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Authors: Cilla Börjlind,Rolf Börjlind

Tags: #Intriga, #Policíaco

Marea viva (11 page)

BOOK: Marea viva
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—Gracias —dijo Nilsson.

Lo cogió, marcó un número y pidió un taxi bote para el muelle Västra. Estaría allí en un cuarto de hora.

—Muchas gracias —repitió.

Olivia cogió el móvil, de nuevo por el resquicio. Nilsson se volvió y echó a caminar.

Entonces Olivia abrió la puerta de par en par.

—Lo vi esta tarde en Hasslevikarna.

Ella quedó a contraluz de la lámpara de noche cuando Nilsson se volvió. La miró y parpadeó, como si reaccionara, Olivia no sabía a qué. El repentino parpadeo desapareció en un segundo.

—¿Qué hacías allí? —preguntó él, tuteándola.

—Me perdí y acabé allí.

—Es un lugar muy bonito.

—Sí.

Silencio. ¿Y qué hacías tú allí? ¿No se daba cuenta de que esa era la pregunta latente?

Sí se daba cuenta, pero era una pregunta que de ninguna manera pensaba contestar.

—Buenas noches.

Nilsson se alejó con la imagen de Olivia en la retina.

El trombón descansaba en su estuche negro y ET estaba sentado a su lado, en el muelle frente al restaurante Strandkanten. Había sido una noche larga y había bebido bastante. Ahora pensaba mantenerse sobrio un tiempo. Por la mañana tenía que inaugurar un ahumadero. El Ahumadero de Leffe. Pescado ahumado para los visitantes del continente; seguro que le daría beneficios. El tosco isleño que se hallaba a su lado estaba sobrio. Tenía el turno de noche del taxi bote y había recibido una llamada hacía un rato.

—¿Quién te ha llamado?

—Alguien del interior.

Del interior podía significar cualquier cosa entre Strömstad y Estocolmo.

—¿Cuánto le cobrarás?

—Dos mil.

ET realizó un cálculo rápido y comparó con el ahumadero. El salario por hora no caía del lado del ahumadero.

—¿Es él? —ET señaló con la cabeza un hombre con una cazadora de cuero y tejanos negros que se acercaba.

Un hombre que había acabado con Nordkoster.

Ahora estaba obligado a dar un paso más.

En Estocolmo.

Al final se durmió. Con la lámpara encendida, la puerta cerrada con llave y el nombre de Dan Nilsson en los labios.

El hombre de Hasslevikarna.

A lo largo de la noche se fueron sucediendo las pesadillas febriles. Durante horas. De pronto un alarido desgarrado se abrió camino a través de su garganta y salió por su boca entreabierta. Un alarido espantoso. El sudor frío le perlaba la piel y con las manos arañaba el aire. Detrás de Olivia había una araña que contemplaba el drama que se desarrollaba en la cama, cómo aquella joven intentaba desesperadamente salir de un agujero de terror. Al final lo consiguió.

Recordó la pesadilla hasta el más mínimo detalle. Se hallaba enterrada en una playa. Desnuda. La marea estaba baja, la luna llena y hacía frío. Las olas empezaban a avanzar sobre la playa, cada vez más cerca. El agua corría hacia su cabeza, pero no era agua, sino un torrente formado por miles de pequeños cangrejos negros que se precipitaban hacia su rostro desnudo y se le metían por la boca.

Fue entonces cuando surgió el alarido.

Olivia se lanzó fuera de la cama y resolló. Agarró la manta con una mano, se secó el rostro sudoroso y paseó la mirada por la cabaña. ¿Acaso aquella noche no había sido más que un sueño? ¿Aquel hombre había estado allí realmente? Se acercó a la puerta y la abrió, necesitada de aire fresco, y salió a la oscuridad. El viento había amainado considerablemente. Tenía ganas de orinar, así que bajó los peldaños y se acuclilló detrás de un gran arbusto. Entonces la vio, a su izquierda.

La maleta con ruedas.

La maleta de aquel hombre estaba allí, tirada en el suelo.

Se acercó y escrutó la oscuridad. No vio nada. Ni a nadie. Al menos no a Dan Nilsson. Se agachó junto a la maleta. ¿Debía abrirla?

Descorrió la cremallera y levantó la tapa con cautela.

Vacía.

Desde cierta distancia, aquella caravana grisácea podía llegar a resultar idílica. Envuelta en el verdor nocturno del bosque de Ingenting, cerca del puerto deportivo de Pampas, en Solna, con una débil luz amarillenta que brillaba a través de la ventana oval.

Pero el idilio desaparecía en su interior.

Era una ruina. Hubo un tiempo en que funcionaba el hornillo de gas butano empotrado en un tabique, pero ahora estaba cubierto por una capa de herrumbre. Hubo un tiempo en que la ventanilla de plexiglás en forma de burbuja en el techo dejaba entrar la luz, pero ahora estaba cubierta de maleza. Hubo un tiempo en que la portezuela tenía una cortina de largas tiras de plástico multicolores, pero ahora solo quedaban tres tiras medio arrancadas. Hubo un tiempo en que hacía las veces de recinto vacacional de una familia con dos hijos de Tumba, pero ahora pertenecía a Vera
la Tuerta
.

Al principio solía limpiarla, realmente había intentado mantener un nivel de higiene decente. Pero a medida que su empeño en traer trastos encontrados en los contenedores fue creciendo, el nivel descendió significativamente. Ahora los senderos de hormigas cruzaban el suelo sorteando los escombros y las tijeretas aplastadas se amontonaban en todos los rincones y recovecos.

Pero mejor eso que dormir en pasos subterráneos o sótanos de bicicletas. Había adornado las paredes con artículos de prensa sobre los sin techo y pequeños pósteres encontrados aquí y allá. Sobre una litera colgaba algo que parecía el dibujo infantil de un arpón, sobre la otra había un recorte: «¡No son los marginados los que deben integrarse en la sociedad, sino los integrados quienes deben salir de ella!»

A Vera le gustaba.

Ahora estaba sentada a la mesa, pintándose las uñas de negro.

No le estaba yendo demasiado bien.

Era el momento de la noche en que nunca nada iba demasiado bien. La hora de la vigilia. A menudo se quedaba en vela, esperando, se quedaba sin dormir durante largas horas nocturnas y entre convulsiones. Pocas veces se atrevía a dormir. Cuando finalmente se quedaba dormida era más bien una especie de colapso. Se desplomaba, o caía en un inquietante sopor.

Hacía tiempo que le pasaba.

Se trataba de su psique, como para tantos de su condición. Una psique que había sido herida y mutilada tiempo atrás.

En su caso, que difícilmente podía decirse que fuera único pero que tenía sus pormenores particulares, había dos cosas que la habían herido. O mutilado. Una, el manojo de llaves. La había herido tanto física como mentalmente. Los golpes del gran manojo de su padre habían dejado cicatrices visibles en su rostro e invisibles en su alma.

Le daba palizas con el manojo de llaves.

Con más frecuencia de lo que se merecía, pensaba Vera. Ignorando que un niño nunca se merece un golpe en la cara con un manojo de llaves, Vera asumía su parte de culpa. Sabía que era una niña difícil. Entonces no sabía que era una niña difícil en una familia disfuncional con dos padres que hacían pagar por lo que ellos no sabían manejar a quien tenían más cerca.

Su hija Vera.

Fue el manojo de llaves lo que la hirió.

Y fue lo que le sucedió a su abuela paterna lo que la mutiló.

Vera quería a su abuela y su abuela quería a Vera, y con cada manojo de llaves que aterrizaba en el rostro de Vera su abuela se encogía cada vez más.

Impotente.

Y angustiada, temerosa de su propio hijo.

Hasta que se rindió.

Vera tenía trece años cuando sucedió. Estaba de visita con sus padres en la granja de su abuela en Uppland. El alcohol que habían traído siguió el patrón habitual y unas horas más tarde su abuela se fue. No tenía fuerzas para ver y escuchar la miseria de siempre. Sabía lo que venía a continuación: el manojo de llaves. Esta vez, cuando finalmente llegó el momento, Vera se escapó y salió corriendo en busca de su abuela.

La encontró en el granero. Colgada de una soga gruesa atada a la viga interior.

Muerta.

Fue un shock terrible, pero ahí no acabó la cosa. Le fue imposible comunicarse con sus padres tremendamente ebrios, así que tuvo que hacerlo ella misma. Bajar a su abuela de la viga y tenderla en el suelo. Y llorar. Durante horas estuvo sentada al lado del cadáver, hasta que los conductos lacrimales se le secaron. Eso la había dejado mutilada.

Y por eso le costaba aplicarse el esmalte de uñas negro recién encontrado. Se le salía por los bordes de las uñas. En parte porque sus ojos estaban velados por el recuerdo de su abuela, pero también porque temblaba.

Le pasaba cuando pensaba en Jelle.

Casi siempre lo hacía cuando se quedaba en vela, y pensar en él dolía demasiado. Pensaba en él, en sus ojos, que tenían algo que se le había quedado grabado desde la primera vez que coincidieron en la revista. Él no miraba, veía. Eso pensaba Vera: era como si la viera, como si viera más allá de su ajada apariencia, incluso la que hubiera tenido en otro ambiente.

O más bien la que habría podido tener, de no haberle faltado las herramientas adecuadas y de no haber acabado en las compañías equivocadas, de no haber iniciado su personal travesía del Gólgota de institución en institución.

Era como si viera a la otra Vera. La fuerte, la original. La que hubiera podido llenar cualquier plaza y cualquier casa de cultura.

Si hubiera quedado algo de ella.

Pero no es así, pensó, lo que hubo lo arrancaron hasta los cimientos. Pero ¡nos ha caído la ayuda de Postkodlotteriet!
[1]

Y entonces sonrió un poco y se dio cuenta de que la uña del meñique le había salido bastante bien.

8

Al hombre que estaba echado en la cama le habían realizado un par de discretas incisiones en la cara para borrarle un par de bolsas bajo los ojos como por arte de magia. Por lo demás estaba intacto. Su pelo canoso era corto y espeso, se lo recortaba cada cinco días, y del resto de su cuerpo se encargaba en su gimnasio privado, una planta más abajo.

Mantenía la vejez a raya.

Desde la cama de matrimonio en su dormitorio podía ver la cercana torre de Cedergren, el célebre punto de referencia de Stocksund. En sus inicios una tremenda fanfarronada, la torre había sido construida a finales del siglo XIX por el ingeniero de montes Albert Gotthard Nestor Cedergren.

El hombre tendido en la cama vivía en Granhällsvägen, frente al mar, en un edificio considerablemente menor. Poco menos de 420 metros cuadrados, con vistas al mar. Pero tendrían que bastar. Al fin y al cabo, también tenía su pequeña perla en la isla de Nordkoster.

Ahora estaba echado boca arriba, recibiendo un masaje, un suave y exclusivo masaje por todo el cuerpo, incluso en la ingle. Un placer que bien valía esas veinte mil coronas de más que había costado.

Estaba disfrutando.

Hoy conocería al rey.

Tal vez «conocer» era una palabra poco precisa. Asistiría a una ceremonia en la Cámara de Comercio de la que el monarca del país sería el protagonista. Y él sería el protagonista número dos, ya que la ceremonia se celebraba en su honor. Le concederían una condecoración por la compañía sueca más próspera en el extranjero del año pasado, o como sea que fuera la formulación exacta.

Como fundador y director gerente de Magnuson World Mining AB.

MWM.

Él era Bertil Magnuson.

—¡Bertil! ¿Qué te parece este?

Linn Magnuson entró deslizándose en el dormitorio envuelta en una de sus creaciones. Era el de color cereza una vez más, el que había llevado la otra noche.

—Bonito.

—¿De veras? ¿No crees que es un poco demasiado…? Ya sabes…

—¿Provocativo?

—No. ¿Demasiado sencillo? Ya sabes quién estará allí.

Bertil lo sabía muy bien. La flor y nata del mundo de los negocios, algunos nobles aupados, unos cuantos políticos bien seleccionados, no de nivel gubernamental pero casi. A lo mejor Borg haría acto de presencia durante unos minutos si tenía suerte. Siempre le daba un poco más de lustre adicional. Desgraciadamente, Erik no aparecería. Acababa de tuitear lo siguiente: «Bruselas. Reunión con algunos mandatarios de la Comisión. Espero que me dé tiempo de ir al peluquero.» Erik siempre se esmeraba con el físico.

—¿Entonces este? —preguntó Linn.

Bertil se incorporó en la cama. No como reacción al siguiente pase de su esposa, ataviada con una preciosidad roja y blanca que había encontrado en Udda Rätt, en la calle Sibylle, sino porque le empezaba a apretar.

La vejiga.

Últimamente había tenido algunas molestias. Las visitas al baño eran más frecuentes de las que un hombre de su posición tenía tiempo para atender. Hacía una semana, se había encontrado con un catedrático de geología que a punto estuvo de darle el susto de su vida. El hombre en cuestión le había contado que llevaba padeciendo de incontinencia desde que cumpliera los sesenta y cuatro.

Bertil tenía sesenta y seis años.

—Creo que deberías elegir este —dijo.

—¿De veras? Sí, tal vez. Es un vestido exquisito.

—Tú también.

Bertil le dio un pequeño beso en la mejilla. De buen grado le habría dado algo más. Linn era una mujer extraordinariamente guapa para sus cincuenta años y él la amaba, pero la vejiga lo obligó a abandonar su cuerpo y salir de la habitación.

Se sentía nervioso.

Era un gran día para él, en muchos sentidos, y aún mayor para MWM. Su compañía. Los últimos días, las críticas contra sus prospecciones en el Congo se habían recrudecido, sobre todo después de la noticia del galardón que recibiría. Le llovían los ataques desde todos los bandos, la prensa escribía sobre la compañía y la gente se manifestaba contra los dudosos métodos de la compañía, los abusos, la violación de los derechos humanos y todo lo demás que se inventaban.

Llevaban tiempo machacándole; desde siempre, le parecía a Bertil. La gente siempre busca defectos a cualquier sueco a quien le vaya bien en el extranjero. A MWM le iba todo bien. La pequeña compañía que en su día había fundado con un colega, había crecido hasta convertirse en un conglomerado multinacional de grandes y pequeñas sociedades esparcidas por todo el mundo.

Hoy en día, MWM era un actor de peso en la escena mundial.

Con una vejiga un poco demasiado pequeña.

Finalmente había despertado en la cabaña, mucho después de la hora en que debía haberla abandonado. A Axel no le importó. Olivia había culpado a la fiebre, a la ropa empapada, a la «caída», como la llamaba él. Él seguía sin inmutarse. Cuando intentó explicarle que normalmente solía despertarse muy temprano, Axel le preguntó si quería quedarse una noche más. Por un lado —el de Axel— quería, pero por otro tenía que volver a casa.

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