad que sus rasgos macilentos y sus modales envarados, deprimidos e inseguros. Clavó sus ojos hundidos en ella y sonrió, como resultó evidente, por mera educación. Rhoda hizo lo que pudo por fingir que estaba cómoda y explicó (de pie, puesto que él había olvidado pedirle que tomara asiento) que se marchaba al día siguiente y que había querido ver a la señora Widdowson, la cual, según le habían dicho, no había estado bien últimamente.

—No, no está bien de salud —dijo Widdowson con un vago ademán—. Esta tarde ha ido a casa de la señora Cosgrove. Creo que usted la conoce.

No podría haber encontrado menos ánimos para seguir allí, pero Rhoda tenía esperanzas de oír algo revelador si insistía en la conversación. Le era indiferente lo extraño de la situación.

—¿Piensa irse pronto de la ciudad, señor Widdowson?

—No estamos seguros. Pero, por favor, tome asiento, señorita Nunn. ¿Hace mucho que no ve a mi esposa?

Widdowson se sentó en una silla y posó las manos sobre las rodillas, con la mirada en la falda de su invitada.

—La señora Widdowson lleva un mes sin venir a vernos, si no recuerdo mal.

Su mirada expresaba a la vez duda y sorpresa.

—¿Un mes? Pero yo pensaba… creía que… que había ido a verlas hace sólo unos días.

—¿Durante el día?

—Quiero decir a Great Portland Street… a una conferencia, o algo así, que daba la señorita Barfoot.

Rhoda guardó silencio durante unos segundos. A continuación replicó con aspereza:

—Ah, sí, es muy probable. Yo no estuve allí esa tarde.

—Ah, bien. Eso lo explicaría.

Parecía aliviado, pero sólo durante un instante. Luego sus ojos empezaron a vagar por la habitación, dolorosamente inquietos. Rhoda le observaba atentamente. Después de mover los pies, nervioso, de repente se irguió y dijo, alzando la voz:

—Nos vamos de Londres. He decidido alquilar una casa en Clevedon, el pueblo natal de mi esposa. Sus hermanas vendrán a vivir con nosotros.

—¿Es ésa una decisión reciente, señor Widdowson?

—Llevo tiempo pensándolo. Londres no es bueno para la salud de Monica, estoy seguro. Estará mucho mejor en el campo.

—Sí, es muy probable.

—Después de decirme usted que ha notado su aspecto desmejorado, no voy a posponer más nuestra marcha —hizo una gran demostración de energía y determinación—. Unas semanas… Nos iremos a Clevedon de inmediato y encontraremos una casa. Sí, nos iremos mañana, o pasado mañana. Además, la señorita Madden tampoco está bien. Ojalá no hubiese tardado tanto en decidirme.

—Creo que es una sabia decisión. Había pensado sugerirle algo así a la señora Widdowson. Quizá si me voy ahora mismo a casa de la señora Cosgrove tenga la suerte de encontrarla allí.

—Quizá. ¿Ha dicho usted que se va mañana? Tres semanas, ¿verdad? Ah, en ese caso estaremos a punto de mudarnos a su regreso.

El cambio operado en el señor Widdowson era más que evidente. No pudo seguir sentado y empezó a pasearse de lado a lado de la habitación. Al ver que no había posibilidad de prolongar la charla en pos de su propósito, Rhoda aceptó esta señal de despedida y con el más breve saludo partió rumbo a casa de la señora Cosgrove.

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