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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (42 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Lo estoy, milord. Mi buena esposa también. Parece que va a nevar esta noche —la puerta crujió al cerrarse.

—Dígame, si es tan amable, ¿lady Katherine estuvo por aquí no hace mucho?

—Señor, precisamente está aquí. Ahora, por favor, deme su abrigo.

Leam dio unos pasos, entró por la puerta y se detuvo.

—Kitty —dijo con un suspiro. Sus hombros se enderezaron, mientras le miraba la cara con detenimiento, seguía por el cuello hasta los pies y volvía a la cara otra vez. El señor Milch atravesó la estancia en dirección a la cocina y salió afuera. Kitty se embriagó con la visión del hombre que amaba.

—Hola, Leam —cruzó las manos en un intento vano por detener el temblor descontrolado—. ¿Qué te trae por Shropshire?

—Supongo que debería decir la pesca —la sonrisa de él hizo que el interior de Kitty se fundiera como la miel—. Pero, en cambio, te diré la verdad. Tú me has traído, claro.

—Entonces ¿has leído el panfleto de la
Dama de la Justicia
o has hablado con mis criados?

—Kitty, Cox está preso. Lo dejé en la celda de un juez a menos de unos cincuenta kilómetros de aquí.

Ella se apoyó con más fuerza en el sofá.

—¿Así que era él? Oh, eso me tranquiliza.

—¿Cómo descubriste el asunto del camafeo? —preguntó Leam con una mirada cálida.

—Ned lo tenía en Nochebuena. Dijo que lo había encontrado unos meses antes en el camino.

—¿Y dudaste tanto de su palabra que lo relacionaste con Cox y luego conmigo? —la hermosa boca de Leam aún insinuaba una sonrisa.

—Pues sí y no. En ese momento me pareció extraño el trato tan atento que mostraba el señor Cox contigo al principio, y que después fue a menos, sin duda. También se le veía angustiado. Entonces, aquel día en el parque… —por primera vez en días sintió que el llanto la ahogaba. Estar allí a su lado, solos en el lugar donde se había enamorado de él, no era lo más indicado para su bienestar—. Ella es muy bonita y creí haberla visto antes. Entonces recordé el camafeo de Ned y me di cuenta de por qué la había reconocido. Cuando tú me dijiste que el señor Cox había perdido un objeto de valor y que creía que tú lo tenías, todo comenzó a tener sentido, aunque no estoy segura de que lo tenga. Pero sentí que debía hacer algo y, como tú no podías encontrarlo, envié la carta a la
Dama de la Justicia
esperando que la imprimiera para que él la viera y se presentara. En realidad, nunca imaginé que funcionaría tan bien —pero eso le había servido de excusa para huir.

Él movió la cabeza despacio, más tarde respiró profundamente y abrió la boca. No obstante, ella no podía permitir que hablara y le dijera cosas que no olvidaría jamás, como que la consideraba maravillosamente lista.

—Eso me daba ventaja para encontrarlo —se apresuró a afirmar ella—, pero me alegra de que lo hicieras tú porque, sinceramente, no sé qué habría hecho si él hubiese venido, excepto extorsionarlo. Pero no soy una chantajista nata. Más bien una soplona…

—Kitty, no te voy a dejar esta noche. No me pidas que me vaya de aquí pase lo que pase.

—Sólo te estaba explicando lo que me has preguntado. Ayer, Ned admitió que Hermes había encontrado el camafeo fuera del establo y lo había traído la noche de la tormenta —bajo la mirada profunda de Leam, ella sentía el suplicio habitual al conmoverse por el deseo interminable que la envolvía, tan obsesivo que la dejaba sin aliento, tan maravilloso como horroroso—. ¿Qué es lo que quería el señor Cox del camafeo?

—Lo guardaba para asegurarse de que me podía extorsionar a través de Cornelia. Según parece, cuando lo perdió, de alguna forma perdió los papeles. De ahí el disparo y las amenazas.

—Eso es absurdo.

Los ojos de Leam brillaron con más intensidad.

—¿Acaso no has leído la inscripción que hay en la parte posterior?

—No —dijo ella, y metió la mano en el bolsillo buscando la baratija. Cada vez que la tocaba sentía como si tuviese pequeños puñales. Le dio la vuelta—. Yo… yo no entiendo nada. ¿Se… se divorció de ella antes de que se casara contigo?

—Él nunca se divorció de ella. Todavía están casados como lo estaban cuando ella y yo pronunciamos nuestros votos.

El corazón de Kitty saltaba de alegría.

—¡Oh, Leam! Lo siento.

Él abrió los ojos sorprendido.

—¿Cómo que lo sientes?

—Sí, esta vez lo siento. Estoy triste por ti y también por tu hijo —se sentía triste de una manera que jamás había imaginado. Felizmente triste. De algún modo, ella sospechaba lo que vendría después. Ella lo deseaba por encima de todo, aunque no pudiera tenerlo—. Aquí está —dijo, poniendo el camafeo sobre la mesa; después se apartó—. Al menos querrás tenerlo.

—No tengo ninguna intención de quedármelo.

—Pero…

—Kitty, cásate conmigo.

Ella se tapó la nariz con la mano y parecía no poder despegarla.

—¡Oh! Es todo tan repentino —a través de los dedos vio cómo él tragaba saliva, inquieto.

—No es exactamente lo que me imaginaba que responderías —la voz de Leam revelaba su nerviosismo—. ¿Eso es un no? Después de todo, ¿deseas permanecer soltera?

La mano de Kitty se deslizó por su cara hasta la garganta.

—No —susurró ella—. Ni remotamente. Pero, pero…

—Pero quizá tienes otra oferta o simplemente deseas esperar unos meses más.

—No, no tengo ese tipo de ofertas ni de deseos —tenía que decirlo en voz alta, no importaba si era doloroso—. Pero, Leam, ¿qué hay de tus sentimientos hacia ella?… No puedo competir con eso. Antes era diferente, pero ahora que en realidad está viva… —quizá causaba mucho dolor decirlo al fin.

Leam pareció no comprenderla, hasta que de pronto entendió lo que ella sentía.

—Kitty —dijo con voz débil—, mis sentimientos hacia ella eran superficiales y desaparecieron rápidamente. Parte de la culpa con la que he cargado estos años fue por el alivio que sentí al no tener que vivir toda la vida con una persona tan diferente de mí. Me he liberado y la he dejado en la tumba. Ahora puedes despreciarme por ello, pero te dije que no deseaba tener secretos entre nosotros.

Ella lo miraba boquiabierta.

—Pero todos esos años, los rumores, la gente decía…

—Todo era fingido. Para ganarme la simpatía y la confianza.

—¿Todo? ¿En ningún momento has sentido algo profundo por ella?

—Por aquel entonces la deseaba, encaprichado como sólo un joven podía estarlo, loco, desmesurado y engreído de mi propia importancia y vanidad —él se acercó—. Pero, mi dulce niña, entonces no tenía ni idea… —su voz sonó áspera—. No sabía nada de ese anhelo de dar hasta quedar vacío, de sumergirme en ti y llenarme otra vez con cada palabra, con cada contacto. No tenía ni idea de que existías —sus ojos eran bellos, llenos de todo lo que ella había soñado.

—¿Poesía, milord? —ella apenas podía susurrar—. ¡Qué hermoso!

Él frunció el ceño.

—No juegues conmigo, Kitty. Puedes destrozarme con una sola palabra. Si tiene que ser esa palabra, dímela ya. No soy un hombre paciente, y ya he esperado demasiado para saber si alguna vez serás mía.

—Oh, Leam —le faltaba la voz—. ¿Cómo puedes preguntarme eso ahora? ¿Después de todo lo que ha pasado?

El atractivo rostro de él se sumió en la desesperación.

—Entonces es demasiado tarde para mí, o quizás he sido demasiado franco e impulsivo. Veo que me has rechazado.

—No te he rechazado. Tú… —contuvo la respiración, invadida por la angustia, el miedo y el amor que él sentía—. Te amo. Te amo con desesperación. Te amo tanto…

Él caminó hacia ella y la abrazó apasionadamente. Kitty se alzó para que la besara, para que la rodeara con sus brazos a ella y a la fantasía de su amor, ahora verdadero. Se entregó a su abrazo y deseó que fuera para siempre.

—Nunca te detengas —susurró ella y repitió—: nunca te detengas.

—Nunca. Sobre todo si me prometes que jamás dejarás de sujetarme fuerte —una sonora risa retumbó en la voz de Leam. La besó en el cuello, en la boca y en los ojos, como si en realidad no pensara detenerse jamás.

Kitty intentó apartarse de él, de su boca, mientras acercaba su mano para acariciarle la mandíbula.

—Estoy asustada, Leam —ella buscaba sus ávidos ojos—. Me asusta que puedas tener la más pequeña duda. Debes estar seguro de mis sentimientos hacia ti.

—Un hombre sólo está seguro de lo que le importa poco. Y en eso, mi amor, no hay forma de medir lo mucho que me importas. Nunca pienses que estoy seguro. Dímelo todos los días, te lo suplico, mi querida Kitty.

—No me atrevo, es muy difícil confirmarlo todo cada día —ella le acariciaba el pelo con los dedos—. Pero puedo ser tenaz si estoy bien motivada.

Leam insinuó una sonrisa a medias.

—Madame Roche dijo que eras como un sabueso. O un perro pastor. No puedo recordar por cuál se decidió.

—Vaya impertinencia. ¿Cuándo hablaste con ella de mí? —preguntó Kitty.

—En Willows Hall.

—¿Por qué? ¿Me espiabais?

—Me estaba enamorando de ti y procuraba con todas mis fuerzas no escribir sonetos sobre la divina elegancia de tu dedo meñique. Pero en el fondo necesitaba hablar de ti. Ella estaba entusiasmada —él esbozó una sonrisa. En sus ojos brillaba toda la emoción de la juventud y la pasión, toda la esperanza y el drama del poeta que ella adoraba.

—Entonces ¿por qué me dejaste? —preguntó ella.

—Temía hacerte daño. Recelaba de mi violencia por mi naturaleza celosa.

—¿Pero ya no eres así?

—No —con los dedos le acariciaba tiernamente la mejilla—. He recordado lo que es el amor: es sinceridad, es bondad, es vivir para el corazón del otro. Te amo, Kitty.

Ella le puso las manos en las mejillas y lo besó apasionadamente. Después volvió a hacerlo incluso con más pasión.

—Si lo deseas, puedes escribir sonetos sobre mi dedo meñique —murmuró—. ¿Todavía te sientes inspirado?

—Más que nunca —afirmó sobre su cuello—. Los escribiré de tu dedo meñique, también, sin mencionar las otras partes favoritas de tu cuerpo. Pero no hasta que primero les haya dado a esas partes un uso placentero.

—¿Quieres decir que vas a enseñarme más travesuras de las que los hombres hacen con sus amantes?

Él se rio.

—Si lo deseas.

—Lo deseo —puso los dedos en su corbata y comenzó a quitársela—. Pero antes tengo algo muy importante que confesarte.

—¿Más importante que tu amor por mí?

—Muy importante.

Se apartó para mirarla a la cara, y otra vez se puso serio.

Kitty deslizó la mano hasta tocarse el abdomen. Él la seguía mirando con atención. Por fin, levantó la vista hacia ella con la boca entreabierta.

—Siempre había pensado que… —ella sólo podía susurrar.

El pecho de Leam se hinchaba al respirar profundamente.

—¿Kitty?

—Estaba equivocada. Tú tenías razón. Para una mujer es muy difícil admitir tan enorme regalo…

Él la sostuvo de nuevo entre sus brazos. En esta ocasión su beso no fue simplemente de placer. El amor lo consumía y ella le daba a cambio su pasión, le ofrecía un milagro y la felicidad.

—Ya te he desnudado en esta estancia —dijo él con voz ronca. Sus manos inquietas la excitaban—. Sin embargo esta noche me gustaría hacerlo con más privacidad —la agarró de la mano y la llevó hacia la escalera.

Ella se echó hacia atrás, con una sonrisa.

—Pídemelo como un bárbaro —se puso de puntillas y le besó la barbilla—. Cuando me hablas así, sabes, siento la urgencia de lanzarme hacia ti.

Él le acarició la cara con manos cálidas y fuertes, acercó su boca hacia la de ella y la besó con una delicadeza tan embriagadora que ella tuvo que agarrarse a sus brazos para poder mantenerse en pie.

—Ven conmigo a la cama, muchacha —murmuró en escocés. Sus ojos brillaban de deseo, el que se habían confesado, y que ya había dejado de ser secreto—. Hazme el hombre más feliz esta noche.

Ella suspiró.

—¿Harás que dure para siempre?

La volvió a besar.

—Para siempre —respondió en escocés.

—Esa, milord —susurró con los labios pegados a los suyos—, es la mejor idea que he oído jamás.

KATHARINE ASHE, es profesora de Historia Medieval en la Universidad de Duke y ha vivido en California, Italia, Francia y el norte de Estados Unidos. Actualmente vive en el sudeste de este país, con su marido, su hijo y dos perros, en una casa cuyo jardín prefiere imaginar romántico en lugar de descuidado.

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