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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (11 page)

BOOK: Los hombres de paja
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Mi padre era un espectador de televisión semiprofesional. Según recordaba, había cintas de vídeo por toda la casa. ¿Dónde se habrían metido ahora?

Fui otra vez a su estudio, a grandes zancadas. Tampoco estaban ahí, aunque sí había un segundo vídeo, instalado en un estante bajo. No me molesté en mirar los cajones o el armario. Ahí no había ninguna. No había ninguna en la casa ni en el taller, ni siquiera en el garaje. Intenté recordar el penúltimo día de Acción de Gracias, cuando me digné quedarme veinticuatro horas en la casa. No recordaba no haberlas visto. Estuve bastante bebido todo el tiempo.

Tal vez mi padre había acogido el DVD como el amanecer de una largamente esperada y nueva era del entretenimiento doméstico, o había declarado la muerte de las cintas de vídeo y hecho una hoguera en el jardín. No lo creía. Seguro que Dyersburg tiene un vertedero, pero tampoco podía imaginarme esa posibilidad. Aunque con los años hubiera descubierto que cada vez había menos cosas que tuviera ganas de ver, no por eso iba a deshacerse de todos sus programas favoritos. Empecé a preguntarme si crear la ausencia de algo casi imperceptible podría ser una sutil forma de atraer la atención de alguien que te conociera bien, que supiera bien qué cosas deberían rodearte.

O era eso, o yo estaba perdiendo la objetividad, haciendo demasiado grande una bola que no tenía ningún sentido. Ya había registrado toda la casa. No importaba que ahora tuviera una idea —aunque fuera espuria— sobre qué buscar. Ya había fracasado. Empezaba a tener hambre y a estar enfadado. Si tenían que decirme algo, ¿por qué todo aquel subterfugio? ¿Por qué no me lo dijeron por, teléfono? ¿O no le dejaron una carta a Davids? ¿O no me mandaron un e-mail? Aquello no tenía sentido.

Sin embargo, ya sabía que solo dejaría la casa cuando fuera para mi bien. Era mejor asegurarse. Uno quiere que la cicatriz sea lo más resistente posible.

Encendí las luces exteriores y eché un vistazo al porche. Ninguna de las tablas del suelo estaba suelta, y no creía que hubiera espacio para nada ahí debajo. Había una gran caja de madera apoyada a un lado, pero un par de agotadores minutos dejaron bien claro que no contenía más que leña para el fuego y arañas. Bajé los dos escalones que conducían al jardín, hice unos cuantos pasos y le dediqué una mirada irritada a la casa.

—Chimenea, tablas horizontales, contraventanas. Las habitaciones superiores. Su dormitorio. La habitación de invitados.

Entré de nuevo. Al pasar por el estudio de mi padre, algo me atrajo por el rabillo del ojo. Me detuve, retrocedí un paso y miré adentro, sin estar muy seguro de qué había sido lo que llamó mi atención. Lo capté al cabo de un par de segundos: el vídeo.

Como si fuera idiota, no había mirado dentro de los reproductores. Entré en el estudio, me agaché y observé el aparato hasta que encontré el botón de expulsión. Lo apreté y se produjo un irritante chirrido, pero no ocurrió nada. Entonces me di cuenta de que era porque la ranura estaba tapada con cinta aislante negra.

¿Para evitar que alguien pusiera una cinta dentro? ¿Para que mi padre no lo hiciera accidentalmente? Difícil de creer; si el aparato estuviera estropeado, lo habría remplazado.

Intenté retirar la cinta, pero resultó ser lo bastante fuerte para mantener pegados un par de planetas. Saqué el cuchillo que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Era de dos hojas. Una larga y afilada, para cortar. La otra era un destornillador. Es sorprendente lo a menudo que uno echa mano primero de una y luego de la otra. Saqué la cuchilla afilada y atravesé la cinta por la mitad.

Había algo dentro de la ranura. Corté y arranqué los restos de la obstrucción hasta que el botón de expulsión funcionó. La máquina chirrió con agresividad y la ranura dio una sacudida. Expulsó una cinta de vídeo, un VHS estándar. Lo cogí y me quedé contemplándolo durante un largo rato.

Mientras me levantaba despacio, mi padre me llamó desde las escaleras.

—¿Ward? ¿Eres tú? —dijo.

Después de un momento de intensa impresión, mi cuerpo intentó desplazarse a toda velocidad hacia un lugar seguro que, evidentemente, tenía que estar en alguna otra parte. Quería encontrarme en un sitio completamente distinto. No sabía dónde. En Alabama, quizá. Mi cuerpo se movió en todas direcciones para llegar al rincón más seguro.

Di un salto hacia atrás, dejé caer la cinta y a punto estuve de desplomarme en el suelo. Recogí la cinta y la apretujé en mi bolsillo, de un modo apenas consciente; me sentí atrapado, culpable y en peligro. Las pisadas subieron unos cuantos escalones más, se detuvieron un momento y luego se dirigieron hacia la puerta del estudio. No quería ni ver quién era su autor.

No se trataba de mi padre, por supuesto. Solo una voz no del todo desconocida, salida de la nada en una casa en silencio. La persona que vi en el rellano fue Harold Davids, con pinta de estar nervioso, avejentado y de mal humor.

—Dios Santo —dijo—, me has dado un susto de muerte.

Solté el aire casi tosiendo.

—A mi me lo dices.

Los ojos de Davids se deslizaron hacia mi mano, y me di cuenta de que todavía sujetaba el cuchillo. Enfundé la hoja y comencé a metérmelo en el bolsillo, pero entonces advertí que era ahí donde había guardado la cinta.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté intentando parecer educado.

—Recibí tu mensaje de esta tarde —dijo levantando lentamente los ojos para volver a mirarme a la cara—. Llamé al hotel. No estabas en tu habitación, así que me dije que quizá estuvieras por aquí.

—No he oído el timbre.

—La puerta delantera estaba entreabierta —replicó con cierta impaciencia—. Temí que alguien hubiera oído que la casa estaba desocupada y la hubiese asaltado.

—No —dije—. Era yo.

—Ya lo veo. Ya puedo dar la crisis por terminada.

Alzó una alegre ceja y los latidos de mi corazón se ralentizaron hasta volver a su ritmo normal.

Una vez en el recibidor me preguntó por qué le había llamado. Le dije que no era nada, un asunto menor en los papeles del testamento que finalmente pude aclarar por mí mismo. Asintió distante y avanzó hacia el salón.

—Qué habitación más hermosa —dijo un momento después—. La echaré de menos. Si es necesario puedo pasar por aquí de vez en cuando y recoger el correo que quizá aún llegará.

—Qué bien.

No albergaba ningún sentimiento hostil hacia él, pero tampoco quería quedarme más tiempo en la casa. Regresé al estudio de mi padre para apagar el ordenador. Ya antes había caído en que llevaba conmigo una memoria extraíble, y siguiendo un impulso hice una copia de seguridad del disco duro.

Cuando salí tras apagarlo todo, Davids estaba ya en la puerta, con aspecto enérgico otra vez.

Caminé con él por el sendero del jardín. No parecía tener prisa por volver a sus asuntos, y me preguntó qué planes tenía para la casa. Le dije que no sabía si quedármela o venderla, y acepté la oferta implícita de sus servicios para ambos casos. Permanecimos junto a su coche durante unos cinco minutos, charlando de cualquier cosa. Creo que me recomendaba restaurantes. Yo no tenía hambre.

Finalmente se agachó para sentarse en el asiento del conductor y se ató el cinturón con la determinación de un hombre que no tiene la intención de morir jamás. Le echó un último vistazo a la oscura silueta de la casa y luego asintió con gravedad hacia mí. Sospeché que algo había cambiado entre nosotros, y me pregunté si Davids habría archivado para ulteriores consideraciones la cuestión de qué andaría haciendo el hijo de Don Hopkins con un cuchillo en la mano que, sin duda, no era en absoluto ornamental.

Esperé hasta asegurarme de que hubiera doblado la esquina, y luego corrí hasta mi coche y me marché en la dirección opuesta.

6

Una pequeña suma de dinero y unos cuantos halagos bastaron para conseguir un reproductor de vídeo en mi habitación. O el hotel era mejor de lo que creía o el espectáculo que organicé en el bar había convencido a la dirección de que yo era un huésped cuyas necesidades merecían ser atendidas. Esperé con creciente impaciencia mientras un joven de estupidez monumental convertía una conexión de cables la mar de simple en un desastre, y luego lo eché a patadas.

Me saqué la cinta del bolsillo y la inspeccioné con mucho cuidado. No tenía nada escrito en ninguna parte. Por la cantidad de metraje que había en la bobina, debía de durar unos quince o veinte minutos, media hora como máximo.

Esperé a que llegara el servicio de habitaciones con mi café. Quería que mi entorno fuera así. Llegó al fin, todavía bien caliente. De milagro no vino acompañado con patatas fritas.

Puse la cinta en el vídeo.

Cuatro segundos de interferencias, la típica nieve que produce la falta de información.

Luego el sonido del viento y un paisaje de pastos en alta montaña. A lo lejos, una imagen de postal, los picos nevados de una cordillera vista demasiado deprisa para ser identificada. El primer plano lo ocupaba una suave pendiente cubierta de nieve, interrumpida por un edificio de aspecto severo, sin ninguna cafetería ni tienda de equipos de esquí a la vista. No se veía a nadie, no había coches en el pequeño aparcamiento. Fuera de temporada. La cámara se desplazó para mostrar otra construcción de aspecto administrativo, con amenazadoras nubes grises encima. Aquel plano duraba unos segundos, con el perceptible ruido de fondo de las mangas de un jersey que ondeaban al viento.

Corte y plano de un interior. La cámara enfocaba desde abajo, como si estuviera oculta, y la secuencia solo duraba unos segundos. Rebobiné y paré la cinta en el momento más claro de las imágenes. No tenía el mejor reproductor del mundo, y el fotograma congelado saltaba un poco, pero pude distinguir la zona común de lo que parecía ser el hotel de unas pistas de esquí. Un largo mostrador corría paralelo a uno de los lados, presumiblemente la recepción, aunque desierta en aquellos momentos. Había una gran pintura en la pared de detrás. El típico sinsentido fácil, obra de algún fraude sobrevalorado y sin talento. Podía ver la parte izquierda de una altísima chimenea, enteramente construida con piedras de río. Un fuego ornamental creaba un armonioso ambiente al fondo. Había butacas de piel de color marrón oscuro cuidadosamente dispuestas alrededor de mesas de centro en las que se exhibían esculturas de madera muy barnizadas, evocaciones sentimentales y reverentes de la vida salvaje del viejo Oeste: un águila, un oso, un nativo americano, ninguno de los cuales, por cierto, había logrado sobrevivir a ese mismo viejo Oeste con demasiada holgura.

Puse en marcha la cinta y en un segundo visionado observé que alguien estaba a punto de entrar justo cuando la escena se cortaba. Había una sombra en la pared de un pasillo que daba a la parte superior de aquel espacio, ruido de pasos contra el suelo de piedra.

Después, un último exterior, de nuevo en el aparcamiento. Parecía que hubiera transcurrido un tiempo respecto a la primera toma, suponiendo que ambas correspondieran al mismo día. El viento había amainado y el cielo era de un azul claro y salvaje. Plano medio del edificio austero, que debía de ser el mismo que acabábamos de ver por dentro. Había algunas siluetas de pie en la nieve frente al edificio. Quizá siete u ocho, aunque era difícil decirlo porque todas iban vestidas con ropa oscura y estaban muy juntas, como si conversaran. No se distinguía ningún rostro, y lo único que se oía era el viento, excepto por un momento, justo al final, cuando quien fuera que sostenía la cámara decía algo, una frase breve. Lo escuché tres veces. No logré entenderlo.

Luego, cuando una de las figuras se volvía hacia la cámara, la escena se cortó y la pantalla volvió a emitir interferencias.

Paré la cinta y observé como la luz de la pantalla saltaba y se agitaba. No sabía qué hacer con lo que acababa de ver. No era lo que esperaba. Por la calidad de la imagen se diría que aquel metraje procedía de una cámara digital. No vi ninguna en la casa. La cinta podía haberse grabado en cualquier lugar del norte o el centró de las Montañas Rocosas, Idaho, Utah o Colorado, pero también tenía ¡sentido que fuera en algún lugar de Montana, y probablemente no muy lejos de aquí. Conocía el tipo de paisaje que aparecía. Complejos residenciales para ricos, las zonas más hermosas del país transformadas en residencias privadas para que la gente de pasta pueda resbalar montaña abajo sin el temor de arrollar a alguien de ingresos medios. Algunos tienen puertas de acceso con alarma, la mayoría ni siquiera las necesitan. Pisa la línea de entrada y sabrás si eres bienvenido o no. A quien se le pase por la cabeza robar en un lugar así saldrá corriendo a toda prisa, aguijoneado hasta los huesos.

Probablemente mis padres conocían a gente que tenía casas de estas en la zona, con pistas de esquí privadas. Puede incluso que se las hubiera vendido mi padre. ¿Y qué?

Puse la cinta en marcha de nuevo.

Ruido de verdad. Música, gritos, conversaciones en voz alta. Una cara borrosa y muy en primer término, riendo escandalosamente. El rostro atravesó el plano y desapareció para descubrir un bar en las postrimerías de un día de gran y alegre bullicio. Una larga barra ocupaba un lado de la habitación, con estantes repletos de botellas y un espejo detrás. Hombres y mujeres se reunían en grupos a su alrededor, gritándose unos a otros, al barman, al techo. La mayor parte parecían jóvenes, algunos eran de mediana edad. Se diría que todo el mundo fumaba y la turbia luz amarilla estaba empañada de humo. Las paredes estaban forradas de carteles con todos los colores del arco iris o en austero blanco y negro. Una máquina de discos hacía horas extras al fondo, a un volumen tan alto que distorsionaba por igual sus propios altavoces como el micrófono de la cámara, no sería siquiera capaz de decir de qué canción se trataba.

Resultaba evidente que aquella escena era mucho más antigua que la primera de la cinta. No solo porque el vídeo pareciera una película de ocho milímetros convertida, sino porque la ropa que llevaba la gente —a menos que fuera alguna especie de elaborada y genuina fiesta retro— demostraba que aquello era una velada de principios de los años setenta. Colores horribles, téjanos horribles, pelo horrible. Tenían todos tal facha que lograban que la «formalidad» fuera algo deseable. Mi reacción fue probablemente muy parecida a la de sus padres: ¿quiénes son estos extraterrestres? ¿Qué quieren? ¿Y están ciegos?

La cámara paseaba y se mecía por el bar, con un brío que permitía suponer que el operador estaba bajo la influencia de drogas alucinógenas o, al menos, muy bebido. En cierto momento la imagen se inclinó hacia delante de una forma alarmante, como si él o ella hubiera estado a punto de caer. Siguió un eructo fuerte y prolongado que degeneró en un violento ataque de tos; mientras tanto, la cámara apuntaba hacia abajo, de modo que se veía un pedazo de suelo pringado de cerveza. Luego la mandaron de nuevo hacia arriba y se metió a toda velocidad en el barullo, como si estuviera en los autos de choque. Mis cejas se elevaban curvándose lentamente sobre mi frente con estupefacción y embarazo. Intentaba evitar la idea de que pudiera ser mi padre quien manipulaba la cámara. Algunos saludaban o soltaban un aullido cuando se cruzaban con la cámara, pero nadie dijo ningún nombre.

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