Read Mujeres sin pareja Online

Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (30 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
13.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Hablaba de su madre con gran cariño, mirándola afectuosamente con sus ojos azules.

Monica sólo había intercambiado una o dos miradas con su marido. Estaba contenta de ver que él conversaba con desenvoltura. En cuanto a su estado de ánimo, no hubo manera de averiguarlo hasta después. Para su sorpresa, cuando se preparaban para irse, Monica le vio hablar animadamente con el señor Bevis. Se llamó a un coche para que les llevara a casa y en cuanto emprendieron la marcha Monica le preguntó a su marido, con una mirada alegre, cómo lo había pasado.

—No creo que esa gente pueda hacernos daño —respondió con sequedad.

—¿Daño? Qué propio de ti, Edmund, expresarlo así. Vamos, confiesa que te gustaría volver.

—Volveré si es tu deseo.

—¡Ah, qué pocas satisfacciones te das, hombre! No admites que resulta agradable conocer a gente nueva. Estoy convencida de que muy en el fondo crees que hay algo malo en el hecho de pasarlo bien. Me encantó la música, ¿a ti no?

—No creo que la chica cantara demasiado bien, pero Bevis no lo hizo mal.

Monica le examinaba mientras le oía hablar y parecía estar reprimiendo una carcajada.

—No, desde luego que no estuvo mal. Te he visto hablando con la señora Bevis. ¿Te ha contado algo sobre su maravilloso hijo?

—Nada especial.

—Oh, entonces tengo que contarte toda la historia.

Y así lo hizo en un tono en el que se alternaba la broma y un sentimiento de profundo beneplácito.

—No veo que haya hecho más que cumplir con su deber —apuntó Widdowson por fin—. Aunque no es un mal tipo.

Por razones que sólo ella sabía, Monica contrastó esta actitud con Bevis con el desagrado que su marido había mostrado por el señor Barfoot, y el contraste la divirtió aún más.

Dos o tres días después fueron a Petit Bot Bay a pasar la mañana y allí se encontraron con Bevis y sus tres hermanas. Como resultado fueron invitados a volver y comer en casa de la señora Bevis. Monica y Widdowson aceptaron la invitación y se quedaron con los Bevis hasta el anochecer. El joven veía terminadas sus vacaciones; a la mañana siguiente debía emprender el viaje que tan grotescamente había descrito.

—¡Y solo! —se lamentó a Monica—. ¿Se imagina? Las chicas no se encuentran en condiciones de viajar. Es mejor que se queden aquí por el momento.

—¿Y estará usted solo en Londres?

—Sí. Es tristísimo. Pero tendré que soportarlo. Lo peor de todo es que tengo tendencia a la depresión. Cuando estoy solo me hundo. Pero este asunto es demasiado doloroso. No estropeemos mis últimas horas con reflexiones así.

Widdowson se abstuvo de dar su opinión acerca del gracioso y joven comerciante de vinos. Incluso se reía de vez en cuando al recordar alguna frase que Bevis le había dirigido.

A partir de ese día, Monica conversó largamente con la vieja señora. Dejándose llevar por la chismosa franqueza que la caracterizaba en sus propios asuntos, la señora Bevis no dudó en reconocer que la razón principal de que dos de sus hijas estuvieran siempre con su hermano era la posibilidad de «conocer gente» por este medio. En otras palabras, la posibilidad de casarse. La señora Cosgrove y otras dos señoras se ocupaban de que las niñas hicieran vida social.

—¡No se casarán nunca! —le dijo Monica a su marido, con más concentración que conmiseración.

—¿Por qué no? Son unas buenas chicas.

—Sí, pero no tienen dinero. Y —sonrió— la gente se da cuenta de que andan a la caza de marido.

—No creo que lo primero importe. Lo segundo es natural.

Monica intentó replicar, pero de pronto dijo:

—Son de esas mujeres que deberían encontrar algo que hacer.

—¿Algo que hacer? Pero si se ocupan de su madre y de su hermano. ¿Qué otra cosa podría ser más apropiada?

—Quizá sí sea muy apropiado. Pero son muy desgraciadas y siempre lo serán.

—Pues no tienen ninguna razón para sentirse desgraciadas. Están cumpliendo con su deber, y eso debería tenerlas contentas.

Monica podría haber dicho muchas cosas, pero venció el deseo de hacerlo y abandonó el tema echándose a reír.

CAPÍTULO XVII
EL TRIUNFO

Barfoot no volvió a ver a sus amigos, los Micklethwaite, hasta mediado el invierno. Fue invitado a South Tottenham en Nochevieja, y cenó con ellos a las siete. Era el primer invitado que entraba en la casa desde la boda de sus dueños.

Desde el mismo portal Barfoot fue consciente de una atmósfera doméstica que actuaba como un bálsamo sobre sus nervios. La pequeña criada que le abrió la puerta tenía un comportamiento silencioso y amable que sin duda era consecuencia de una cuidadosa disciplina. El propio Micklethwaite, que en seguida salió al pasillo, dio prueba de idéntica influencia. Saludó afectuosamente a su amigo con un suave tono de voz y su rostro resplandecía de plácida felicidad. En el salón (el estudio de Micklethwaite, que era donde recibía, porque el salón se había convertido en comedor), a la luz templada de las lámparas y al calor de un fuego hospitalario, vio a la anfitriona y a su hermana ciega de pie, esperándole. A ojos de Everard ambas tenían mucho mejor aspecto que unos meses antes. La señora Micklethwaite había rejuvenecido; una expresión infantil se dibujaba en su rostro cuando avanzó hacia él. Vaya, creyó ver incluso cómo se le encendían levemente las mejillas y cómo bajaba la vista un instante con la gracia y la modestia de una joven novia. Hasta entonces Barfoot jamás se había dirigido a una mujer con tanta cortesía, pues la cortesía era lo que mejor reflejaba sus sentimientos. Observó a la joven ciega con idéntica sensación. Su voz alcanzó su nota más suave mientras le estrechaba la mano y respondía a sus amables palabras.

En ningún momento fue consciente del más leve signo de pobreza en la casa. Pudo apreciar que había mejorado mucho desde que la señora Micklethwaite se había hecho cargo de ella: cuadros nuevos, adornos, muebles… todos de gran sencillez, acentuando la impresión de un refinado confort. Allí donde cualquier mujer habría caído en un despliegue de vacua pretenciosidad, la señora Micklethwaite había creado un hogar que a su manera resultaba hermoso. La cena, que había preparado personalmente y que ayudó a servir, sólo pretendía ser un ágape sencillo y decoroso, pero que el invitado disfrutó de verdad; hasta el pan y las verduras le parecieron mucho más sabrosos que los que había degustado en muchas mesas adineradas. No pudo dejar de admirar la gran habilidad de la señorita Wheatley a la hora de comer siendo incapaz de ver lo que tenía delante; sentado frente a ella, se sorprendió pensando que, si no hubiera sabido que era ciega, le habría costado darse cuenta de ello. Nada delataba su enfermedad.

El matemático había aprendido a sentarse en una silla como el común de los mortales. A buen seguro durante las dos primeras semanas se las habría visto negras, pero ahora ya no sentía deseos de moverse, agitarse o cambiar de postura en su asiento. Cuando las señoras se retiraron, Micklethwaite sacó de la estantería una caja que Barfoot miró con incomodidad.

—¿Fuma aquí… en esta habitación?

—Oh, ¿y por qué no?

Everard echó un vistazo a las hermosas cortinas que cubrían las ventanas.

—No, hombre, aquí no se fuma. Y, además, me gusta su clarete. No voy a estropear su sabor.

—Como quiera, pero creo que a Fanny no le va a gustar.

—Le dirá que he dejado el tabaco.

Micklethwaite parecía debatirse en un conflicto interior, pero por fin se le iluminaron los ojos de gratitud.

—Barfoot —se inclinó hacia delante y tocó el brazo de su amigo—, en estos tiempos hay ángeles que caminan sobre la tierra. La ciencia no los ha abolido, querido amigo, y no creo que lo haga nunca.

—Sólo unos pocos tienen la suerte de encontrarlos y aún son menos los que tienen la suerte de vivir con ellos en una casa de South Tottenham.

—Estoy totalmente de acuerdo —Micklethwaite soltó una risa nueva, casi inaudible, un cambio que Everard ya había notado—. Estas dos hermanas… aunque es mejor que no hablemos de ellas. He tenido que llegar a viejo para convertirme en un místico, en un devoto, en un soñador y visionario.

—¿Qué hay de la devoción en el sentido parroquial de la palabra? —preguntó Barfoot con una sonrisa—. ¿Tiene alguna dificultad con eso?

—Me someto a ella con moderación. Tampoco es que se me exija nada. Ni fanatismo ni intolerancia. Sería cruel negarme a ir a la iglesia los domingos. Como ve, mi actitud estrictamente científica ayuda a evitar la ofensa. Fanny no lo entiende, pero mi falta de dogmatismo la alivia en gran medida. He estado intentando explicarle que el espíritu científico no puede tener nada que ver con el materialismo. Le resulta muy difícil comprender el nuevo orden de las ideas. Pero con el tiempo lo conseguirá, ya lo verá.

—¡Cielos, ni se le ocurra intentar convertirla!

—No es ésa mi intención. Pero sí me gustaría que entendiera el significado de la percepción y de la concepción, a partir de la relatividad del tiempo y del espacio, y unas cuantas cosas así. —Barfoot se rió con ganas.

—Por cierto —dijo, pasando a un plano más seguro—, mi hermano Tom está en Londres y no goza de buena salud. Su ángel procede de la peor zona, del pozo más profundo. Estoy convencido de que tiene un plan para matar a su marido. ¿Recuerda que en una carta le mencioné que había sufrido un accidente cuando montaba a caballo? Nunca ha acabado de recuperarse y por lo que parece es muy probable que no lo haga. Su mujer se lo llevó de Madeira justo cuando habrían tenido que quedarse para que se curara. Tom se quedó en Torquay mientras ella iba de un lado a otro de visita. Se daba por hecho que volvería a reunirse con él en Torquay, pero al final cambió de planes. Torquay le parecía un lugar demasiado aburrido y poco indicado para su delicada salud; tenía que vivir en Londres y respirar la pureza de su aire natal. Si Tom hubiera aceptado algún consejo, le habría dejado vivir donde ella quisiera, dándole gracias a Dios por tenerla lejos. Pero el pobre tonto no puede estar sin ella. Ha venido a Londres y estoy convencido de que aquí se morirá. Es monstruoso, pero en general a los hombres excepcionales les gustan las mujeres que los tienen en su poder.

Micklethwaite meneó la cabeza.

—Es demasiado duro con ellas. No ha tenido suerte. Ya sabe lo que pienso sobre su deber.

—Estoy empezando a pensar que para mí el matrimonio es imposible —dijo Barfoot, sonriendo con gravedad.

—¡Ja! ¡Es fundamental!

—Aunque es más que probable que acceda a un matrimonio sin papeles, simplemente una unión libre.

El matemático pareció abatido.

—Lamento oír eso. No funcionará. Tenemos que someternos. Además, en ese caso la persona que elija no será apropiada para usted. Usted, sobre todo usted, tiene que casarse con una señora.

—Nunca pensaría en casarme con una mujer que no lo fuera.

—¿Está llegando tan lejos la emancipación? ¿De verdad las señoras aceptan ese tipo de unión?

—No conozco ningún caso. Precisamente por eso la idea me atrae tanto.

Barfoot no tenía intención de dar más explicaciones.

—¿Cómo lleva su nueva álgebra?

—¡Ay, querido chico! Cada vez que llego a casa la tentación puede conmigo. Recuerde que nunca supe lo que era sentarse a conversar con amigos, excepto… En este momento me puede, lo reconozco. Y ya sabe que no me arriesgo a trabajar los domingos. Eso llegará, todo a su tiempo. Tengo todo el derecho a darme la buena vida durante medio año después de todo lo que he pasado.

—Naturalmente. El álgebra puede esperar.

—Hay algunos momentos en que me entra la duda. Ir a la iglesia los domingos es una buena oportunidad para eso.

Barfoot no pudo quedarse para despedir el año con ellos, pero se felicitaron afectuosamente antes de que se fuera. Micklethwaite le acompañó a la estación dando un paseo; cuando estaban a sólo unos pasos de la casa, se dio la vuelta y la señaló.

—Esa casa, Barfoot, es uno de los lugares sagrados de la tierra. Se me hace raro pensar que me ha estado esperando durante todos estos años en que he vivido sumido en la desesperación. Siento que tendría que estar envuelta en una luz misteriosa. No debería parecer una casa cualquiera.

De camino a casa Everard pensó detenidamente en todo lo que había visto y oído con una sonrisa de bondad en los labios. Bueno, ahí tenía un claro ejemplo de matrimonio ideal. No era su ideal, desde luego, pero sí resultaba muy hermoso en contraste con las vulgaridades y vilezas de la experiencia común. Se trataba de las viejas formas en su más pura representación: el modo consagrado de felicidad doméstica, totalmente fuera del alcance de la sátira y que sólo podía ser abordado, en caso de que llegara a serlo, con la ironía más dulce.

Una vida que no era para él. Si intentaba ponerla en práctica, incluso con la mujer perfecta, terminaría por morir de
ennui
. Para él el matrimonio no debía en ningún caso significar reposo y la inevitable tendencia a la apatía que le acompaña, sino el estímulo mutuo de mentes vigorosas. En cuanto a la pasión, sí, tenía que haber pasión al principio, una pasión que pudiera revivir en días posteriores al primer desenfreno. Hacía tiempo que no esperaba encontrar una belleza en el sentido académico del término; le bastaba con que esa belleza hablara con elocuencia, y que los miembros que la constituyeran fueran enérgicos. Mejor deshacerse de aquella belleza que no fuera capaz de aliarse con el cerebro; fuera la mujer que fuera, tenía que tener buena cabeza y habilidad para usarla. La madurez de su masculinidad quedaba expresa en esa exigencia. Para el romance casual todavía podía verse atrapado por cualquier odalisca; pero para la vida en matrimonio, esa compañía duradera entre hombre y mujer, el intelecto era requisito indispensable.

Una mujer con la capacidad de razonamiento y de comprensión de un hombre; en absoluto supersticiosa, ni religiosa ni socialmente, muy por encima de las innobles debilidades por las que los hombres, en su estupidez, las han idealizado. Una mujer capaz de burlarse de la vulgaridad de los celos y sin embargo que sepa lo que significa amar. Eso era esperar demasiado de la naturaleza y de la civilización. ¿Acaso se estaba engañando vilmente al pensar que había encontrado el parangón que respondía a todas sus exigencias?

Porque eso es lo que había acabado pensando de Rhoda Nunn. Si la frase tenía algún significado, estaba enamorado de ella; sin embargo, y en respuesta a la complejidad de sus emociones, todavía no consideraba del todo en serio la posibilidad de tomarla como esposa, sino que deseaba, en cambio, divertirse y halagarse a sí mismo simplemente avivando en ella la pasión. Así pues se negó a pensar en un matrimonio formal. No significaría nada conseguir que Rhoda consintiera en casarse con él. No le procuraría ninguna satisfacción. Pero jugar con sus emociones hasta que esa mujer inteligente, orgullosa y despierta estuviera dispuesta a desafiar a la sociedad por él… ¡ah! Ésa sí era una meta por la que valía la pena luchar.

BOOK: Mujeres sin pareja
13.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Anatomy of Wings by Karen Foxlee
Pier Pressure by Dorothy Francis
The Truth Will Out by Jane Isaac
Fly by Night by Frances Hardinge
Essays in Humanism by Albert Einstein
Her Galahad by Melissa James
San Diego 2014 by Mira Grant