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Authors: Michael Marshall

Tags: #Intriga

Los hombres de paja (9 page)

BOOK: Los hombres de paja
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Sarah, que se tomó su responsabilidad muy en serio, le sugirió el museo de La Brea Tar Pits, los comercios de Rodeo Drive y la torre Watts, que a su entender le iban a dar una buena idea de dónde había salido L.A. y hacia dónde iba. Además, pensó para sí, en Rodeo podría sustituir esos pantalones de pana por algo un poco más
bon marché
, como a Sian —que el año pasado había ido de vacaciones a Antibes— le gustaba decir. Entonces el tipo se quedó callado un momento. Sarah pensó que ya iba siendo hora de ir hacia el restaurante mirando escaparates. Se disponía a decir buenas noches cuando él se volvió y se la quedó mirando.

—Eres muy guapa —dijo.

Aquello podía o no ser verdad —en general, la opinión de Sarah al respecto se hallaba violentamente dividida entre ambos extremos—, pero sin duda aquel comentario salía directamente de la caja de frases simpáticas con la etiqueta de «Cuidado, psicópata».

—Gracias —dijo ella desviando unos ojos resplandecientes.

Por un momento la noche pareció enfriarse, luego se calmó al tiempo que ella recuperaba el control.

—Bueno, ha sido agradable hablar contigo.

—Lo siento —repuso él inmediatamente—. Es un poco raro decir una cosa así, ya lo sé. Es que me recuerdas a mi hija. Es de tu edad.

—Ya —dijo Sarah—. Guay.

—Ha vuelto a Blighty. —El tipo proseguía, como si no la hubiera oído—. Con su madre. Estoy deseando verlas, no sabes cuánto. Recórcholis. Caracoles. Lady Di, Dios te tenga en su gloria.

Sus ojos se apartaron de ella, echó un rápido vistazo a su alrededor. Sarah supuso que se sentía avergonzado. En realidad, estaba calculando que en cuestión de veinte segundos todos los caminos convergirían a su conveniencia, las líneas visuales de todas partes. Era bueno juzgando ese tipo de cosas. Tenía ese talento especial. Se acercó unos centímetros más a la chica, que se levantó.

—Bueno —dijo Sarah—.Tengo que irme.

El tipo rio, como si viera encajar todas las piezas. Agarró la mano de Sarah y tiró de ella con una fuerza inesperada. Ella soltó un grito ahogado y cayó de nuevo en el banco, demasiado impresionada para resistirse.

—Déjame —dijo luchando por mantener la calma.

El suelo parecía precipitarse a lo lejos, una vertiginosa y fluida sensación. Se sentía como si la hubieran sorprendido mintiendo o robando.

—Niña bonita. —Apretó su mano con más fuerza todavía—. Un bombón.

—Por favor, suéltame.

—Cierra la boca —gruñó él; cualquier simulacro de acento inglés se había desvanecido—. Putita ridícula.

Disparó su puño hacia arriba dando un golpe seco, compacto, que impactó directo en el rostro de la muchacha.

Sarah echó la cabeza hacia atrás, aturdida y con los ojos muy abiertos. Oh, no, pensó, su vocecilla interior floja y desmayada. Oh, no.

—Mira a tu alrededor, Sarah —dijo el tipo en voz baja y apremiante—. Mira a toda esa gente afortunada. A toda esa otra gente.

Con un gesto de la cabeza señaló la Promenade. Una calle más allá las aceras rebosaban. Gente que entraba y salía de los comercios, escrutando con la mirada los menús de los restaurantes. Cerca de Sarah y del tipo no se veía a nadie.

—Antes aquí solo había arbustos, ¿te das cuenta? Costas desiguales, rocas, conchas. Unas pocas huellas en la arena. Si te quedas callada podrás oír cómo era aquello, antes de que hubiera ninguna de estas mierdas por aquí.

Parpadeando para secar sus ojos húmedos, Sarah intentaba averiguar con quién se había tropezado. Quizá podía hacer algo, quizá había alguna pregunta final e inesperada en el examen, alguna forma de rascar el aprobado.

—Pero la gente no lo ve —continuó—. Ni siquiera lo mira. Ciegos. Voluntariamente ciegos. Atrapados en el engranaje.

La agarró del pelo y le volvió la cabeza de modo que pudiera mirar hacia Barnes and Noble. También ahí había una muchedumbre. Leyendo. De pie. Charlando. ¿Por qué iban a mirar afuera de noche mientras estaban en una librería? Y aunque alguien lo hiciera, ¿vería algo más que un par de oscuras figuras sentadas en un banco? ¿Por qué iba a parecerle extraordinario?

—Tendría que hacértelo aquí y ahora —dijo el tipo en un tono de indignación contenida—. Solo para demostrarles que se puede hacer. Que en realidad no le importa a nadie. Si te pasas el tiempo rodeado de gente a la que no conoces, ¿cómo puedes saber si algo va mal? En cinco kilómetros cuadrados de enfermedad, ¿a quién le importa lo que le sucede a un pequeño virus?

Sarah se dio cuenta de que no iba a haber ninguna «pregunta-para-salir-de-esta», ni ahora ni nunca, y reunió fuerzas para gritar. El tipo percibió que el pecho de la joven se hinchaba y de inmediato le rodeó la cara con la mano. Con dos dedos le agarraba el labio superior por la parte de arriba, estirándolo con fuerza. El grito nunca logró salir de su garganta. Sarah intentaba oponer resistencia, pero la mano la mantenía en su lugar, unida al peso del brazo que le empujaba la cabeza hacia abajo.

—Nadie nos mira —le aseguró el hombre con la misma calma repleta de odio—. Así es como lo conseguí. Puedo andar por donde nadie mira.

De la boca de la muchacha emergían ruidos confusos, intentaba decir algo. El pareció entenderla.

—No —dijo—. No están viniendo. Están en casa. Mamaíta está en la cocina, convertida en un Jackson Pollock. Papaíto está en el jardín, con la hermana pequeña. Ambos desnudos. Forman un cuadro interesante. Algunos podrían considerarlo incluso obsceno.

En realidad, en aquellos momentos, Melanie y la mamá de Sarah estaban mirando un capítulo repetido de
Los Simpson
. Era, Zoë Becker lo recordaría siempre, aquel en que George Bush va a vivir a Springfield. Michael Becker tecleaba furiosamente en su estudio, tras descubrir, según esperaba con verdadero fervor, la forma de arreglarlo todo de una vez por todas. Si pudiera definir los diez primeros minutos y encontrar la manera de venderles la idea de que ciertos personajes tenían que haber superado la adolescencia, sería fantástico. Si aquello fallaba, mierda, los convertiría a todos en adolescentes, y reubicaría los jodidos barridos de cámara frente al instituto, tal como quería Wang. A unas pocas millas de distancia, Sian Williams acababa de recibir el mensaje de Sarah, y sentía un poco de envidia por la Aventura en Solitario de su amiga.

—Si no paras de moverte —dijo el tipo—, te arranco los dientes. Lo haré. Te lo prometo. No es fácil, pero vale la pena. Hace un ruido curioso de verdad.

Sarah se quedó completamente quieta, y por un instante ninguno de los dos se movió. El hombre parecía disfrutar de estar ahí sentado de ese modo, aplastándole la boca a la muchacha hasta el límite del dolor, como si ambos compartieran un momento de intimidad en mitad de una calle ajetreada.

Entonces él suspiró, como un hombre que abandona a regañadientes una revista fascinante. Se levantó y arrastró a Sarah consigo. El reproductor de minidisc cayó al suelo con un quebradizo tintineo. El hombre lo miró y lo dejó donde estaba.

—Adiós y buenas noches, buena gente —dijo dirigiéndose en general al otro extremo de la calle—. Que os pudráis todos en el infierno. Os llevaría hasta allí con mucho gusto. —Su brazo derecho estrechó la cabeza de Sarah hasta que su mano estuvo firmemente anclada sobre su boca. Con la otra mano sostenía la bolsa llena de libros—. Pero tengo una cita, y debemos irnos.

Luego, a grandes zancadas, arrastró a Sarah por la calle hasta el callejón donde había aparcado su coche. Ella no tenía elección, tenía que acompañarle. Era alto y muy fuerte.

Abrió la puerta trasera, la agarró de nuevo del pelo y la miró muy de cerca, cara a cara. La cercanía del rostro del tipo ahuyentó cualquier pensamiento útil de la mente de Sarah.

—Vamos, querida —dijo él—. Nuestro carruaje espera.

Entonces le golpeó la cabeza con la suya justo por encima de los ojos.

Cuando Sarah dobló las rodillas su último pensamiento se había terminado ya. En su mesita de noche había un cuaderno en el que había escrito muchas reflexiones. Algunas de las más recientes eran sobre sexo: jadeantes cavilaciones acerca de una parte de la vida todavía no experimentada, pero que sabía que se acercaba. La mayor parte eran transcripciones de cosas que le había contado Sian, pero también había imaginaciones suyas, además de lo que había deducido de la televisión, las películas y una revista no demasiado indecente que había encontrado en el muelle de Santa Mónica.

El cuaderno estaba escondido, aunque no muy bien. Tras su muerte, su madre y su padre lo encontrarían y sabrían que, aquella noche, ella fue víctima de sí misma.

Nina no estaba al tanto de muchas de esas cosas, pero aquel era el suceso que describió. Cuando hubo contado lo que sabía, apuró su vaso. El de Zandt seguía intacto.

—Cuatro testigos sitúan a Sarah Becker en el banco entre las siete y doce y las siete y treinta y uno. Las descripciones que nos han dado del tipo van desde «No descrito, quizá alto» hasta «Mierda, no lo sé», pasando por «Bueno era... como un hombre». Ni siquiera tenemos una edad o un color de pelo que pueda comprobar en la base, pero sí hay dos apuntes de rubio y canoso. Dos dicen que llevaba un abrigo largo; otro, que una chaqueta informal. Nadie les vio marcharse a pesar de que el banco estaba a pocos metros de trillones de personas. Si el tipo estuvo un rato en la librería antes de acercarse a la muchacha, nadie lo vio. Otro testigo afirma haber visto un coche de color y modelo indeterminados en el callejón más cercano. Es posible que alguien moviera un cubo de basura para tapar la matrícula, lo cual es bastante ingenioso, pero exige más buena fe que la de Dios. Cualquiera habría podido mover el cubo, y además el coche estaba mal aparcado. A las ocho y quince ya no estaba allí.

»El padre de la chica llegó a Promenade a las nueve y siete. Aparcó en el mismo lugar de siempre y esperó. Cuando después de varios minutos su hija y Sian Williams seguían sin aparecer, se dirigió al restaurante. El personal le dijo que no habían servido ninguna mesa que coincidiera con su descripción, aunque tenían una acumulación a nombre de Williams. Llamó a la madre de la otra muchacha y descubrió que la cena había sido cancelada en el último momento debido a un problema con el coche de los Williams. Hemos revisado el coche, pero no podemos asegurar si lo forzaron o no.

»Michael Becker pidió hablar con la otra chica y al final consiguió saber que Sarah había dejado un mensaje diciendo que no quería molestar a su padre y que iba a matar el tiempo mientras esperaba a que la recogieran como de costumbre. Becker anduvo buscándola por la calle, arriba y abajo, y después miró en Barnes and Noble y encontró el minidisc Sony medio escondido debajo del banco. Estaba claro que era el de su hija, no solo por la etiqueta que ella le había pegado, sino porque había sido él mismo quien se lo compró. El disco que había puesto era uno del grupo favorito de Sarah. Tenía un poster suyo en la pared de su habitación. Entonces Becker llamó a la oficina del sheriff, a la policía de Los Angeles y también a su agente, lo cual es un poco extraño. Al perecer creyó que los polis le harían más caso a ella. Llamó a su mujer y le dijo que se quedara donde estaba por si la chica volvía a casa en taxi.

»Hemos rastreado toda la zona. Nada. En el minidisc solo hay huellas de la chica. Había cerca de un centenar de colillas alrededor del banco, pero ni siquiera sabemos si el culpable fuma. Uno de los testigos dijo que creía que podía ser, así que ahora mismo hay un desgraciado en un laboratorio intentando encontrar restos de ADN en una bolsa llena de colillas.

—El padre no es sospechoso.

—No en este universo. Estaban muy unidos, en el buen sentido. Aun así, durante un par de días la gente dudó. Pero no. No creemos que haya sido él, y los tiempos no encajan en absoluto. También hemos eliminado a su colega, un tal Charles Wang. Estaba en Nueva York.

Lentamente, Zandt levantó su vaso, lo vació y volvió a dejarlo. Sabía que había algo más.

—¿Y luego?

Nina bajó los pies de la mesa y alargó el brazo para alcanzar el expediente que yacía en el suelo. Dentro, además de una gran cantidad de copias de documentos, había un delgado paquete envuelto en papel marrón. Sin embargo, lo que sacó fue una fotografía.

—Esto llegó a la residencia de los Becker la tarde siguiente. En algún momento entre las cuatro y media y las seis. Fue descubierto en el suelo del camino de entrada.

Se lo acercó a Zandt. La fotografía mostraba un jersey de chica, de color lila pálido, cuidadosamente doblado formando un cuadrado. Lo habían atado haciendo un lazo con algo que parecía una cinta trenzada.

—Lo ataron con cabellos trenzados. Sarah llevaba el pelo lo suficientemente largo para que fueran suyos, y el color coincide. Los forenses han tomado muestras de sus cepillos y pronto tendremos la confirmación.

Zandt vio que su vaso volvía a estar lleno. Bebió. El whisky le escoció en la boca seca, y le provocó náuseas. Le daba la impresión de que su cabeza era un globo demasiado hinchado que flotaba tres centímetros por encima de su cuello.

—El Hombre de Pie —dijo él.

—Bueno —repuso Nina juiciosamente—, lo hemos comprobado con las familias de las víctimas de hace dos y tres años, y con todos los agentes que tuvieron que ver con las investigaciones. Estamos bastante seguros de que la naturaleza de los paquetes que dejó en aquellas ocasiones sigue siendo un secreto. Podría tratarse de un imitador, pero lo dudo. De todos modos, tengo en marcha un operativo que rastrea en todos los medios, incluso en internet, si aparecen las frases «el Repartidor» o «Hombre de Pie».

—¿Internet?

—Sí —contestó ella con sequedad—. Una cosa de ordenadores. Es el último grito.

—Es él —dijo Zandt. Solo él era plenamente consciente de la ironía implícita en su seguridad.

Ella le miró y luego, a regañadientes, rebuscó de nuevo en el expediente. Esta otra fotografía mostraba el jersey después de haber sido cuidadosamente desdoblado y puesto plano. El nombre de Sarah había sido bordado en la parte delantera, no con adornada caligrafía, sino en simples letras mayúsculas.

—El cabello que han usado para el nombre es marrón oscuro. Está más seco que el que suponemos es de Sarah, lo cual significaría que fue cortado hace tiempo.

Nina se detuvo, y esperó mientras Zandt hurgaba en su bolsillo. Sacó un paquete de Marlboro y una caja de cerillas. No había fumado en todo el tiempo que llevaban en la habitación. No había cenicero. Sus manos, mientras sacaba un cigarrillo, permanecieron casi inmóviles. No miraba a la mujer, sino solo a la cerilla mientras la frotaba: la observaba con atenta concentración, como si fuera un objeto extraño cuyo propósito hubiera adivinado por intuición. Se encendió a la tercera, pero puede que la cerilla estuviera algo húmeda.

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