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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (10 page)

BOOK: Marea viva
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No tenía experiencia en este tipo de misiones.

Es cierto que solo la había visto en el mapa, y en Google Earth, pero puesto que los nubarrones de pronto decidieron seguir hacia tierra firme dejando al descubierto una luna fría, la reconoció: la ensenada de Hassleviken. O las ensenadas, tal como estaba indicado en el mapa desaparecido.

Llevaba un buen rato vagando a la deriva. Su ropa seguía empapada. La herida en la frente había dejado de sangrar, pero todo su cuerpo temblaba, y había llegado hasta allí por azar. Al lugar al que desde un principio se había dirigido. Hacía una eternidad.

Ahora temblaba por otras razones.

La extraña luz azulada del satélite muerto allá en lo alto creaba una atmósfera enrarecida sobre la ensenada. Además, había marea baja. La playa parecía no tener fin. Empezaba en las dunas y se prolongaba mar adentro.

Llegó a la orilla y se dejó caer sobre una gran piedra. Se estremeció como por una extraña sugestión.

O sea, que era allí donde había sucedido todo.

El repugnante asesinato.

Esa era la playa. Ese era el lugar donde aquella mujer desnuda había sido enterrada.

Pasó una mano por la roca más cercana.

¿Fue allí donde había estado aquel niño? En el lugar donde ahora mismo estaba ella. ¿O había sido al otro lado de la larga playa, allá donde se divisaban otras rocas? Se puso de pie sobre la piedra y miró hacia el otro lado, y fue entonces cuando lo vio.

Un hombre.

Salió de la linde del bosque a lo lejos, con un… ¿Qué era? ¿Una maleta con ruedas? Olivia se agachó y se escondió detrás de la piedra. Vio cómo el hombre arrastraba la maleta por la arena seca en dirección al mar. Lentamente, cada vez más adentro. De pronto se detuvo, dejó la maleta y se quedó mirando la luna, y luego la arena, y de nuevo hacia arriba. El viento hacía ondear su pelo y su chaqueta. Se puso en cuclillas e inclinó la cabeza, como rezando, luego se volvió a incorporar. Olivia se llevó los puños a la boca. ¿Qué estaba haciendo aquel hombre? ¿Precisamente allí? ¿A medio camino del mar? ¿Justo con marea baja y luna llena?

¿Quién era?

¿Estaba loco?

No supo cuánto tiempo se quedó allí el hombre. Tres minutos o un cuarto de hora, cómo saberlo. Hasta que dio media vuelta y echó a caminar en dirección contraria. Con la misma lentitud de antes, hasta llegar a su maleta. Allí se volvió una última vez y miró hacia el mar.

Luego desapareció bosque adentro.

Olivia permaneció sentada, lo suficiente para estar segura de que el hombre se había alejado bastante.

A menos que se hubiera detenido en el bosque.

No lo hizo. Se dirigió hacia el segundo lugar. Más bien el siguiente, en realidad el más importante. El primero representaba sobre todo un acto de aflicción. El otro era más concreto.

Allí tendría que actuar.

Sabía, por supuesto, dónde estaba la casa verde, pero no recordaba que tuviera un seto tan frondoso alrededor del terreno. Sin embargo, beneficiaba su objetivo. Le facilitaba entrar y esconderse detrás del seto. Nadie lo vería desde fuera.

Vio luz en la casa y eso le fastidió. Había gente dentro. Tendría que pasar a hurtadillas, a lo largo del seto, para llegar a su destino. Hasta donde tenía que llegar.

Empezó a moverse, con cautela. Sostenía la maleta en la mano y avanzaba procurando no hacer ruido. La oscuridad le dificultaba ver dónde pisaba. Cuando casi había llegado a la altura de la casa oyó que una puerta se abría, se apretó contra el seto y se golpeó la cara contra una gruesa rama. Se quedó inmóvil. De pronto vio a un niño pequeño que doblaba el guardacantón de la casa corriendo, a diez metros de donde se encontraba. Reía y se pegó a la pared. ¿Estaría jugando al escondite? Nilsson procuraba no hacer ruido al respirar. Si el niño se volvía lo descubriría. La distancia que los separaba era pequeña.

—¡Johan!

Una mujer. El niño se acurrucó un poco más y volvió la cabeza hacia el seto. Por un instante, Nilsson creyó que sus miradas se habían cruzado. El niño no se movió.

—¡Johan!

La mujer alzó la voz un poco más. De pronto el niño se separó de la pared y corrió de nuevo hasta desaparecer detrás de la otra esquina. Nilsson aguantó pegado al seto hasta que oyó la puerta cerrarse al otro lado de la casa. Silencio. Esperó varios minutos antes de avanzar de nuevo.

Podía haber muerto en el bosque. De frío, o de cualquier otra cosa, ideal para salir en las portadas de los periódicos, pensó. Pero no lo hizo, y no fue por mérito propio.

Fue mérito de Axel.

Cuando finalmente se desplomó al lado de un húmedo bloque de piedra, absolutamente agotada, oyó la voz.

—¿Te has perdido?

A un metro de allí, un joven de anchos hombros, pelo corto y mirada ceñuda contemplaba su penosa y empapada estampa. En realidad, no tenía por qué preguntar. Ella tampoco respondió.

—¿Quién eres? —preguntó.

—Axel. Mi madre me dijo que saliera a buscarte. Pasó por la cabaña y vio que no habías vuelto. ¿Te has perdido?

Y que lo digas, pensó Olivia, me he perdido todo lo que uno puede perderse en esta maldita isla.

—Sí —dijo.

—Tiene mérito.

—¿Qué?

—Perderse en esta pequeña isla.

—Gracias.

Olivia recibió ayuda para levantarse. Axel la miró.

—Estás chorreando. ¿Te has caído al agua?

¿Si me he caído al agua? ¿En Skumbuktarna? ¿Era así como lo llamaban los isleños? ¿Qué te caías al agua, cuando la mitad del maldito mar del Norte se te echaba encima?

Extraña raza.

—¿Podrías ayudarme a volver?

—Por supuesto. Coge mi cazadora.

Alex envolvió a una Olivia congelada en su holgada, cálida y gruesa cazadora y la condujo a través del frondoso bosque hasta su cabaña, y una vez allí se ofreció a llevarle un poco de comida.

Mi héroe, pensó Olivia, envuelta en una manta en la cama con un plato de estofado medio frío en la mano. Uno de los que salvan vidas. Que no habla demasiado, que simplemente actúa.

Axel Nordeman.

—¿Eres uno de los chicos de los bogavantes? —Lo preguntó un poco en broma.

—Sí.

Eso fue lo que contestó. Con ese monosílabo ya estaba todo dicho. Nada que ver con Ulf Molin.

Gracias a la comida, al calor y a haber sobrevivido, Olivia se recuperó casi por completo. Incluso el móvil revivió a una segunda vida. También se había secado, con la inestimable ayuda de un secador de pelo.

Cuando hubo revisado los SMS y el correo electrónico, recordó lo que tenía pendiente: llamar a Ove Gardman. Ya había llamado el día antes, en el tren nocturno, y se había topado con un contestador automático. Ahora lo volvería a intentar. Echó un vistazo al reloj, todavía no eran las diez. Marcó el número y le volvió a salir el contestador. Dejó un nuevo mensaje en el que pedía que la llamara en cuanto oyera el mensaje. Luego colgó y sufrió un terrible acceso de tos.

Neumonía, le pasó por la cabeza.

Por la cabeza de Nilsson pasaban cosas muy distintas. Estaba en cuclillas, con la maleta a su lado. Detrás de él, a lo lejos, se vislumbraba la casa verde. Ahora las luces estaban apagadas.

Haciendo acopio de fuerzas consiguió retirar la gran piedra. Ya había apartado la pequeña. Miró hacia el fondo del hoyo que había quedado al descubierto. Era profundo, tal como lo recordaba. Lo había cavado él mismo hacía mucho tiempo. Por si acaso. Miró la maleta con el rabillo del ojo.

El cansancio le sobrevino de repente y todo su cuerpo se convirtió en una masa desmadejada. El vagar por la isla se cobraba ahora su tributo con intereses incluidos. Apenas tuvo fuerzas para meterse bajo el edredón y acurrucarse. La pequeña lámpara de noche esparcía su luz por la habitación y Olivia sintió que se desvanecía lentamente, y que su padre se hacía presente. Sacudió la cabeza levemente cuando él la miró.

«Esto podía haber acabado mal.»

«Lo sé. Ha sido una estupidez.»

«No es propio de ti. Sueles andarte con cuidado.»

«Lo aprendí de ti.»

Entonces Arne sonrió y Olivia se dio cuenta de que las lágrimas le corrían por las mejillas. Estaba muy flaco, tal como debió de estar al final, cuando ella no lo vio, cuando ella todavía estaba en Barcelona, huyendo.

«Que duermas bien.»

Olivia abrió los ojos. ¿Lo había dicho Arne? Sacudió la cabeza y sintió el rostro muy caliente, sobre todo la frente. ¿Fiebre? Claro, tenía que pillar fiebre precisamente aquí. En una cabaña en la costa oeste que tan solo he alquilado por una noche. ¡Qué penoso! ¿Ahora qué hago?

¿Axel?

A lo mejor todavía no se había acostado, al fin y al cabo vivía solo allí arriba, o eso le había dicho. A lo mejor estaba jugando con algún videojuego. ¿Un chico de los bogavantes entreteniéndose con videojuegos? Poco probable. También cabía que él llamara a la puerta y le preguntara qué le había parecido la comida.

«Estaba buenísima.»

«Estupendo. ¿Necesitas algo más?»

«No, está bien, gracias. ¿Tal vez un termómetro?»

¿Un termómetro?

Luego, una cosa habría llevado a la otra y cuando se apagara la lámpara de noche los dos estarían desnudos y tremendamente excitados, pensó Olivia, febril.

Vera
la Tuerta
había asistido a un partido de fútbol. El BK Situation había jugado contra un centro de rehabilitación de Rågsved. El partido había acabado dos a cero a favor del Situation. Pärt había marcado los dos goles.

Viviría de esa renta mucho tiempo.

Ahora él, Vera y Jelle paseaban disfrutando de la cálida noche. El partido se había jugado en la cancha de Tanto. Por culpa de algunas divergencias con el árbitro y otros factores posteriores al partido no habían salido de allí hasta las once. Ya eran casi las once y media.

Pärt estaba contento, al fin y al cabo había marcado dos goles. Y Vera estaba contenta porque había encontrado un esmalte de uñas negro en un contenedor cerca del polideportivo de Zinken. Jelle estaba así, así, como estaba casi siempre y, por tanto, nadie le prestó atención. Dos personas contentas y una medio alicaída que paseaban en la noche estival.

Vera tenía hambre y propuso que pasaran por Dragon House, la tasca china en Hornstull. Acababa de recibir su asignación mensual y pensó que podía invitar a sus amigos menos pudientes. Pero el plan se fue al traste: Pärt no se atrevía a entrar y a Jelle no le gustaba la comida china. Así pues, acabó siendo un banquete de salchichas en el Frankfurt Abraham de la calle de Hornsgatan. Cuando Pärt se hubo acabado su generosa porción sonrió.

—Esto nos sentará bien.

Luego retomaron el paseo por Hornsgatan.

—¿Alguien sabe cómo está Benseman?

—Igual.

De pronto los adelantó un hombre muy bajo, casi sin hombros y con una pequeña y desgreñada coleta y una nariz aguileña. Miró a Jelle de reojo a medio adelantamiento.

—¡Hola! ¿Qué tal? —dijo con voz baja pero chillona.

—Me duelen un poco las muelas.

—Ah. ¡Nos vemos!

El hombrecillo prosiguió adelante con pasitos cortos.

—¿Quién demonios era ese?

Vera siguió la coleta con la mirada.

—El Visón —dijo Jelle.

—¿El Visón? ¿Quién es?

—Un tipo de antes.

—¿Un sin techo?

—No, no que yo sepa. Tiene una habitación en Kärrtorp.

—¿Y no puedes quedarte a dormir allí?

Jelle no tenía intención de quedarse a dormir en casa del Visón. La escueta conversación que acababan de mantener se correspondía bastante con su actual relación.

Y Jelle sabía lo que ahora vendría.

—Si quieres, puedes quedarte a dormir en mi caravana —dijo Vera.

—Ya lo sé. Gracias.

—Pero no quieres, ¿verdad?

—No.

—Entonces, ¿dónde piensas dormir?

—Ya veré.

Últimamente, Vera y él habían mantenido ese mismo diálogo unas cuantas veces. No se trataba de dormir en su caravana. Lo sabían los dos. Se trataba de algo que a Jelle no le apetecía demasiado, y la manera más sencilla de evitar ofender a Vera era decirle no, gracias, a una cama en su caravana.

Así también se libraba de lo otro.

De momento.

Olivia se removía en la cama de la solitaria cabaña. Sus sueños febriles iban y venían. Ora estaba en la playa de Hasslevikarna, ora en Barcelona. De pronto sintió una mano fría que se deslizaba por su pie desnudo en el borde de la cama.

Se incorporó de un brinco.

Su codo golpeó la pequeña mesita de noche y la lámpara cayó al suelo. Se apretó contra la pared y miró en derredor. Nada. Apartó el edredón un poco. Las palpitaciones de su corazón le provocaron jadeos. ¿Lo había soñado? Por supuesto; ¿qué otra cosa podía ser? Solo estaba ella. La cabaña estaba vacía.

Se sentó en el borde de la cama, recogió la lámpara e intentó serenarse. Respirar hondo, eso le había enseñado su madre de pequeña, cuando tenía alguna pesadilla. Se secó la frente y fue entonces cuando lo oyó. Un ruido. Como una voz fuera. Al otro lado de la puerta.

¿Axel?

Se envolvió en la manta, se acercó a la puerta y la abrió. Se encontró con un hombre que sostenía una maleta con ruedas. El hombre de Hasslevikarna. Olivia cerró de un portazo, giró la llave y se abalanzó sobre la única ventana. Bajó el estor al tiempo que buscaba algún objeto con que defenderse. ¡Un arma, cualquier cosa!

Llamaron a la puerta.

Olivia se quedó paralizada, temblando de pies a cabeza. ¿La oiría Axel si gritaba? Probablemente no: el ulular del viento ahogaría sus gritos.

Volvieron a llamar.

Olivia hiperventilaba y se acercó a la puerta con cautela y sigilo.

—Me llamo Dan Nilsson. Disculpe que la moleste a estas horas.

—¿Qué pasa? ¿Qué quiere?

—Mi móvil no tiene cobertura aquí y tengo que pedir un taxi bote, he visto que había luz y… ¿Tiene un móvil que me pueda prestar?

Olivia tenía un móvil, pero él no lo sabía.

—Solo para una llamada breve —dijo a través de la puerta—. Puedo pagarla.

¿Pagar por una llamada desde su móvil? ¿A un taxi bote? Olivia vaciló. Podía decirle que no tenía móvil y así deshacerse de él. O enviarlo a la casa de Axel. Al mismo tiempo, le picaba la curiosidad. ¿Qué hacía ese hombre en Hasslevikarna? ¿En medio de la playa, con la marea baja, a la luz de la luna? ¿Quién era? ¿Qué hubiera hecho su padre?

Él hubiera abierto la puerta.

Y eso hizo Olivia finalmente. Con cautela, apenas lo suficiente para pasarle el teléfono por el resquicio.

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