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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (10 page)

BOOK: Los hombres de paja
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—Me aseguré de que examinaran primero el cabello marrón oscuro. —Suspiró profundamente—. Coincide, John. Es el pelo de Karen.

Lo dejó a solas un rato, salió y se quedó de pie afuera en el frío, escuchando la oscuridad. Desde el edificio principal llegaban risas apagadas, y a través de las ventanas podía observar a parejas de varias edades envueltas en cómodos jerséis, planeando las aventureras caminatas del día siguiente. Había una puerta abierta al otro lado del edificio y Nina oía el estruendo de los platos que alguien, que sin duda no era su dueño, estaba lavando. Algo de pequeñas dimensiones hizo crujir la maleza, aunque no apareció nada por allí.

Cuando regresó, Zandt estaba sentado exactamente donde ella le había dejado, pero con un nuevo cigarrillo. No la miró.

Ella echó unos cuantos troncos más al fuego, sin maña, incapaz de recordar si había que ponerlos encima de los demás o colocarlos alrededor. Se sentó y se sirvió otra copa. Luego se quedó sentada a su lado toda la noche.

5

Entrada la tarde, hablé con la policía y con el hospital; y antes, con los vecinos de mis padres, los de ambos lados. He examinado todas esas conversaciones con sumo cuidado.

Llamé a la poli desde la casa, y me pasaron con el oficial Spurling; afortunadamente, no era ninguno de los que me interrogaron después del incidente en el bar del hotel. Spurling y su compañero fueron los primeros en llegar al lugar del accidente de mis padres, alertados por la llamada de un motorista que pasaba por allí. Los oficiales Spurling y McGregor permanecieron allí hasta que llegaron la ambulancia y los bomberos, y Spurling estuvo presente cuando Donald y Philippa Hopkins fueron declarados muertos a su llegada al hospital. Los cadáveres fueron identificados gracias a sus permisos de conducir, con la subsiguiente confirmación por parte de Harold Davids (abogado) y Mary Richards (vecina) en las dos horas siguientes.

El oficial Spurling fue comprensivo con mi deseo de conocer las circunstancias de la muerte de mis padres. Me facilitó el nombre de la doctora pertinente del hospital, y me aconsejó que probara con la psicología. Quise entender que me sugería que buscara ayuda psicológica, y no que empezara una carrera. Le di las gracias por el tiempo que rae había dedicado, y él me deseo lo mejor. Colgué desando no tropezarme con él cuando fuera a la comisaría a retirar mi revólver, aunque había posibilidades de que ya estuviera al tanto de mi historia. El consejo acerca de la psicología no parecía del todo falto de retintín.

Dar con la pista de la doctora fue mucho más difícil. No estaba de guardia cuando llamé al hospital, y la cantidad de tiempo que llevó obtener esa información, tras sucesivas conversaciones con hostiles enfermeras y otras voces incorpóreas y de mal talante, dio a entender que sería una suerte conseguir que se pusiera al teléfono cuando llegara. El servicio de emergencias era para los vivos. Una vez muerto, no eres más que un recuerdo poco grato, y ya no estás en sus manos.

Fui hasta allí en coche y me pasé una buena hora esperando. Finalmente, la doctora Michaels se dignó salir de su cuartel general y hablar conmigo. Debía de andar por los veintimuchos y se la veía estudiadamente agobiada y horriblemente pagada de sí misma. Después de dedicarse un rato a perdonarme la vida, confirmó lo que ya me habían dicho. Traumatismos severos en cabeza y tronco. Muerte como suele ser la muerte. Si eso era todo, ¿podía perdonarla? Era una mujercita muy madura ahora, y tenía pacientes que atender. Estuve más que contento de librarme de su compañía, y tentado de ayudarla a marcharse con un enérgico empujón.

Salí del hospital. Ya había oscurecido, un anochecer de otoño que llega temprano. Había unos pocos coches aparcados diríase que al azar en la zona reservada a tal efecto, reducidos a un anónimo y único color a causa de las altas luces verticales. Una mujer joven fumaba de pie y lloraba en silencio a cierta distancia.

Medité acerca de qué debía hacer a continuación. Después de encontrar la nota, me quedé sentado en la mesa de centro durante un buen rato. Ni el ligero mareo ni la sensación de tener el estómago removido se me pasaron. Tras examinar el resto del libro concluí que no había nada más. Sin duda la nota la había escrito mi padre de su puño y letra.

«Ward —decía con una caligrafía que no difería en nada de lo que era de esperar, ni demasiado grande, ni demasiado pequeña, ni forzada ni fingida—. No estamos muertos.» Mi padre había escrito aquello en un pedazo de papel, lo había puesto entre las páginas de un libro y lo había escondido dentro de su vieja silla; luego volvió a pegar la cinta que cubría la juntura. Una nota que negaba su muerte había sido depositada en un lugar que solo iba a ser descubierto si morían. ¿Por qué, si no, iba a estar yo solo en la casa? ¿Qué haría, si no, sentado en esa silla? El lugar donde se encontraba la nota sugería que quien fuera que la había escondido pensaba que, en las circunstancias que me habrían llevado a la casa, me sentaría en la vieja silla, a pesar de saber que era la menos cómoda de la habitación. Y según sucedió, tenía razón. Me senté ahí, y durante un buen rato. Era lógico que yo hiciera eso si ellos estaban muertos, o que al menos le dedicara una mirada a la silla, o pasara la mano por encima de la tela un instante. Eso es lo que se espera de un hijo apenado.

Pero, y ese punto me reconcomía, aquello implicaba que antes de su muerte, uno de ellos, o quizá los dos, se había dedicado a pensar qué sucedería después. Habían examinado la situación al detalle, y juzgado mi comportamiento más probable. ¿Por qué? ¿Por qué pensarían así en la muerte? Era muy raro. No tenía sentido.

Suponiendo que efectivamente estuvieran muertos.

La idea de que los últimos días hubieran sido una farsa, que mis padres, después de todo, no estuvieran muertos, resultaba difícil de afrontar. Una parte de mi corazón se regocijaba ante esa posibilidad, la parte que me despertaba todas las noches desde que Mary me llamó por teléfono. Incluso aunque no les hubiera querido y solo deseara poder echarles en cara lo de UnRealty, deseaba que mis padres regresaran. Pero cuando te hieres la carne, el cuerpo se pone a trabajar al cabo de pocos segundos. Los glóbulos blancos se acumulan en la herida, reparando y recomponiendo, arrojando hasta el último saco de arena que tengan. El cuerpo se protege a sí mismo, y lo mismo sucede con la mente. Ocurre con lentitud e indolencia, un mal trabajo ultimado por artesanos indiferentes, sin embargo, al cabo de pocos minutos también comienzan a acumularse mecanismos de defensa en torno al trauma, que liman los bordes y la sellan, si cabe, en lo profundo del tejido de la cicatriz. Como una astilla de vidrio hundida en un corte, que jamás saldrá por sí sola, y a menudo un movimiento hará que roce una terminación nerviosa y por un instante arderá como el fuego. A pesar de todo, por mucho que duela cuando eso sucede, lo último que uno quiere hacer es coger un cuchillo y reabrir la herida.

Abandoné la casa, procurando que quedara bien cerrada, y me fui a ver a Mary, en la casa de al lado. Pareció tan sorprendida como complacida con mi visita, me ofreció café y tarta en cantidades peligrosas. Sintiéndome un impostor que no merecía su amabilidad, verifiqué, tras varios rodeos, que mis padres parecían ser los mismos de siempre los días y las semanas previos al accidente, y que —como confirmó más tarde el oficial Spurling— Mary había identificado los cuerpos. Eso ya lo sabía. Me lo había dicho por teléfono cuando yo estaba abatido en una silla en Santa Bárbara. Solo quería escucharlo de nuevo. Podría haber ido a verlos a la morgue, desde luego, en lugar de pasarme dos días sentado en el hotel. No fui capaz, de lo cual ahora me avergonzaba. En aquel momento me dije que era importante recordarles como habían sido, en lugar de como un par de masas longitudinales de carne magullada. Había algo de verdad en eso. Pero lo cierto es que me daba miedo, me horrorizaba la idea, y no me apetecía.

Al marcharme de casa de Mary me fui directamente a ver a los otros vecinos. Una mujer joven abrió la puerta casi al instante, y eso me sorprendió. Tenía un aspecto seguro y saludable, y llevaba la ropa generosamente salpicada de pintura. El recibidor que tenía detrás estaba a medio pintar, en un tono que no me pareció el acertado. Me presenté y expliqué lo que les había ocurrido a sus vecinos. Ya estaba enterada, tal y como yo sabía. Me expresó sus condolencias y charlamos durante un rato. Su actitud no sugería que la noticia del accidente no hubiera llegado por sorpresa, o que uno o ambos de los Hopkins hubieran perdido el juicio de modo evidente. Y eso era todo.

Llamé a la poli, y luego fui al hospital. En el aparcamiento, después de hablar con la doctora, decidí que tres confirmaciones eran suficientes. Mis padres estaban muertos. Solo un loco seguiría esa línea de investigación. Podía hablar con Davids a la mañana siguiente, si quería —no lo había encontrado en la oficina y le había dejado un mensaje—, pero sabía que cuanto pudiera decirme me llevaría a la misma conclusión. La nota no era lo que pregonaba. No era ningún billete de vuelta desde la tumba. No podía deshacer lo que había ocurrido.

Sin embargo, tenía que haber una razón que la justificara, aunque solo fuera que uno de los dos no estuviera del todo en sus cabales. La existencia de la nota significaba algo, y yo necesitaba saber qué.

Miré en el garaje, y luego en el taller de mi padre, en el sótano de la casa. Presentía que debía buscar algo en particular, pero no sabía de qué se trataba, así que fisgoneaba un poco en todas partes. Taladros, sierras y otras herramientas de oscuro propósito. Clavos y tornillos de infinitas medidas, ordenados con pulcritud. Numerosos pedazos de madera, que habían perdido todo objetivo y se habían vuelto inexplicables tras la muerte de mi padre. Nada parecía muy claramente fuera de lugar, todo estaba ordenado con el esmero y el rigor que yo esperaba. Si el orden externo podía considerarse indicio de salud mental, mi padre siguió siendo el de siempre hasta su muerte.

Volví arriba y registré el primer piso. La cocina y el trastero, el salón, el estudio de mi padre, el comedor y la zona del porche que, tiempo atrás, había sido acristalada y convertida en solárium. Ahí fui más exhaustivo. Miré debajo de todos los almohadones y las alfombras, y detrás de cada uno de los muebles. Miré dentro de la vitrina y bajo el televisor, pero no encontré nada salvo tecnología y un par de DVD. Saqué todo lo que había en los armarios de la cocina, registré el horno y la despensa. Retiré y sacudí todos los libros que encontré, ya fueran los de la estantería del recibidor, como los que había apretujados en la cocina, según el idiosincrático estilo de mi madre, entre los paquetes de pasta seca. Había un montón de libros. Me entretuve mucho. Especialmente en el estudio de mi padre, justo a la altura del rellano, que fue donde miré primero. Revolví los cajones de su escritorio, todos los estantes, y fisgoneé en cada uno de los expedientes que había en el armario de roble. Incluso encendí su ordenador e hice una rápida búsqueda en unos cuantos archivos, pero aquello me pareció invasivo y desafortunado. Yo no querría que ningún ser amado metiera sus narices en mi portátil. Le darían ganas de desenterrarme y prenderme fuego. Pronto fue evidente que leer todo lo que había en el ordenador iba a llevarme demasiado tiempo, y que muy probablemente solo tropezaría con facturas y correspondencia de trabajo. Lo dejé encendido con la idea de insistir si todo lo demás fallaba, pero mi padre no era muy aficionado a la informática. No me lo imaginaba dejando un segundo mensaje en un lugar que no pudiera tocar con las manos.

Enseguida, comencé a estar un poco harto. No por el esfuerzo físico, que era despreciable, sino por las consecuencias emocionales. Revolver tan completamente la vida de mis padres los evocaba aún con mayor vehemencia, sobre todo en los detalles más triviales. Una fotocopia enmarcada del primer contrato de venta que cerró UnRealty, encabezada con un logotipo que, lo advertía ahora, parecía hecho a mano. Obra de mi madre, probablemente. Una libreta llena de recetas para menús infantiles, entre ellas la de una lasaña cuyo aroma percibía con solo leer la lista de los ingredientes.

Hice un alto y pasé quince minutos sentado en la cocina, bebiéndome su agua mineral. Intenté una vez más ponerme en su lugar, imaginar con lógica el siguiente paso. Aceptando que habían dejado la nota en la silla para atraer mi atención, era obvio pensar que cualquier otra nota o pista debería estar en un lugar que tuviera alguna relación con eso. No se me ocurría qué sitio podía ser ese. Lo puse todo patas arriba, ahí no había nada.

El segundo piso de la casa resultó igual de baldío. Miré bajo la cama de su habitación, busqué en todos los cajones. Tomé aire y arranqué con el contenido de su armario, prestando especial atención a lo que podía reconocer: las viejas chaquetas de mi padre, los raídos bolsos de mi madre. Encontré unas cuantas cosas —recibos, pruebas de compra, un puñado de monedas sueltas—, pero nada que pareciera tener el menor significado. Me detuve en una colección de corbatas viejas, cuidadosamente metidas en cajas al fondo de la parte del armario que le correspondía a mi padre. La mayoría no las había visto nunca.

Incluso miré en el altillo, metiéndome por una pequeña trampilla que había en el techo del rellano superior. Mi padre hasta había colgado ahí una luz, pero nada más. Solo había un par de maletas vacías y mucho polvo.

Al fin bajé de nuevo las escaleras y regresé a la silla de mi padre. Comenzaba a anochecer. No había encontrado nada y empezaba a sentirme estúpido. Quizá estaba intentando extraer del caos un orden que no existía. Me senté en la silla de mi padre y leí la nota una vez más. No decía más ni menos, por muchas veces que uno la leyera.

Al levantar los ojos, mi mirada tropezó de nuevo con el televisor. La silla estaba perfectamente alineada con el aparato, y aquello hizo que se me ocurriera algo. Si mi impresión de haberla encontrado un poco fuera de lugar era correcta, tal vez su posición no era una mera ayuda para dirigir mi atención al tapizado, sino que pretendía guiar mi mirada hacia otro lugar completamente distinto.

Me levanté y abrí las puertas de vidrio que ocultaban el espacio que quedaba debajo del televisor. Encontré exactamente lo que ya había visto antes. Un vídeo, un reproductor de DVD y dos DVD: películas antiguas. Nada más.

No había cintas. Eso era raro.

No había encontrado cintas de vídeo en toda la casa. Había dos estantes llenos de DVD en el estudio, y otro más en el segundo dormitorio. Pero ni una sola cinta de vídeo.

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