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Authors: Katharine Ashe

Tags: #Histórico, #Romántico

Cuando un hombre se enamora (39 page)

BOOK: Cuando un hombre se enamora
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—Sabes, a veces he pensado que le hice eso a él porque no se lo pude hacer a papá. No podía herir a papá como él te había herido permitiendo que esa mujer ocupase tu lugar. Por eso hice daño a otro hombre —Kitty sintió un estremecimiento. Se arrodilló a los pies de su madre y puso la cabeza en su regazo—. Oh, mamá, soy tan desdichada.

Lloró. Su madre le acariciaba el pelo con suavidad.

—Mamá —musitó al fin dejando de llorar—. Quiero tener lo que tú tienes. Quiero tener mi propia familia. No quiero convertirme en ella.

—No necesitas convertirte en ella. Todavía eres suficientemente joven para tener una familia espléndida. Aún puedes llenar una guardería.

Ella levantó la cabeza y se puso en cuclillas, secándose las mejillas.

—Yo no puedo tener hijos, eso ya te lo dije. Está comprobado que no puedo.

La cara de su madre se ensombreció.

—¿Cómo se ha comprobado?

—Estuve con Lambert muchas veces, mamá. Al principio porque lo amaba y creía que se casaría conmigo. Después quedó claro que él sólo quería que Alex sufriera con mi desgracia. Entonces tracé un plan para vengarme. Me decidí a hacer lo que debía para conocer sus secretos, para que un día pudiera hacerlos públicos y avergonzarlo ante el mundo. Dejé que creyera que todavía lo amaba y de esa forma, de vez en cuando, podía acceder a sus aposentos personales.

Las mejillas de su madre palidecieron.

—¿Cuánto duró eso, Kitty? ¿Hasta el último verano, cuando fue descubierto y todo salió a la luz?

—No —hasta hacía tres años, cuando un lord escocés posó su bonita mirada en ella y comenzó a imaginarse una forma de vivir sin rencor ni falsedad—. Pero fue sumamente largo.

La voz de la viuda se apagó.

—Sólo sabía de la primera vez. Aquella noche que viniste llorando me di cuenta de lo que no podías contarme con franqueza.

—Lo sospechaba. Sabía que no me dejarías permanecer soltera a menos que entendieras que yo ya no podría ser la novia de un caballero —ella respiró entrecortadamente—. Fui a visitar un médico y Lambert incluso me enseñó la prueba de su capacidad para engendrar. Yo no tendré mi propia familia. Pero me sentiré feliz de ser la tía de los niños de Alex y Serena.

Su madre la observó por un momento, después le tocó la barbilla a Kitty con un dedo y le levantó la cara hacia la luz.

—Serás una fantástica tía —la besó en la frente—. ¿Vendrás esta noche con Douglas y conmigo? Puedes reencontrar a tus amistades, recuerda que muchas te admiran y te aprecian.

Kitty movió la cabeza.

—Debo de estar horrorosa y me siento desdichada. Quizá mañana, mamá.

Durante los días siguientes, no acompañó a su madre en ninguna salida. Su malestar persistió dándole una excusa inmejorable para quedarse en casa. Pero finalmente fue capaz de comer en algún almuerzo. Al día siguiente paseó por el parque con Serena y le hizo una visita a lady March; ella y su madre habían acordado que iría al baile inaugural de la temporada aquella misma noche. Seguro que estaría lleno de gente; podría escaparse pronto si quería, sin que su madre se diera cuenta.

Cuando volvió a casa, la señora Hopkins le anunció con una mirada adusta que no tenía tarjetas de visita de ningún conde en la bandeja de la entrada. El día anterior tampoco había venido. Lo había dejado y bastante rápido, era lo mejor. Kitty se preguntaba cómo podía un hombre cambiar sus afectos de una mujer a otra con tanta facilidad. La verdad es que si ella fuera un caballero, ahora estaría en su club, muy borracho y dispuesto a quedarse muchas semanas más.

Pero Lambert le había enseñado que los hombres eran una clase diferente de criaturas que ella jamás entendería.

Capítulo 25

—¿Amigo, quieres darme esa botella?

Las botas de Leam chocaron contra el aparador. Levantó la botella de cristal, la apoyó vacilante sobre el borde de su copa y se tomó un largo trago antes de echar una mirada al galés que estaba en la puerta del vestíbulo.

—Te invito a compartirlo. Hay mucho más en la bodega —se tambaleó hacia atrás hasta llegar a la silla que estaba delante de la chimenea. Con los ojos entrecerrados miró el papel que había en la mesa.

Yale cogió una copa.

—No me puedo acordar de la última vez que te vi achispado.

—Eran otros tiempos —Leam contemplaba las llamas, el humo le embriagaba los sentidos. Fuera debía de ser de día, pero las cortinas estaban bajadas y él estaba completamente ebrio. Al fin, después de diez días estaba tan borracho como una cuba.

Yale se sentó en diagonal a él, le dio un sorbo a su bebida.

—Buen año.

Leam gruñó.

—¿Qué es eso? —el galés cogió el papel y dio un suspiro—. Hum…, Chamberlayne se ha liberado de toda culpabilidad y su hijo insurgente también. ¿Interviniste en eso?

—Necesitaban una prueba. Y la encontré —se había pasado la semana en cada maldito rincón de Londres, además de una docena de clubes, persiguiendo sin descanso a los propietarios de aquel barco. Lo encontró mediante algunos contactos que hicieron él y su abogado en Lloyd’s mientras buscaban a Cox—. El cargamento no era nada importante.

—¿Al final resultó que no llevaba secretos de las estrategias británicas?

Leam negó con la cabeza.

—Tan sólo contrabando, mercancía ilegal. Un informante del Ministerio del Interior en Newcastle se estaba llevando una buena tajada de los beneficios.

—¡Ah! ¿E intentaba encubrir la operación haciendo correr la alarma sobre los rebeldes escoceses y los espías franceses? Muy listo por su parte. Más por la tuya, que lo descubriste —Yale hizo una pausa—. Por eso pensé que lo habías dejado.

Lo iba a dejar ahora. El hombre que pronto sería el padrastro de Kitty estaba completamente libre de culpa.

Se inclinó para mirar a su amigo.

—¿Has venido a convencerme de que siga? —le preguntó en escocés.

Yale lo miraba fijamente.

—He venido a hacer algo, por supuesto.

—¿Como cuando lograste meterla en este asunto?

—Estás confundido.

Leam cerró los ojos.

—Ya no hay nada que hacer —parecía agotado. No había pegado ojo en muchos días. Había vivido como un viudo durante años. Ahora era un marido, había llevado a Kitty a cometer adulterio y ella se negaba a verlo. Al parecer la única salida era beber. Probablemente hasta la muerte.

—Debe de haber algo que podamos hacer —musitó Yale.

Él movía la cabeza, se pasaba la mano por la mandíbula barbuda y pestañeaba, a pesar de ello no podía ver con claridad. Bien, todo seguiría confuso para siempre.

—Sus padres corroboran su historia —afirmó—. Estuvo a salvo en compañía de una gobernanta italiana. Católica nada menos. Vivía en un convento.

—¡No me digas que se hizo monja!

Leam se volvió para mirar a su amigo.

—Si crees que mi infortunada vida es divertida, Yale, puedes largarte ahora mismo. No tengas reparos.

—Has perdido por completo el sentido del humor. Será por tu desesperación, claro.

Había perdido el corazón. Había perdido a ambos.

—No hay forma de justificar mi divorcio. Ella no me ha sido infiel.

Yale no le respondió.

—Quiere volver a casa.

—¿A la de sus padres?

—A Alvamoor.

—Para ver al pequeño Jamie —aclaró el galés—. ¿Lo vas a permitir?

Leam se llevó las manos a la cabeza y las hundió en su pelo.

—No puedo ni siquiera pensarlo.

—Entonces debemos buscar una alternativa.

Leam alzó la mirada.

—¿De dónde sale ese optimismo?

Yale se puso de pie.

—Francamente, no puedo entender que lo veas de ese modo. Y tampoco Constance.

—¿Alguien ha dicho mi nombre? —su prima entró en la estancia, desprendía un aroma a rosas blancas. Hasta entonces Leam no había notado su perfume. Antes de conocer a Kitty había apreciado muy poco todo lo agradable o colorido. Había vivido distante, dormido. Ahora que estaba despierto, vivo, oliendo, viendo y escuchándolo todo, quería volver a la frialdad anterior. Todo era gris. Pero el color gris era como sus ojos, e incluso en sus fantasías de buscar la muerte en vida, ella le obsesionaba.

Su prima lo besó en la mejilla y después se sentó en una silla.

—¿Deseas ver a lady Katherine, no?

Lo deseaba como nunca había deseado nada. Pero ella había sido inteligente al rechazar todas sus visitas. No tenía nada que decirle para impedir que ahora se sintiera deshonrada por sus promesas de boda.

—Sí —deseaba verla y tocarla, tenerla sólo para él. Algo que ahora era imposible.

A pesar de todo, aún podía protegerla. Al día siguiente, con la sobriedad y la cordura recuperadas, redoblaría los esfuerzos por encontrar al zorro que todavía no había salido de su madriguera: Cox.

—Entonces, escucha este cotilleo —Constance se acercó—: Se espera la asistencia de la viuda lady Savege y su hija al baile de Beaufetheringstone de esta misma noche. Lo escuché de boca de la propia viuda, mientras hablaba con otras dos damas, claro.

Leam levantó la cabeza.

—¿Un baile?

—Lord y lady B. Estás invitado.

Por un momento su visión fue tan clara como el cristal. No debía asistir. Tampoco sería bueno para ninguno de los dos.

Constance lo miró con detenimiento.

—Lady B. tiene un gusto excepcional. Tú tendrás que asearte. ¿Te gustaría acompañarme?

—Sí —respondió en escocés.

Tan pronto como pusieron un pie en el rellano, Leam miró con detenimiento la sala de baile que estaba a rebosar, casi como un par de semanas atrás. La buscaba. Constance le soltó la mano y se quedó a su lado.

—Buena suerte —le deseó mientras se alejaba.

A pesar de la multitud, encontró rápido a Kitty. Estaba rodeada de amigos, gente inteligente y elegante, se la veía muy desenvuelta. Su vestido resplandecía, era de un gris claro y brillaba por algún artificio que, en ella, parecía encantador; dejaba al descubierto sus suaves hombros y sus bonitas curvas. Tenía el cabello arreglado sólo con horquillas de diamantes incrustados. Era exquisita y se merecía todo lo que él no le podría dar y más.

Fue hacia ella sin hacer caso de las risitas disimuladas ni de las miradas. No había frecuentado la sociedad desde que Cornelia había regresado. No pensaba quedarse más rato que el necesario para hablar con Kitty. Lo suficiente.

Ella se volvió y lo miró directamente. Sus ojos grises, bien abiertos, no brillaban, parecían algo enrojecidos. Estaba delgada, demasiado, porque había estado enferma, aun así tenía la cabeza erguida.

Se apartó de su círculo de amigos y fue hacia él.

—Tenía la esperanza de que no me buscaras en público —dijo imperturbable tan pronto como llegó frente a él—. Pensé que te habías rendido y me alegré por ello.

Leam tenía la boca seca. Por Dios, la orquesta comenzó a tocar un vals. Tan sólo una de cada diez mansiones permitía ese baile y de todas las residencias de Londres esta debía ser una. El destino les torturaba a cada paso.

—Baila conmigo.

—No —ella pestañeó—. Quiero decir, gracias, milord, pero no me interesa el baile.

—Deja que pueda abrazarte, Kitty, de la única forma que me es permitido ahora —era un error. Él lo sabía y ella también.

Sin embargo, ella le concedió el baile. En la pista él la tomó en sus brazos y su tacto, incluso tan efímero, le hizo reprimir a Kitty su pasión bajo una fría coraza. Ella miraba fijamente por encima del hombro de Leam.

—Quizá, si simplemente me dijeras lo que quieres comentarme, podremos acabar con esto de una vez —sugirió ella—. Te escucharé siempre y cuando no se trate de una disculpa. No creo que pueda soportar una disculpa.

¿Por qué debía disculparse? ¿Por haberse enamorado de ella? ¿Por no haberla desposado rápidamente cuando se dio cuenta de que se había enamorado? En tal caso, ahora su situación podría ser totalmente normal en público.

—No. No son disculpas.

—Bien, pues me alivia un poco —por un momento se quedó callada—. ¿Qué me dices del señor Cox? —ella no le dejaba cogerle los dedos, sólo la palma enguantada, mientras sujetaba la cola del vestido con la otra mano. Pero a través de la mano que tenía en su espalda pudo sentir el calor febril y los latidos del corazón de Kitty. Él siempre recordaría la forma, la textura y el dulce ritmo de la vida dentro de ella.

—Cox piensa que tengo algo que le pertenece. Supongo que me siguió hasta Shropshire para recuperarlo y que te amenazó para asegurarse de que yo volvería a Londres para entregárselo. Pero todavía no ha contactado conmigo y no lo he podido encontrar.

Leam contrajo su barbilla y Kitty comprendió que aquello había sido un error. Ella quería embeber toda su cara, tocarle la piel y notar sus latidos junto a los de él. A ella no le iban este tipo de juegos.

Kitty volvería al campo, al menos mientras él estuviese en Londres. No podía seguir viéndolo constantemente en público. Pero Serena pronto daría a luz. Por eso debía quedarse. Después desaparecería.

—Comprendo que interviniste para salvar a lord Chamberlayne de toda sospecha —dijo ella mirando la tersura de su barbilla y la rigidez de su cara, los ojos penetrantes y apasionados que ella amaba—. Te lo agradezco.

Él la miraba como la había mirado bajo los árboles de Willows Hall y la respiración de Kitty se hizo más débil.

—De todos modos —dijo con esfuerzo— se casarán muy pronto y toda mi familia está muy contenta con la idea. Por desgracia, su hijo no puede asistir, aunque es preferible que no venga a Londres, después de todo lo que ha sucedido. Sin saber nada de la historia, mi madre está algo confusa. Parece que lord Chamberlayne le pidió que le enviara un collar de plata desde Escocia, que él entregó después a mi madre como regalo de Navidad —la voz de Kitty sonó temblorosa. Al final pudo controlarse, pero la barbilla de Leam se había endurecido—. Mi madre está decidida a darle las gracias por su detalle en persona y espera ir de viaje en verano.

—Kitty, debo pedirte que no hables más de esto —dijo él con brusquedad.

—No, Leam. Debo hablarte de banalidades. Si no, me veré obligada a dejarte en medio del baile. No me gustaría montar una escena y, como todo el mundo ya habla de ti, prefiero no llamar la atención. Pero tú me has pedido… —bajó la mirada al suelo—. Esto ha sido muy mala idea.

—Kitty…

—Lord Chamberlayne le entregó el collar a mi madre con todo su cariño. Mi padre le regaló a su amante un collar de amatistas y unos pendientes. Aún lleva puestas esas amatistas. Parece que las cuida como un tesoro —hablaba con mucha rapidez para evitar que el llanto brotara de su garganta—. Porque eso es lo que hacemos. Guardamos objetos valiosos que queremos tener con nosotros, como tu hermano, que llevaba tu retrato en el campo de batalla. Hasta el señor Cox decía que siempre llevaba el camafeo de su…

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