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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (5 page)

BOOK: Marea viva
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—¿De qué se trata?

La joven no pareció segura de si aquello significaba que podía entrar. Se quedó en la puerta entreabierta.

—Me llamo Olivia Rönning y asisto a la Escuela de Policía. Busco a Tom Stilton.

—¿Para qué?

—Estoy haciendo un trabajo para la escuela sobre un caso que él dirigió y necesito hacerle algunas preguntas.

—¿Qué caso?

—Un asesinato en Nordkoster, en 1987.

—Pasa.

Olivia lo hizo y cerró la puerta. Había una silla un poco alejada de la mesa de Olsäter, pero no se atrevió a tomar asiento por iniciativa propia. La mujer al otro lado del escritorio no solo era manifiestamente grande, sino que también irradiaba autoridad.

Comisaria de la Brigada Criminal.

—¿Qué clase de trabajo escolar es?

—Tenemos que repasar antiguos casos de asesinato sin resolver y ver qué se podía haber hecho distinto hoy en día, con los métodos modernos.

—¿Un ejercicio con casos abiertos?

—Algo así.

Se hizo el silencio. Mette miró de reojo su trozo de tarta. Sabía que quedaría al descubierto si le decía a la joven que se sentara en la silla, así que dejó que se quedara de pie.

—Stilton ha dejado la policía —informó brevemente.

—¿Cuándo?

—¿Es eso relevante?

—No, yo… A lo mejor podría responder a mis preguntas aunque haya dejado el cuerpo. ¿Por qué lo dejó?

—Por razones personales.

—¿A qué se dedica ahora?

—Ni idea.

Como un eco de Åke Gustafsson, pensó Olivia.

—¿Sabe dónde podría encontrarlo?

—No.

Mette Olsäter la miraba fijamente. Era evidente que la estaba marcando. Por su parte, la conversación había concluido.

—Bien, muchas gracias —dijo Olivia.

Y se sorprendió a sí misma haciendo una leve reverencia antes de dirigirse hacia la puerta. A mitad de camino se volvió hacia Mette.

—Tiene un poco, no sé si es nata o algo parecido, en la barbilla.

Y salió rápidamente.

Mette se llevó la mano a la barbilla con la misma rapidez y retiró la nata.

Qué engorroso, y también un poco cómico. Mårten, su marido, soltaría una buena risotada esa noche cuando se lo contara. Le encantaban las situaciones embarazosas.

Lo que ya era menos divertido era la búsqueda de Tom por parte de esa tal Rönning. Seguramente no lo encontraría, pero la sola mención de su nombre había trastocado a Mette.

No le gustaba que se revolviera el pasado.

Mette tenía una mente analítica. Era una investigadora brillante con un intelecto agudo y una notable capacidad de acometer diversas tareas al mismo tiempo. No era ninguna fanfarronada, sino unas dotes que la habían llevado a la posición que ocupaba hoy en día. Una de las investigadoras de asesinatos más experimentada del país. Una mujer que mantenía la cabeza fría cuando sus colegas, más blandos, se liaban con emociones irrelevantes.

Mette nunca lo hacía.

Sin embargo, tenía una vida interior que valía la pena revolver. A veces, en raras ocasiones. Y esas ocasiones casi siempre tenían que ver con Tom Stilton.

Olivia abandonó el despacho con una sensación de… bueno, ¿de qué? No lo sabía muy bien. Aquella mujer pareció alterarse cuando le preguntó por Tom Stilton. ¿Por qué? Él había dirigido la investigación del asesinato en Nordkoster durante unos años y luego lo habían suspendido. Y ahora se había retirado. ¿Y qué? Seguro que conseguiría dar con Stilton por su propia cuenta. O se olvidaría del asunto, si todo tenía que ser tan complicado. Aunque no pensaba hacerlo. Todavía no. No tan fácilmente. Había otras maneras de conseguir información, tenía que aprovechar que se encontraba en la comisaría.

Una de esas maneras era Verner Brost.

Entonces echó a correr, a siete metros detrás de él, por un pasillo anodino.

—¡Perdone!

El hombre se detuvo. Estaba a punto de cumplir los sesenta y se disponía a tomar un almuerzo algo tardío. No parecía estar del mejor de los humores.

—¿Sí?

—Soy Olivia Rönning.

Lo había alcanzado y le tendió la mano. Su apretón de manos era firme; detestaba que le ofrecieran un bollo recién horneado o un pez en lugar de una mano. Verner Brost era uno de esos. Acababa de ser nombrado jefe del equipo de casos sin resolver de Estocolmo. Era un investigador experimentado, bastante cínico y entregado a su trabajo; en suma, un buen funcionario público.

—Solo quería saber si aún están trabajando en el caso de la playa.

—¿El caso de la playa?

—Nordkoster, 1987. Asesinato.

—Pues la verdad es que no.

—¿Lo conoce?

Brost contempló a aquella joven descarada.

—Lo conozco.

Olivia ignoró el tono manifiestamente hostil.

—¿Cómo es que no está en su agenda?

—Porque no hay manera de avanzar.

—¿Avanzar? ¿A qué se refiere?

—¿La señorita ha almorzado?

—Todavía no.

—Yo tampoco.

Verner Brost giró sobre los talones y siguió en dirección al comedor del personal de la comisaría.

Don’t pull ranks
, no abuses de tu autoridad, pensó la señorita Olivia, sintiéndose tratada precisamente con la condescendencia que él había pretendido.

¿No hay manera de avanzar?

—¿Qué ha querido decir con «no hay manera de avanzar»?

Él se había dirigido directamente al mostrador y había depositado su comida y una cerveza sin alcohol sobre una bandeja sin aminorar el paso. Ahora estaba sentado a una mesa, comiendo con la máxima concentración. Olivia se había sentado frente a él.

Desde luego, ese hombre quería comer y rápidamente. Proteínas, calorías, glucosa. Seguramente se trataba de una ingesta muy importante para él.

Tardó antes de responder, pero no demasiado. Brost acabó la comida y se reclinó en la silla con un eructo apenas disimulado.

—¿Qué ha querido decir con que no hay manera de avanzar? —volvió a preguntar Olivia.

—Que no existen las condiciones para abordar nuevamente el caso —dijo Brost por fin.

—¿Por qué?

—¿Qué competencias tiene usted?

—Curso el tercer semestre de la Escuela Superior de Policía.

—Es decir, que es incompetente. —Aunque sonrió al decirlo. Había cargado el depósito, podía permitirse una breve conversación. A lo mejor conseguía que ella lo invitara a un trozo de pastel de menta para acompañar el café—. Para ocuparnos de un antiguo caso es necesario que contemos con algún método nuevo que no se haya utilizado antes.

—¿ADN? ¿Análisis geográfico? ¿Nuevos testimonios?

No es completamente incompetente, pensó Brost.

—Algo así, o alguna prueba técnica nueva, o que hayamos encontrado algo que se les escapó a los de la investigación original.

—Pero ¿no ha sido así en el caso de la playa?

—Pues no. —Brost sonrió con indulgencia.

Olivia le devolvió la sonrisa.

—¿Quiere un café? —preguntó ella.

—Con mucho gusto.

—¿Algo para acompañarlo?

—Estaría bien una porción de pastel de menta.

Olivia volvió rápidamente, ya con la siguiente pregunta preparada antes de dejar la taza y el plato sobre la mesa.

—Tom Stilton dirigió la investigación, ¿correcto?

—Correcto.

—¿Sabe dónde podría encontrarlo?

—Dejó la policía hace unos años.

—Lo sé, pero ¿sigue en la ciudad?

—Lo ignoro. Hace un tiempo corrió el rumor de que se había trasladado al extranjero.

—¡Uy! Entonces puede ser difícil encontrarlo.

—Seguramente.

—¿Por qué abandonó el cuerpo? Tampoco era tan mayor, ¿verdad?

—Ajá.

Olivia advirtió que Brost revolvía su café con la intención de evitar su mirada.

—Entonces, ¿por qué?

—Razones personales.

Debería parar, pensó Olivia. No quería saber nada de razones personales. Eran ajenas a su trabajo para la escuela.

Pero Olivia era mucha Olivia.

—¿Qué tal el pastel de menta? —preguntó.

—Muy bueno.

—¿Qué razones personales?

—¿No sabe lo que significa personales?

El pastel de menta no estaba tan bueno, pensó Olivia.

Se marchó de la comisaría de Polhemsgatan. Irritada. No le gustaba cuando las cosas se terminaban. Subió al coche, sacó su portátil, activó la función de búsqueda y escribió «Tom Stilton».

Se mostraron varias páginas, todas relacionados con su trabajo policial, salvo una. Un reportaje sobre un incendio en una plataforma petrolífera frente a las costas de Noruega en 1975. Un joven sueco había realizado una gran hazaña al salvar la vida a tres obreros noruegos. El sueco se llamaba Tom Stilton y tenía veintiún años. Olivia guardó el artículo. Luego buscó datos personales. Veinte minutos más tarde estaba a punto de rendirse.

En el listín de teléfonos no aparecía ningún Tom Stilton. Y las demás búsquedas arrojaron el mismo resultado: nada. Ni siquiera en birthday.se. Por probar, entró en el registro de vehículos. Mismo resultado.

Ese hombre había dejado de existir.

¿A lo mejor se había ido al extranjero, tal como había dicho Brost? ¿A lo mejor estaba en Tailandia, bebiendo un cóctel con sombrilla, jactándose de sus hazañas policiales ante unas
barbies
achispadas? O al contrario, ¿a lo mejor le iban los de la otra acera?

¿Homosexual?

No lo era.

Al menos antes. Había estado casado diez años con Marianne Boglund, médica forense, una especie de técnica criminóloga especializada. Eso fue lo que descubrió cuando finalmente encontró a Stilton en el registro de matrimonios de la Agencia Tributaria.

Allí estaba.

En una dirección sin número de teléfono.

Olivia anotó la dirección.

Casi al otro lado del mundo, en un pequeño pueblo costero de Costa Rica, un hombre de edad avanzada se estaba pintando las uñas con esmalte transparente. Estaba sentado en el porche de una casa muy extraña y se llamaba Bosques Rodríguez. Desde allí entreveía el mar por un lado; por el otro, el bosque tropical trepaba montaña arriba. Llevaba viviendo allí toda la vida, en el mismo lugar, en aquella misma casa extraña. Antes lo llamaban «el viejo barman de Cabuya». Ahora no sabía cómo lo llamaban. Pocas veces se acercaba a Santa Teresa, donde se hallaba su viejo bar. Consideraba que el lugar había perdido su alma. Seguramente tenía que ver con los surfistas y los turistas que llegaban en tropel y disparaban los precios de todo lo posible de subir de precio.

Incluida el agua.

Bosques sonrió levemente.

Los extranjeros siempre bebían agua de botellas de plástico que compraban a precios escandalosos y que luego tiraban. Después animaban a todo el mundo a proteger el medio ambiente.

El Gran Sueco de Mal País no es así, pensó.

En absoluto.

5

Los dos chiquillos estaban sentados en la arena bajo una palmera azotada por el viento, de espaldas al océano Pacífico, en silencio. A unos metros de ellos había un hombre con un portátil cerrado sobre las rodillas. Estaba sentado en una sencilla silla de bambú delante de una casa desconchada de una sola planta, azul y verde, una especie de restaurante que de vez en cuando vendía pescado y bebidas alcohólicas.

Ahora mismo estaba cerrado.

Los chiquillos conocían al hombre. Era uno de los vecinos del pueblo. Siempre se había mostrado simpático, había jugado con ellos y buceado en busca de caracolas. Ahora sabían que debían permanecer en silencio. El hombre tenía el torso desnudo e iba descalzo, solo llevaba unos finos
shorts
de color claro. Su pelo era ralo y rubio y las lágrimas corrían por sus mejillas bronceadas.

—El Gran Sueco está llorando —susurró uno de los chiquillos con una voz que se desvanecía en el viento templado. El otro asintió con la cabeza.

El hombre del portátil estaba llorando. Llevaba muchas horas llorando. Primero en su casa del pueblo, durante el último tramo de la noche, luego necesitó respirar aire fresco y bajó a la playa. Ahora estaba sentado con el rostro vuelto hacia el mar calmo.

Y seguía llorando.

Hacía unos años había aterrizado allí, en Mal País, en la península de Nicoya, Costa Rica. Unas cuantas casas a lo largo de una carretera polvorienta que bordeaba la costa. El mar a un lado y el bosque tropical al otro. Nada al sur; al norte, Playa Carmen y Santa Teresa y algún que otro pueblo más. Todos con el mismo atractivo para los mochileros. Largas y fantásticas playas para hacer surf, habitaciones baratas y comida aún más barata.

Y nadie que preguntara por ti.

Ideal, había pensado entonces. Ideal para esconderse y empezar de nuevo.

Siendo un desconocido.

Con el nombre de Dan Nilsson.

Con un capital de reserva que lo mantuvo a flote a duras penas hasta que le ofrecieron un trabajo de guía en un parque natural cercano, Cabo Blanco. Aquel trabajo le iba como anillo al dedo. Llegaba en media hora con su todoterreno y con sus razonables conocimientos de idiomas podía encargarse de la mayoría de turistas que visitaban el lugar. Al principio unos pocos, algunos más en los últimos años, y en la actualidad los suficientes para tenerlo ocupado cuatro días a la semana. Los otros tres los pasaba con pobladores autóctonos, nunca con turistas o surferos. No era un hombre de mar y no tenía ningún interés en la hierba. Sobrio y moderado en la mayoría de facetas de la vida, casi pasaba desapercibido, una persona con un pasado que debía seguir allí, en el pasado.

Habría encajado en una novela de Graham Greene.

Ahora estaba sentado en una silla de bambú con su portátil sobre las rodillas, con dos chiquillos inquietos cerca que no tenían ni idea de por qué el Gran Sueco estaba triste.

—¿Le preguntamos qué le pasa?

—Mejor no.

—¿A lo mejor ha perdido algo que podríamos encontrar?

No había perdido nada.

Pero sí había tomado una decisión. Entre las lágrimas, una decisión que nunca creyó que tendría que tomar. Jamás. Ahora lo había hecho, por fin.

Se puso en pie.

Lo primero que sacó fue su pistola, una Sig Sauer. La sopesó en la mano y miró de reojo hacia la ventana. No quería que los chavales la vieran. Sabía que lo habían seguido a unos metros. Siempre lo hacían. Ahora estaban sentados entre los arbustos, esperando. Bajó la pistola y fue al dormitorio. Cerró la contraventana. Retiró la cama de madera con cierta dificultad y dejó el suelo al descubierto. Una baldosa estaba suelta y la levantó. Debajo había una bolsa de cuero. La sacó y dejó la pistola en el hueco. Luego volvió a colocar la baldosa en su sitio. Actuaba de forma precisa y eficaz, no podía despistarse ni reflexionar demasiado si no quería arrepentirse. Llevó la bolsa de cuero al salón, se acercó a la impresora y sacó un folio A4 lleno de una escritura apretada. Lo metió en la bolsa.

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