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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (37 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Que te había hecho daño. Eso es todo.

Todo estaba olvidado, el parque, el objetivo. Nada era más importante que lo que finalmente, en voz alta, dijo por primera vez y a este hombre:

—Él me dijo que ningún otro hombre me querría. No para algo más que un flirteo. Me lo dijo cuando apenas tenía quince años. Me lo volvió a decir a los diecinueve, muchas veces. Yo estaba deshonrada y no podría tener niños. Yo era joven y creía que estaba enamorada de él, me dijo que un caballero sólo me aceptaría por la dote, si es que me aceptaba, y que después se llevaría una decepción —no quería contar esas cosas. Quería decir que la locura de su juventud ya no volvería a influir en ella, y que lo amaba. Quería lanzarse en sus brazos porque la miraba como la noche anterior, cuando estuvo dentro de ella y se sentía incapaz de hablar.

—Te quiero —dijo él.

Ella no creía que fuera posible, no después de anoche, cualquier cosa menos seguir soportando no saber cuánto la deseaba. ¿En qué medida? Pero no podía encontrar las palabras.

—Maldito Gray y todo lo demás —dijo él en voz baja—. Kitty, esta tarde, ¿estarás en casa para recibir visitas? No, quiero decir, ¿para mí?

—Por supuesto, Leam…

—Sólo para mí. En tu salón —sus ojos brillaban—, ¿con las cortinas corridas, la puerta abierta, los sirvientes preparados en el vestíbulo? —Él sonreía.

—Estás muy raro —su corazón se aceleró y entonces las palabras que deseaba decir salieron deprisa y fuertes—. Sí —susurró en cambio, porque esta entrega incondicional era nueva y se merecía lo que él le había pedido, a pesar de que ella ansiaba decírselo todo ahora; no quería esperar más.

Se oyeron unos cascos en la hierba. Kitty apartó la mirada y lord Gray desmontó. Mientras se acercaba, ella sentía a Leam a sus espaldas, su fuerza y el dominio profundo de su corazón. La felicidad hizo aflorar su cortesía.

—Lady Katherine —el vizconde le hizo una reverencia. Se volvió hacia Leam—. Me encontré con Yale en el Club esta mañana. Ya me lo ha contado todo.

—Yo le dije que lo hiciera.

Kitty le lanzó una mirada a Leam. Su rostro estaba tenso pero sus ojos aún brillaban.

—Le pedí que viniera por otra razón —añadió—. Necesito que usted se disculpe ahora con lady Katherine por agobiarla con sus peticiones y para asegurarle que en el futuro no le hará otras similares.

Lord Gray miró hacia otro lado.

—Veo que llevas los perros contigo a pesar de tu indumentaria.

—Ciertamente.

—¿Entonces, finalmente, ya has terminado?

Leam asintió.

El vizconde respiraba lentamente. Se volvió hacia ella.

—Milady, en nombre del rey y del país al que sirvo, le transmito mi gratitud hacia usted y le aseguro que no la buscaremos para pedirle ayuda otra vez. Creo que hemos cometido un error con la información de que disponíamos de lord Chamberlayne. Por supuesto, continuaremos persiguiendo a los rebeldes, su hijo inclusive, pero lord Chamberlayne está libre de cualquier sospecha.

—Y ahora la disculpa —lo exhortó Leam.

Lord Gray hizo una reverencia.

—Le ofrezco mis más sinceras disculpas, señora.

—Las acepto, milord.

—Bien hecho, Gray —la voz de Leam era firme—. Ahora puedes irte al infierno.

El vizconde asintió con una sonrisa.

—Respecto a Cox, todavía quieres que Grimm siga buscando, me imagino.

—De momento sí.

Kitty los miró a ambos.

—¿El señor Cox de Shropshire?

Leam enarcó una ceja.

—Veo que mi presencia se ha hecho de trop —lord Gray hizo una reverencia—. Milady, Blackwood —se dirigió a su caballo, montó en él y lo espoleó.

Ella se volvió hacia Leam.

—¿Por qué no me lo has dicho? ¿El señor Cox está envuelto en todo esto también?

Él se acercó.

—No es un asunto de Gray —de nuevo su mirada se centró por completo en ella, y le examinó la cara—. Tan pronto como sepa algo más, te lo diré. Pero ahora debes irte a casa para que yo pueda visitarte como corresponde.

Ella podría sumergirse en esa mirada y nunca salir.

—Aunque no sé por qué…

—Kitty —él sonreía—. Aquí no, aquí no puedo —sus ojos resplandecían.

Un carruaje se acercaba. Él lo miró fijamente y esa mirada perdió su intensidad embriagadora… hasta llenarse de inquietud.

Ella se dio la vuelta.

Por las escalerillas de un elegante carruaje negro descendió, con la ayuda de un criado, una dama que miró hacia ellos. Llevaba un vestido de paseo de seda azul pálido adornado en los hombros, guantes de color cielo invernal y en su brazo, un pequeño parasol ribeteado con puntillas. Un amplio sombrero con un ala de encaje, inclinada airosamente hacia un lado, dejaba al descubierto unos tirabuzones rubios y unos labios como pétalos de rosa.

Leam palideció, con cara de desolación.

—¿Leam, quién es ella? —pero en el abismo de su estómago y en su corazón confiado, Kitty lo sabía. Nunca había merecido ser feliz de verdad.

Desde luego, era un ángel que venía a arrebatarle el cielo ahora que ella estaba en el umbral.

Capítulo 24

—¿Quién es ella? —repitió Kitty ahora con un susurro.

—Ella es… es mi… —Leam se esforzaba por respirar con cordura. No podía ser. Evitaba contemplar aquella fantasmal elegancia serena, de la mujer que tenía delante.

Pero los bonitos ojos de Kitty estaban en tensión.

—¿Tu…?

Las palabras salieron con dificultad.

—Mi esposa.

—¿Acaso tiene una hermana gemela?

Kitty torció la boca, temblorosa, y todo el cuerpo de Leam se entumeció. Ella era perfecta, y quería agarrarla y estrujarla contra él para no soltarla nunca. Pero Cornelia se acercaba, con el parasol colgado del brazo haciendo un ligero movimiento de vaivén. No era una gemela, incluso era idéntica, podía reproducir aquellos ojos azules, aquella sonrisa delicada siempre un poco insegura que nunca había fallado al hacerle el nudo de la corbata, los hoyuelos de sus mejillas y su delicada forma de andar. Los seis años no habían pasado para ella, aún era maravillosamente bonita, y venía directamente hacia él.

Leam la miró fijamente.

Ella se detuvo a unos dos metros, el ala del sombrero protegía su cara del sol. Sus labios esbozaron una sonrisa temblorosa.

—Buenos días, esposo mío —su voz no había cambiado, ligera y tímida, era como una pesadilla. Hizo una reverencia bajando su cabeza con elegancia.

Kitty dio media vuelta y se dirigió directamente a su carruaje.

Leam dejó de mirar a Cornelia y fue tras ella. Ella intentó evitar que la tocara, pero él le obligó a aceptar su mano para ayudarla a entrar en el carruaje. Estaba temblando. No quería mirarlo a los ojos. Él estaba mareado por la conmoción.

—Kitty, di algo —su voz sonó triste.

Ella puso las manos sobre su regazo.

—Felicidades, milord.

—¿Qué?

Él tuvo que apartarse para que subiera el cochero. Erguida y con la barbilla alta, Kitty miró hacia delante.

—Vamos —le dijo al cochero. El hombre chasqueó las bridas y Leam dio un paso atrás cuando el carruaje se puso en movimiento.

La mujer que había llegado a amar más que a su vida se alejaba, y él se sentía incapaz de mirar a la mujer que, seis años antes, le había cambiado la vida para siempre. Ella, James y él mismo habían participado en un enredo inmoral y lamentable.

Dio media vuelta y caminó a grandes pasos hacia Cornelia. Ella retrocedió.

—¿Leam? —clavó sus ojos azules en él—. Todavía eres muy guapo. ¿Esos perros son tuyos? ¿Quién era esa dama y por qué me ha interrumpido?

—¿Interrumpirte? —Leam movió la cabeza—. Yo… —casi se quedó mudo—. Aunque… —se esforzaba por hablar—, tú… —pero las palabras no fluían fácilmente—. Habías muerto —no podía respirar. Su mundo se había vuelto del revés—. Yo te enterré.

—Pero estoy aquí, como puedes ver —sus labios rosados temblaban igual que sus pequeñas manos sujetando el parasol—. Leam, me estás asustando.

—¿Quién es la mujer que reposa en la tumba de Alvamoor? ¿Mataste a alguien con el fin de hacerla pasar por ti y falsificar tu muerte?

—¡No! ¡Tú sí que mataste a alguien! ¡A James! —sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas y se fue corriendo hacia el carruaje. Él la siguió muy de cerca. El criado la ayudó a subir. Una dama mayor vestida de negro miró a Leam desde el interior.

—Vamos, Frank, vamos —Cornelia le gritó al cochero agitando los brazos—. ¡Rápido! Sabía que no debía hacerlo.

Leam cogió el caballo principal del carruaje y lo agarró por la brida. El cochero los miraba a uno y a otro.

—No muevas el carruaje o tendré que usar el látigo contigo —le espetó Leam al cochero.

—Frank, no lo hará, él no es de esa clase de hombres. Vamos.

—Han pasado cinco años y no soy el mismo, Cornelia. No tienes idea de lo que ahora soy capaz de hacer.

—De acuerdo, milord —dijo el cochero.

—Leam, estás montando una escena —exclamó Cornelia.

Otro carruaje y un par de jinetes se detuvieron, los caballeros y las damas miraban el espectáculo sin la más mínima discreción.

—Dime cuál es tu dirección en Londres y entonces te veré allí un momento para hablar en privado —ni él mismo podía creer sus propias palabras. Sus latidos iban tan acelerados que no podía pensar.

—Calle Portman, 25, número 4.

—Me verás allí en media hora o te perseguiré hasta encontrarte, Cornelia.

—Sí, lo prometo —ella cerró los ojos—. Ahora arranca, Frank.

Leam soltó el caballo y dejó que el carruaje pasara por delante de él. Hermes lo siguió corriendo unos metros, después volvió a su lado dando brincos. Él se quedó mirando el agua del lago Serpentine, fría y gris bajo el cielo azul pálido. Después, se dirigió hacia su caballo, le dio una moneda al muchacho que se lo había guardado y partió para afrontar su pasado.

La dirección del apartamento de Cornelia era de apariencia modesta, pero correcta. Leam examinó rápidamente la vestimenta aseada de los criados que le atendieron y la sala de espera a la que le condujeron para esperar a su esposa.

No le hizo esperar demasiado. Al entrar, lo miró, después se acercó al aparador y se sirvió una copa de jerez. Con manos temblorosas se lo bebió de un trago.

—¿Te has dado a la bebida durante tu ausencia? —Leam la estudiaba. Sin guantes, chal ni sombrero, se parecía mucho más a la chica que había conocido por primera vez, pero ahora había un titubeo en sus ojos.

—No, es para los nervios —se volvió hacia él, apretando las manos contra el aparador a sus espaldas—. Estás alterado.

—Ya. No te habrías aparecido ante mí como un fantasma si no hubieses querido impresionarme.

Ella fue hasta la ventana, cogió las cortinas y se tapó la cara.

—No sabía cómo, pensé en todas las formas posibles… —lo miró de costado, sus pestañas doradas se agitaron—. Tenía tantas ganas de verte que no sabía cómo hacerlo.

—¿Dónde has estado, Cornelia? —preguntó sin alterarse y una extraña calma lo invadió.

—Aquí y allá.

—¿Exactamente dónde?

—Ya no tiene importancia, ¿no es así? Ahora estoy aquí.

—Para mí sí que la tiene y mucha. ¿Dónde?

Ella se acercó un poco, aferrada aún a las cortinas y mirando la botella del aparador.

—En Italia.

—No me mientas, ya no es necesario.

Ella no paraba de moverse.

—Estuve en Italia. Durante tres años.

—¿Y antes de eso?

—En América. Ya odiaba aquello. Me puse contenta al marcharme.

—¿Quién te mantiene? —preguntó él.

Ella abrió los ojos como platos.

—¿Mantenerme?

—Tu amante, Cornelia. Tu protector. Dime su nombre.

—¿Por qué? —gritó—. Así podrás… —se tapó los labios para callarse—. No tengo ningún amante.

—Entonces —dijo Leam señalando a su alrededor—, ¿quién te está manteniendo aquí? Últimamente no recuerdo que mi abogado me pidiera fondos para enviarlos a mi esposa muerta.

—No te burles, Leam —ella frunció el ceño—. Nunca quise que me creyeran muerta. Te juro que no.

—¿Quién, Cornelia?

—¡Mis padres! —se desplomó en una silla tapándose la cara con las manos—. Cuando hui, ellos me ayudaron a escapar.

Leam carraspeó por el frío que sentía en su garganta.

—Tus padres estuvieron en tu funeral. ¿Saben tus hermanas y hermanos que todavía estás viva?

Ella levantó la vista y el brillo de las lágrimas en sus mejillas la embellecieron.

—No, sólo mis padres. Ellos estaban tan asustados como yo por lo que me pudieras hacer.

—Entonces, sabían que habías tenido una aventura con mi hermano.

Sus labios temblaban. Asintió.

—¿Qué vas a hacer ahora, Leam?

Él apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas.

—Durante más de cinco años, Cornelia, me hiciste creer que te habías suicidado. Y que yo te había conducido a eso —él no podía seguir mirándola. Cruzó la sala hasta el aparador y se sirvió un brandy. Después de bebérselo de un trago, se sirvió otro.

—Milord, ¿te has dado a la bebida durante mi ausencia?

Sentía un hormigueo en la nuca. La voz era hosca y más dura de lo que nunca la había oído. Ya no era una chica aunque lo siguiera pareciendo.

—¿Quién está en el mausoleo de los Blackwood, Cornelia? —le hablaba de espaldas a ella.

Hubo un momento de nerviosismo.

—No lo sé.

—Llevaba tu vestido, el que te compré en el viaje de novios. Y tu anillo de casada —durante las semanas posteriores al descubrimiento del cuerpo no había permitido que el ama de llaves tocara los sucios harapos llenos de barro ni el anillo de oro y diamantes. Así había pagado por cada uno de los días transcurridos. Fue su propio infierno en vida.

—Los tenía cuando me escapé en busca de mis padres. Pensé que ellos estarían en la ciudad pero no fue así. Entonces vendí el vestido y el anillo a una chica en la calle para tener dinero y poder alquilar una habitación pequeña. Era horrorosa, sucia y con ratas. No dormí. Pero pude escribir a mis padres, y ellos vinieron a buscarme. Cuando oí lo de la chica y cómo todo el mundo pensó que se trataba de mí, lo sentí mucho.

—¿Que lo sentiste mucho? ¿Te paraste a pensar en su familia?

—No creo que tuviera. Era una, una… —frunció el ceño con más inquietud—. A juzgar por sus compañías, no me sorprendió que tuviera ese final.

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