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Authors: George Gissing

Tags: #Drama

Mujeres sin pareja (36 page)

BOOK: Mujeres sin pareja
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—¿Cree usted que fumaba? —preguntó Monica, echándose a reír.

—Hemos hablado mucho de eso. Era una persona de ideas muy modernas, como puede ver; prácticamente una comunista. Pero dudo que el licor fuera para ella. Parece mas probable que algún panadero, el lechero o cualquier policía se beneficiara de su comunismo.

Bevis seguía hablando con su humor habitual, totalmente ajeno al paso del tiempo, agitando su melena leonada cuando soltaba su contagiosa risa.

—Pero tengo algo que decirle —dijo por fin, poniéndose serio—. Me marcho de Inglaterra. Quieren enviarme a Burdeos durante un tiempo, quizá dos o tres años. Me voy a aburrir muchísimo, pero tengo que ir puesto que no soy mi propio jefe.

—¿Entonces sus hermanas se trasladarán a Guernsey?

—Sí. Calculo que me iré a finales de julio.

Se quedó callado, mirando a Monica con una tristeza en absoluto carente de humor.

—¿Cree que sus hermanas llegarán pronto, señor Bevis? —preguntó Monica, recorriendo la sala con la mirada.

—Eso creo. ¿Sabe? He cometido una estupidez. Quería que su visita (si por fin venía usted) fuera una sorpresa, así que no les he dicho nada. Cuando he llegado del trabajo, poco antes de las tres, estaban a punto de salir. Les he preguntado si de verdad volverían antes de una hora. Oh, estaban seguras, no tenían ninguna duda al respecto. Espero que no hayan cambiado de opinión y se hayan ido de visita. Pero, señora Widdowson, voy a prepararle una taza de té con mis propias manos, como dice el novelista.

Monica le pidió que no se molestara. Considerando las circunstancias era mejor que se fuera. Volvería muy pronto.

—No, no lo permitiré. ¡No permitiré que se vaya! —exclamó Bevis, suavizando el tono alegre de su voz mientras se ponía de pie ante ella—. ¿Cómo podría retenerla? ¡Si supiera usted lo feliz que me haría prepararle una taza de té! Lo recordaría todos los sábados de mi estancia en Burdeos.

Ella se había levantado, pero no parecía haber tomado una decisión.

—De verdad debo irme, señor Bevis.

—No haga que me desespere. Soy capaz de echar a mis hermanas de la casa (del piso, quiero decir) por haberse retrasado. ¡Hágalo por ellas, apiádese de su alocada juventud y quédese, señora Widdowson! Además, tengo una nueva canción que quiero que escuche; la letra y la música son mías. ¡Sólo un cuarto de hora! Las chicas ya estarán aquí para entonces.

Su voluntad, y la disposición de Monica, prevalecieron. Ella volvió a tomar asiento y Bevis desapareció para preparar el té. El agua debía de estar hirviendo porque en menos de cinco minutos el joven estaba de regreso con una bandeja perfectamente dispuesta. Sirvió el té a su invitada con alegre ceremonia. Monica tenía las mejillas encendidas. Después del vano intento por zafarse de una situación sin duda comprometida, estaba sentada en una actitud mucho más relajada, como decidida a disfrutar de su libertad mientras pudiera. Sospechaba que Bevis había propiciado el encuentro, y de hecho esperaba que sus hermanas no llegaran antes de su partida. Sería realmente violento encontrárselas.

Mientras hablaba y escuchaba no dejaba de defenderse en silencio del cargo de indecencia. ¿Qué mal hacía? Su conversación era exactamente la misma que habría sido en presencia de cualquiera. Y Bevis, un hombre tan franco y bondadoso, no podía bajo ningún concepto faltarle al respeto. Cualquier objeción resultaba hipócrita, de una hipocresía de la peor calaña. No pensaba verse esclavizada por tan innobles prejuicios.

—¿Todavía no conoce al señor Barfoot? —preguntó Monica.

—No. No he tenido la oportunidad. ¿De verdad quiere que le conozca?

—Oh, no tengo ningún interés especial en ello.

—¿Le gusta el señor Barfoot?

—Creo que es muy simpático.

—¡Qué maravilla ser alabado por usted, señora Widdowson! Si alguien le habla de mí, cuando me haya ido de Inglaterra, ¿hablará usted bien de mí? No me interprete mal, claro que deseo que mis amigos tengan una buena opinión de mí. Si supiera que habla usted de mí como lo hace del señor Barfoot me daría un día entero de felicidad.

—¡Qué envidia! Ser feliz con tan poco.

—Deje que le cante mi canción. No es muy buena. Hace años que no compongo, pero…

Se sentó y tocó algunas notas. Monica esperaba una melodía alegre y una letra animada, como las de las canciones que había oído en Guernsey, pero esta composición era triste y hablaba de los anhelos y del pesar de un corazón solitario. Le pareció muy bella, muy enternecedora. Bevis se dio la vuelta para ver el efecto que había causado en ella y Monica no pudo mirarle a los ojos.

—Es algo totalmente nuevo para mí, señora Widdowson. ¿Tan mala le ha parecido?

—No, en absoluto.

—Pero no le ha gustado, ¿verdad? —suspiró, desilusionado—. Pensaba darle una copia. La he compuesto especialmente para usted y, si me perdona, me he tomado la libertad de dedicársela. Ya sabe que es algo que los compositores hacen a menudo. Ya sé que ni siquiera merece su aceptación…

—No, no… le estoy muy agradecida, señor Bevis. Démela… como había pensado.

—¿La acepta entonces? —gritó entusiasmado—. ¡Ahora una marcha triunfal!

Mientras tocaba, con la mirada acorde con el tono exultante de la composición, Monica se levantó de la silla. Se quedó de pie, mirando al suelo y con los labios apretados. Cuando sonó el último acorde…

—Ahora tengo que irme, señor Bevis. Lamento muchísimo que no hayan llegado sus hermanas.

—Yo también lo lamento, aunque por otra parte creo que no. He pasado la media hora más feliz de mi vida.

—¿Me da usted la partitura?

—Deje que la enrolle. Así. No le costará llevarla. Pero nos veremos antes de finales de julio, ¿verdad? ¿Vendrá alguna otra tarde?

—Si la señorita Bevis me hace saber cuando está segura de hallarse en casa…

—Sí, lo hará. ¿Sabe? No voy a decir nada de lo que ha ocurrido aquí esta tarde. ¿Me permite que guarde silencio acerca de su visita, señora Widdowson? Se molestarían tanto… y ha sido una estupidez por mi parte no haberlas avisado…

Monica no contestó. Fue hacia la puerta. Bevis se le adelantó y la abrió para que saliera.

—Entonces adiós. Recuerde lo que le he dicho sobre mi tendencia a deprimirme. ¡Voy a ponerme mucho peor… mucho, muchísimo peor!

Monica se echó a reír y le tendió la mano. Él la sostuvo entre las suyas con suavidad, mirándola con sus ojos azules, que en efecto expresaban una profunda melancolía.

—Gracias —murmuró—. Gracias por tanta amabilidad.

Y acto seguido le abrió la puerta de entrada. Monica bajó corriendo las escaleras sin mirar atrás, entendiendo perfectamente la razón de que el señor Bevis no la acompañara hasta la calle.

Antes de entrar en casa, Monica se las arregló para ocultar la partitura que llevaba consigo. Felizmente Widdowson todavía no había llegado. Pasó media hora (media hora de ensueño y cavilaciones) hasta que le oyó subir las escaleras. Le recibió en el descansillo con una alegre sonrisa.

—¿Has disfrutado de tu paseo?

—Mucho.

—¿Y te encuentras mejor?

—No mucho, querida. Pero no tengo ganas de hablar de eso.

Más tarde, Widdowson le preguntó dónde había estado.

—He ido a ver a Milly Vesper.

Era la primera vez que le mentía, y lo había hecho dando su sinceridad por supuesta con tanta perfección que habría engañado incluso al observador más agudo. Él asintió, tan descontento como de costumbre, pero sin la más mínima duda.

Y desde ese mismo instante ella le odió. Sí la hubiera acosado a preguntas, si hubiera sospechado algo, el peso de su mentira habría sido mucho más soportable. La simple aceptación de su palabra era el reproche más triste que podía recibir. Se despreció a sí misma y odió a su marido por la degradación a la que la sometía su adoración por ella.

CAPÍTULO XXI
HACIA LO DECISIVO

Mary Barfoot siempre había sentido un incansable interés por la vida. Sus recuerdos albergaban gran cantidad de vívidos momentos: penas y alegrías, personales o generales, la afectaban con mayor intensidad que a la mayoría a causa de esa gran inteligencia que le permitía transmutarlas en principios. Aunque ya no anticipaba ni deseaba grandes cambios en su ámbito más cercano ni en las formas ni motivos de su actividad, encontraba suficiente satisfacción en ver, y cuando era posible en dirigir, la orientación de vidas más jóvenes. La naturaleza había templado su carácter de tal modo que ya había sido capaz de superar esos fervores del instinto que tan a menudo hacen de la madurez de una mujer sin compromiso un largo cúmulo de lamentos. Pero sus tendencias más femeninas seguían intactas. En ese momento, y bajo su propio techo ante sus ojos tenía lugar una comedia, un drama, capaz de despertar todas y cada una de sus desinteresadas emociones. Había ido desarrollándose durante doce meses y ahora, a menos que estuviera totalmente equivocada, el
dénoûment
parecía muy próximo.

A pesar de conocerse a la perfección y de su capacidad de reconocer infaliblemente síntomas físicos y psíquicos que pasan inadvertidos a la gran mayoría de las mujeres, Mary estuvo engañándose hasta la fecha en que ese triunfo final le permitió observar a Rhoda Nunn con total ecuanimidad. Su crisis de ira durante el episodio de la muerte de Bella Royston significaba más de lo que Rhoda se permitía reconocer ante la inquisición a la que su propia conciencia la sometía. Fue justo entonces cuando Mary se dio cuenta del cambio de actitud de Rhoda con Everard Barfoot. Esas pequeñeces que sólo una mujer detecta la habían convencido de que el interés de Everard por Rhoda estaba despertando notables reacciones en ella; y ese descubrimiento, aunque no podía sorprenderla, fue una oscura punzada que atribuyó a una impersonal sensación de fracaso, a un mero recelo natural. Durante días pensó en Rhoda con ironía y con ánimo casi burlón. Entonces llegó el suicido de Bella y la conversación en la que Rhoda hizo gala de una aparente crueldad, sin duda resultado de una grave perturbación emocional. Para su asombro, Mary se vio superada por un impulso de furiosa hostilidad y llegó a decir cosas de las que se arrepintió tan pronto salieron de sus labios.

La pobre Bella poco tenía que ver con ese momento de discordia entre dos mujeres que se querían y se admiraban de verdad. Lo único que hizo fue propiciar la ocasión para un arrebato de sentimientos ocultos que probablemente no se habría podido evitar. Mary Barfoot había amado a su primo Everard. Eso empezó cuando él tenía veintiún años. Ella, mucho mayor que él, nunca permitió que ni Everard ni nadie sospechara nada, lo que durante dos o tres años la hizo desgraciada como nunca lo había sido y como nunca volvería a serlo una vez su poderosa cabeza consiguió imponerse. El escándalo de Amy Drake, que ocurrió mucho después, no hizo más que revivir su desgracia, que entonces se manifestó en forma de intolerancia femenina. Intentó creer que desde ese momento Everard había dejado de existir para ella y que le detestaba por sus vicios. Sin embargo, aún detestaba más a Amy Drake.

Una vez su amistad con Rhoda Nunn se hubo convertido en intimidad, no pudo evitar hablarle de su primo Everard, que en aquel entonces había desaparecido en los confines del mundo, y al que había perdido de vista para siempre. Habló de él con severidad, aunque con una severidad tan obviamente mezclada con otro sentimiento que Rhoda no pudo sino suponer la verdad. La confesión sentimental era algo totalmente ajeno a la señorita Barfoot; era una mujer que había conquistado sus propios deseos, y bajo ningún concepto iba a permitirse quedar en ridículo. Era del todo improbable que Rhoda Nunn (sobre todo Rhoda Nunn) hiciera cualquier comentario o pregunta que pudiera obligarla a traicionar un pasado ya enterrado. Pero, últimamente, cuando insistía en preguntar si Rhoda había estado enamorada alguna vez, Mary no tenía el menor escrúpulo a la hora de sugerir que en esta materia sus conocimientos eran del todo exhaustivos. Lo hacía con el corazón aliviado, segura bajo la protección que le ofrecían sus cuarenta años. Rhoda, por supuesto, entendía que se estaba refiriendo a Everard.

Así pues, los celos habían sido la causa de aquella pelea. Pero en cuanto ésta estalló Mary Barfoot se sintió embargada por una vergüenza y una tristeza que en realidad delataban el fin de su autodominio. Se sintió avergonzada por haberse enfadado sin razón. De hecho, se estaba castigando por el último coletazo de un conflicto que había quedado zanjado hacía muchos años. Por eso, precisamente porque se estaba mintiendo sobre lo que sentía, prolongó la dolorosa situación. Se dijo que Rhoda se había portado tan mal que era natural que estuviera muy disgustada con ella, que olvidar sin más la pelea era un error, puesto que la señorita Nunn necesitaba un poco de disciplina. Su concentración en los detalles secundarios la ayudó a pasar por alto el verdadero asunto y cuando por fin le ofreció a Rhoda el beso de la reconciliación, con él le estaba diciendo más de lo que parecía: le estaba ofreciendo la esperanza de conocer la felicidad que a ella se le había negado.

A Mary la declaración que Everard había hecho de su pasión por la señorita Nunn le parecía una muestra de audacia perfectamente calculada. Si de verdad quería casarse con Rhoda, ese franco reconocimiento de su deseo ante una tercera persona podía ahorrarle algunas de las peculiares dificultades del caso. Deseara o no ser cortejada, Rhoda, manteniéndose fiel a sus creencias, estaba obligada a guardar un silencio desdeñoso ante el galanteo de Everard. Al atacar ese orgulloso escrúpulo, esa dignidad que quizá había empezado a ser una carga para su víctima, Everard había hecho posible, si no inevitable, que las dos mujeres discutieran sobre su cortejo. Y es que aquella que habla de su amado sin duda termina pensando en él.

La señorita Barfoot no sabía si confiar en un posible matrimonio entre esa extraña pareja. No se fiaba de su primo, a quien no conseguía imaginar en el papel de marido fiel, y no estaba segura de si las cualidades de Rhoda acabarían por retenerle o repelerle. Se inclinaba por tomar el galanteo como un mero capricho. Pero Rhoda le prestaba oídos a Everard, de eso no cabía duda, y desde que la herencia había mejorado los ingresos de éste el asunto había empezado a adquirir un nuevo aspecto. La perseverancia de Everard, a pesar de que ahora tenía pleno acceso al mundo de las mujeres (ya que, en términos generales, cualquier hombre con el atractivo personal de Everard, y con unos ingresos de quince mil libras anuales, podía escoger entre cincuenta posibles candidatas) parecía dejar claro que de verdad estaba enamorado. Pero ¡cuánto iba a costarle a Rhoda aparecer delante de sus amigas en el papel de novia! ¡Qué humillación para su triunfo!

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