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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (34 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Es —las palabras se agolpaban en sus labios—. Hoy es mi cumpleaños.

Él sonrió, con una sonrisa pícara que penetró profundamente en el interior de Kitty.

—Sí —replicó Leam en voz baja hablando en escocés—, así es.

Él no se movía. Ella tampoco.

—¿Te han contado el plan, no es cierto?

—Sí —contestó él.

Arriba de la escalera se oían voces y pasos que bajaban. Ella tenía muchas preguntas que hacer y necesidades inconfesables que era mejor no mencionar. Miró hacia otro lado, cruzó el vestíbulo, fue hasta el carruaje y se marchó a casa.

El criado la saludó con ojos somnolientos. Le había dicho a Leam que regresara al salón tranquilamente. No podía descansar imaginándose la cita de la mañana siguiente y lo que podría significar para su madre y para él. El conde pasaría la noche fingiendo beber y jugando a cartas con Yale en algún sitio, a la vista de cualquiera que pudiera estar observando. Después, por la mañana, iría al lugar del encuentro para esperar a lord Chamberlayne.

Se sentía nerviosa, bajó hasta el sótano y colocó una tetera con agua sobre el hornillo de la cocina. Era mejor esperar a que volviera su madre y enfrentarla con la verdad, lejos de cualquier curioso.

Debía explicárselo esa misma noche.

La aldaba de la puerta principal la hizo saltar del susto. Dejó la tetera y fue hacia la escalera con los nervios a flor de piel. Apareció el criado.

—Te dije que podías acostarte, John —murmuró mientras se dirigía a la puerta principal.

—Sí, señora.

Llevaba puesto un camisón y una peluca sobre el pelo y el gorro de dormir. Abrió los cerrojos y la puerta. En la entrada había un muchacho.

—De parte de milady —soltó con entusiasmo, como si estuviera a plena luz del día. John cogió el mensaje, dejó caer una moneda en la mano del chico y cerró la puerta otra vez.

—Señora, ¿puedo prepararle una taza de té?

—No, gracias —ella abrió el sobre—. Yo puedo hacer esto…

Se oyó un golpe en la puerta de servicio en la parte posterior de la casa. Kitty y el criado se miraron y ella se encogió de hombros. Él caminó por el pasillo del sótano iluminado sólo por una vela. Tras leer la nota en la penumbra, ella bajó los hombros. Al parecer, su madre no regresaría esa noche. Serena volvía a no sentirse bien; la viuda se quedaría en la otra casa.

Kitty no podía con esta espera. Tenía que esperar por todo. Se sentía como si ya hubiese esperado toda una vida.

Se cubrió la cara con las manos, cerró los ojos y cuando los volvió a abrir, Leam estaba de pie en la puerta de entrada; la burbujeante oscuridad de la noche lluviosa perfilaba su silueta.

—¿Milady? —preguntó John, aparentemente sorprendido por encontrar a un conde en el pasillo del sótano en medio de la noche. Quizá no estaba tan sorprendido como Kitty. John no tenía ni idea de por qué el conde no debería encontrarse allí, salvo por las razones más obvias.

—Por favor, John, cierra la puerta. Puedes regresar a la cama.

Por un momento, estuvieron de nuevo solos a ambos extremos de un pasillo vacío. Esta vez, la luz apenas era suficiente para verle su hermosa cara, para apreciar el brillo de sus ojos y grabar la imagen en su memoria, antes de pedirle que se fuera.

—Esto no es una buena idea —le advirtió—. Alguien podría haberte visto entrar. Todo se podría malograr.

—Es cierto, pero también se habría podido malograr si no hubiera venido. No podía pensar con claridad. Por poco estampo el caballo contra una farola. No es la mejor forma de trabajar.

—No estarás…, no estarás borracho, ¿verdad?

—No de la forma habitual. Ahora ven aquí, ¿o prefieres que vaya yo?

Ella evitó suspirar.

—¿Nos podríamos encontrar en el centro?

Él asintió.

—Me parece bien.

Ambos cruzaron el pasillo. Ya estaba en sus brazos. Él la sujetaba firmemente contra su pecho, un cuerpo contra otro. Ella apretaba la cara sobre su chaqueta, desplegando las manos por su espalda y hundiendo los dedos en ella.

—¿Por qué has venido? —susurró Kitty.

—He venido a traerte tu regalo de cumpleaños.

Ella levantó la cabeza y, al mirarle a los ojos, se sintió inmersa en la sumisión, en una vulnerabilidad tan pura que se sumergió en ella. Intentó sonreír.

—¿Entonces qué era la hermosa partitura que recibí justo ayer si no mi regalo de cumpleaños?

La mano de Leam ascendió hasta su cara, y apenas le rozó la mejilla.

—¿Por qué haces eso? —dijo Kitty.

—Porque soy el adecuado para este trabajo. De veras, no podría ser más adecuado.

Ella pasó su mano por la suave mandíbula, adoraba sentirla. Podría estar tocándole siempre.

—Te has afeitado antes de venir.

—Un caballero no puede visitar a una dama como un bárbaro —dijo en escocés.

—Leam…

—Kitty, no he venido para hablar.

A ella se le secó la garganta. Pero intentó carraspear.

—Leam, vivo con mi madre.

—Tu madre se ha ido a casa de tu hermano a pasar la noche. Tu cuñada no se siente bien.

—¿Cómo sabes eso? ¿Por el señor Grimm?

—Nada es sagrado para los criados cuando se mezclan los rumores y las guineas.

—¡Oh, Dios mío! Tendré que decirle a Alex que se ocupe de ellos.

—La verdad es que lo escuché en el baile —replicó Leam torciendo la boca.

Ella sonrió.

Él le cubrió los labios con los suyos y la alzó del suelo. Casi sin despegarse de su boca, la besaba, la satisfacía y calmaba su anhelo, todo a la vez. Le echó la cabeza hacia atrás y la besó en la barbilla, los dedos se perdían en su cuello para volver de nuevo a su boca. Siempre con delicadeza, la punta de la lengua rozaba el contorno de sus labios abiertos. Ella suspiraba, le agarraba el abrigo con la punta de los dedos. Durante un momento, él dejó de besarla para quitarse el abrigo, después le rodeó la cara con sus manos y la besó de nuevo.

—No me basta con tu boca —le acarició el labio inferior con su pulgar, la hizo temblar y después siguió acariciándola con su boca. Sus manos, grandes y fuertes, le rodeaban los hombros, y ella se sintió segura, apreciada.

Mientras él le acariciaba el cuerpo con sus manos, desde el vientre hasta los muslos, atrayéndola, ella le rodeó el cuello con los brazos. En la posada, la había agarrado así, como si necesitara tocarla toda a la vez. Ahora deslizaba la lengua por el interior de sus labios y ella lo recibía suspirando ante la exquisita intimidad. De pronto sintió una apremiante necesidad en su interior. Cuando las manos de Leam se deslizaron desde sus hombros hasta la cintura y después rodearon sus pechos, ella lo agradeció.

—No me basta con cada parte de ti —dijo él junto a su boca, y los jadeos irregulares de su respiración hicieron eco en ella—. El contorno de tu mejilla. La curva de tu cuello. Eres la perfección, Kitty Savege —añadió, mientras sus pulgares le acariciaban el corpiño y las rodillas de ella flaqueaban—. ¿Has cantado? Dime que lo hiciste.

Ella se agarraba a sus hombros, ansiando sus caricias.

—Lo hice horrorosamente —ella apretaba sus caderas contra las de Leam, que sintió un estallido de placer en su pecho y deslizó sus manos por detrás, para empujarla contra él. Ella ya no podía respirar por el anhelo de sentirlo en su interior. Pero él no le daría eso otra vez. Se lo había dicho en Willows Hall.

—Te necesito ahora, Kitty —le levantó las faldas bruscamente—. Ahora.

Sintió el aire frío en las pantorrillas. La estaba desnudando en el pasillo. La deseaba. Ella le tiró del abrigo, empujándolo desde los hombros.

—Los criados —apenas pudo decir.

Leam se quitó el abrigo y la levantó por completo del suelo, llevándola en brazos. Así entró por la primera puerta que encontró abierta.

—¿La cocina, Leam?

La dejó sobre la encimera, cerró y bloqueó la puerta, y fue directo hasta el cuartito del fregadero. Ella miraba, confundida y temblorosa por lo que se avecinaba. Detrás colgaban hileras de cazuelas de cobre que lucían inmaculadas por el brillo rojizo de las ascuas que aún estaban encendidas en la cocina.

—Ninguna criada con el pelo enmarañado a la vista —Leam volvió del cuartito y se acercó a ella—. Me gusta ver que eres un ama comprensiva.

—Sí, ella tiene la cama arriba…

Él le tapó la boca con la suya y la sujetó contra su cuerpo. Ella hundió los dedos en su pelo mientras Leam le levantaba las faldas hasta la cadera y le apartaba las rodillas. Con una mano le acariciaba el muslo que estaba gozosamente caliente y con la otra se desabrochaba los pantalones a la vez que la besaba nuevamente.

—¿Leam? —le temblaba la voz.

Su mano le rodeaba la nuca para mantenerla cerca, luego le acarició la espalda bajando rápidamente para acercarla aún más y lograr que sus piernas se abrieran.

—No puedes decir que no —hubo un quejido. Su miembro caliente y erecto se hundió en el sexo dolorido de Kitty hasta aturdirla.

Ella sacudió la cabeza.

—¡No!

Leam frunció el entrecejo con los ojos cerrados.

—Kitty —dijo desesperado.

—¡Quiero decir que no diré que no! No podría. Oh, Leam…

La empujó hacia él, guiándola hasta que estuvo completamente dentro de ella, caliente y grueso, exactamente como Kitty había soñado. Le agarraba las caderas bajo las faldas y respiraba encima de su frente, al parecer, tenso en cada uno de sus músculos.

—Dios bendito —apenas pudo susurrar él.

Aferrada a sus hombros, ella temblaba y la satisfacción iba creciendo con rapidez hasta sentir un deseo doliente, mientras movía las caderas contra él.

—No —le ordenó él muy tenso y la mantuvo quieta—. No te muevas.

—Pero…

—Quédate inmóvil.

Ella obedeció a pesar de que todo su cuerpo vibraba. Tras un momento él acarició sus pechos presos en el corpiño. Con cuidado la ayudó a relajar la espalda y ella se recostó en sus manos. Su pulgar se deslizó bajo la tela y acarició el pezón erguido.

—Oh —lo sintió por todas partes. La hacía vibrar. Esta vez no le ordenó quedarse quieta cuando movió sus caderas contra él, embriagada por la fricción en su interior y queriendo más. Leam le permitía que se balancease con él para sentirla completamente y hacerle recordar cómo la había poseído antes y cómo la deseaba ahora. Después la cogió por las caderas y presionó en su interior. Luego lo hizo otra vez con tanta fuerza que el codo de ella golpeó la vitrina.

—Oh, Dios. Otra vez.

Ella escuchó esas palabras que salían desde el fondo de su garganta, reclinó la cabeza hacia atrás y dejó que él la poseyera. Le dejó que lo hiciera una y otra vez. El hundía los dedos en su carne cogiendo con ardor sus caderas.

Ella gemía de deseo. Apenas notó cómo su hombro golpeaba un frasco y lo desplazaba del gancho. Al caer, el frasco chocó contra la encimera y luego contra el suelo, causando dos enormes estruendos.

Ella gritó. Él la levantó y le tapó la boca otra vez con la suya, arrastrándola hacia él con más fuerza. Ella se echó hacia atrás buscando un asidero, el doloroso placer intentaba llegar al final. Su mano se topó con una sopera. Leam seguía penetrándola, haciéndola sentir. Ella gemía apoyándose en el aparador, cuando la sopera tintineante impactó contra el suelo. Pero a él no le impidió seguir y seguir pujando con vehemencia. Ella le agarró del hombro con una mano y con la otra llegó por detrás a tocar algo metálico mientras alcanzaba el clímax muy rápidamente; era una carrera en una espiral de placer. Por fin, Kitty se aferró, arqueó la espalda y él llegó al máximo de su excitación dentro de ella.

—¡Oh, Dios!

Ella deslizó el brazo alrededor de sus hombros, las cazuelas de cobre golpeaban unas con otras. Él se apoyó en la pared y, al levantarle la rodilla a Kitty, las cazuelas cayeron en cascada.

—¡Kitty!

Juntos se esforzaban por empujar cada vez más profundamente y con más ardor. Ella echó la cabeza hacia atrás y gritó, emitiendo sonidos hasta que de pronto él la agarró con fuerza y todo acabó. Ella se sintió colmada. Quería reír y llorar a la vez. Se abrazó a él, ya sin aliento y con escalofríos.

Kitty respiró profundamente. Los pechos de ambos se movían uno contra otro, profundamente unidos, y los brazos de Leam la rodeaban con fuerza. Él posó la boca en su frente. La besó ahí, después en la sien, en los párpados y en la nariz.

Una luz centelleaba en el filo de la amplia ventana a nivel de la calle. Luego volvió a aparecer, moviéndose con rapidez para iluminar la cocina.

—Ay, Dios —a ella se le salían los ojos de las órbitas—. ¿Puede ser el sereno?

Él se apartó y comenzó a poner las ropas en orden. Cuando se abrochó los pantalones, le cubrió a ella las piernas con las faldas, la bajó de la encimera y la puso delante frente a la puerta, en el momento exacto en que la luz del farol hizo que todas las cazuelas y los platos rotos del suelo brillaran.

Leam abrió la puerta, Kitty miró a su alrededor y se encontró con los azorados ojos del criado, el ama de llaves y el remilgado cocinero francés de su madre. John estaba ruborizado y el cocinero, enfadado. El ama de llaves levantó las cejas y sus labios temblaban desaprobando la situación. La señora Hopkins hizo una reverencia.

—¿Va todo bien, milady?

Kitty se alisó el pelo.

—Por supuesto. Yo… ¡Oh, Dios mío!

Alzó la mirada y sintió a sus espaldas que Leam se reía entre dientes.

—Señora Hopkins, monsieur Claude, lo siento…

Se oyó el golpe de una puerta al cerrarse en el vestíbulo del piso de abajo.

Por un instante, nadie se movió. Agarrándola por la cintura, Leam abrió la puerta de la cocina. Una luz tan clara como la del día penetraba por las ventanas de la cocina.

—Me temo que es el sereno —murmuró Leam sonriendo. Ella quería darse la vuelta, taparse la cara con las manos y besarlo con todo su ser.

La campana de la entrada sonó como las campanas de la iglesia por Pascua, como un carillón completo. Y volvió a sonar por segunda vez.

—Pero ¿qué pasa? —murmuró ella.

—Va a despertar a todo el vecindario —advirtió el ama de llaves, dando un repaso tanto a Kitty como a Leam.

—Alguien debe salir —dijo Kitty—. John.

El criado se dirigió hacia la escalera mordiéndose el labio. Leam lo siguió hasta el rellano y se detuvo en la sombra. En el silencio elocuente todos escucharon cómo se abrían los cerrojos. Después se oyó un murmullo de voces.

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