Read Una campaña civil Online

Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

Una campaña civil (5 page)

BOOK: Una campaña civil
3.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Contempló el ordenado saloncito, tratando de imaginar al niño Miles allí dentro, y decidió que estaba agradecida de que no la hubiera empujado directamente hasta su dormitorio, visible a través de la puerta del fondo.

—De hecho, durante los primeros cinco o seis años de mi vida, vivimos en la Residencia Imperial con Gregor —repuso él—. Mis padres y mi abuelo tuvieron un pequeño, ejem, desacuerdo en los primeros años de la Regencia, pero luego se reconciliaron, y Gregor se marchó a la academia preparatoria. Mis padres regresaron aquí; se quedaron con la segunda planta como yo me quedé con la primera. Privilegios del heredero. Varias generaciones en una sola casa funcionan mejor si se trata de una casa muy grande. Mi abuelo ocupó estas habitaciones hasta que murió, cuando yo tenía unos diecisiete años. Antes tenía una habitación en la planta de mis padres, aunque no en la misma ala. La escogieron para mí porque Illyan dijo que tenía el peor ángulo de tiro desde… um, también tiene una buena vista de los jardines. ¿Le gustaría…?

Se volvió, señaló, sonrió por encima del hombro, y la condujo por otras escaleras arriba, la hizo rodear una esquina y recorrer un largo pasillo.

La habitación en la que desembocaron tenía en efecto una buena ventana que daba al jardín, pero todo rastro del niño Miles había desaparecido ya. Ahora era una neutra habitación de invitados, con poca personalidad aparte de la que le prestaba la fabulosa mansión misma.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted aquí? —preguntó ella, mirando alrededor.

—Hasta el invierno pasado, en realidad. Me mudé abajo después de recibir la baja médica. —Alzó la barbilla con su habitual tic nervioso—. Durante la década que serví a las órdenes de SegImp, estaba tan rara vez en casa que nunca pensé que necesitaría mudarme.

—Al menos tenía su propio baño. Estas casas de la Era del Aislamiento son a veces… —ella se interrumpió, pues la puerta que abrió de modo casual resultó ser un armario. La puerta de al lado debía de ser la del baño. Una suave luz se encendió automáticamente.

El armario estaba repleto de uniformes: los viejos uniformes militares de lord Vorkosigan, advirtió por su tamaño y el caro tejido. Después de todo, él no podría utilizar los uniformes normales. Reconoció uniformes negros, imperiales, y los verdes de faena, y el resplandeciente brillo de los uniformes de gala rojos y azules. Un puñado de botas montaban guardia en el suelo. Todo estaba limpio, pero el aroma concentrado de él todavía permeaba el aire seco y cálido que le golpeó el rostro como una caricia. Inhaló, aturdida por el perfume masculino y militar. Pareció fluir de su nariz a su cuerpo directamente, para clavarse en su cerebro. Él se acercó ansioso y la observó; el aroma que había advertido en el aire frío del vehículo de tierra, una halagadora mezcla de cítrico y especia, quedó de pronto intensificado por su proximidad.

Fue el primer momento de sensualidad espontánea que sentía desde la muerte de Tien.
Oh, desde años antes de la muerte de Tien
. Resultó embarazoso, pero a la vez extrañamente reconfortante.
¿Estoy viva por debajo del cuello después de todo?
De pronto se dio cuenta de que se hallaban en su dormitorio.

—¿Qué es esto? —consiguió que su voz no sonara demasiado aguda, y extendió la mano para descolgar de su percha un uniforme gris desconocido, una pesada chaquetilla corta con galones, muchos bolsillos cerrados y un bordado blanco, con pantalones a juego. Los galones de las mangas y el cuello eran un misterio para ella, pero parecía haber un montón. El tejido tenía ese extraño tacto de la ropa ignífuga que sólo poseen los atuendos realmente caros.

La sonrisa de él se suavizó.

—Bueno —retiró la chaqueta de la percha que ella sostenía, y la contempló—. Nunca ha conocido al almirante Naismith, claro. Era mi personalidad favorita cuando trabajaba de incógnito. Él… yo… dirigió durante años la Flota de Mercenarios Dendarii Libres.

—¿Se hacía pasar usted por un almirante galáctico…

—… teniente Vorkosigan? —concluyó él la frase tristemente—. Empezó siendo una ficción. Yo hice que fuera real.

Un extremo de su boca se alzó, y con un murmullo de
¿Por qué no?
, colgó la chaqueta del pomo de la puerta y se despojó de su túnica gris, revelando una camisa blanca. Una pistolera que ella no había imaginado sujetaba contra su costado una pistola plana.
¿Incluso aquí va armado?
Sólo era un aturdidor pesado, pero parecía llevarlo con la misma naturalidad con que llevaba la camisa.
Supongo que si eres un Vorkosigan, así es como vistes todos los días
.

Él cambió la túnica por la chaqueta y se la abrochó; los pantalones de su traje eran casi del mismo color, así que no necesitaba ponerse los del uniforme para resaltar su efecto, ni para realizar su presentación. Se estiró, y cuando lo hizo adoptó una postura totalmente distinta a nada que ella hubiera visto antes: relajado, llenando de algún modo el espacio más allá de su cuerpo diminuto. Extendió un brazo para apoyarlo casualmente contra el marco de la puerta, y su sonrisita se volvió resplandeciente. Con un perfecto acento betano que nunca parecía haber oído hablar del concepto de las castas Vor dijo:

—Oh, no deje que ese chupatierras barrayarés la engañe. Quédese conmigo, señora, y le mostraré la galaxia.

Ekaterin, sorprendida, retrocedió un paso.

Él alzó la barbilla, todavía sonriendo como un demente, y empezó a abrocharse los cierres. Su mano llegó a la cintura de la chaquetilla, estiró la faja, y se detuvo. Los extremos no podían encajar en el centro por cuestión de un par de centímetros, y el broche no pudo cerrarse ni siquiera cuando le dio un empujoncito. Contempló tan cortado esta traicionera falta que Ekaterin no pudo evitar una risita.

La miró, y una triste sonrisa iluminó sus ojos en respuesta. Su voz volvió al acento barrayarés normal.

—Hace más de un año que no me lo pongo. Parece que superamos nuestro pasado en más de un sentido —se quitó la chaqueta del uniforme—. Hmm. Bueno, ya ha conocido a mi cocinera. Para ella la comida no es un trabajo, sino un deber sagrado.

—Tal vez encogió al lavarlo —intentó consolarlo ella.

—Bendita sea. No —suspiró—. La cobertura del almirante se estaba viniendo abajo incluso antes de que lo mataran. Los días de Naismith estaban contados de todas formas.

Su voz apenas daba importancia a esta pérdida, pero ella había visto las cicatrices que había dejado en su pecho la granada de aguja. Recordó el ataque del que había sido testigo, en el salón de su apartamento en Komarr. Recordó la expresión en sus ojos después de que pasara la tormenta epiléptica: confusión mental, vergüenza, ira indefensa. El hombre había presionado su cuerpo más allá del límite, al parecer en la creencia de que la voluntad pura podía conquistarlo todo.

Sí que puede. Durante un tiempo
. Luego el tiempo se acababa… no. El tiempo no se acababa.
Pero tú sí acabas, y el tiempo continúa, y te deja
. Sus años con Tien le habían enseñado eso, al menos.

—Supongo que debería dárselos a Nikki para que juegue —él indicó indiferente la hilera de uniformes. Pero sus manos colocaron cuidadosamente la chaqueta gris en su percha, cepillaron una pelusa invisible, y volvieron a colocarla en la barra—. Mientras todavía pueda, y es lo bastante joven para querer. Los dejará pequeños en un par de años, creo.

Ella contuvo la respiración
. Creo que eso sería obsceno. Estas reliquias habían sido claramente para él vida y muerte. ¿Qué lo poseía ahora, para creer que no eran más que juguetes? No se le ocurrió cómo desanimarlo de esta aterradora idea sin que pareciera que despreciaba su oferta. En cambio, tras un instante de silencio que amenazaba con prolongarse insoportablemente, preguntó:

—¿Volvería atrás? ¿Si pudiera?

Su mirada se volvió distante.

—Bueno, yo… eso es lo extraño. Creo que me sentiría como una serpiente que intenta volver a su piel muerta. Lo echo de menos cada minuto, y sin embargo no tengo ningún deseo de volver —alzó la mirada, y le hizo un guiño—. Las granadas de aguja son una experiencia enriquecedora.

Al parecer ésta era su idea de una broma. Ekaterin no estaba segura de si besarlo y desearle lo mejor, o salir corriendo. Consiguió sonreír levemente.

Miles se colocó su túnica civil y la siniestra sobaquera desapareció de la vista. Cerró con firmeza la puerta del armario y la llevó a visitar el resto del segundo piso: señaló la suite de sus padres ausentes, pero para alivio secreto de Ekaterin no se ofreció a llevarla al interior de las habitaciones. Le habría parecido muy raro deambular por el espacio íntimo de los famosos condes como si fuera una especie de voyeur.

Finalmente regresaron a «su» planta, al final del ala principal en la que había una habitación que llamó el Salón Amarillo, que al parecer utilizaba como comedor. Habían dispuesto una elegante mesa para dos. Bien, no tendrían que cenar en la enorme caverna tallada con la mesa que podía albergar a cuarenta y ocho comensales; noventa y cuatro apretaditos, si una segunda mesa, astutamente colocada bajo el entramado, se colocaba en paralelo. Obedeciendo una señal invisible, Ma Kosti apareció con el almuerzo en un carrito: sopa, té, una exquisita ensalada de gambas cultivadas y frutas y nueces. Dejó discretamente a solas a su señor y su invitada después del servicio inicial, aunque una gran bandeja de plata cubierta que dejó en el carrito junto a lord Vorkosigan prometía más delicias por venir.

—Es una casa magnífica —le dijo lord Vorkosigan a Ekaterin entre bocado y bocado—, pero por la noche resulta demasiado tranquila. Solitaria. No está hecha para estar tan vacía. Hay que llenarla de nuevo de vida, como en tiempos de mi padre —su tono era casi desconsolado.

—El Virrey y la Virreina regresarán para la boda del Emperador, ¿no? Debería estar de nuevo llena para solsticio de verano —recalcó ella, servicial.

—Oh, sí, y todo su séquito.
Todo el mundo
volverá al planeta para la boda —vaciló—. Incluido mi hermano Mark, ahora que lo pienso. Supongo que debería advertirla al respecto.

—Mi tío mencionó que tenía usted un clon. ¿Es él… um, eso?


Eso
es la forma favorita de los betanos para referirse a los hermafroditas. Definitivamente él. Sí.

—El tío Vorthys no dijo por qué usted… ¿o sus padres?, mandaron hacer un clon, excepto que era complicado, y que debería preguntárselo.

La explicación que acudía primero a la mente era que el conde Vorkosigan quiso un sustituto no deforme para su heredero dañado por la soltoxina, pero obviamente ése no era el caso.

—Ésa es la parte complicada. No fuimos nosotros. Unos komarreses expatriados en la Tierra lo hicieron, como parte de un retorcido plan contra mi padre. Supongo que como no pudieron provocar una revolución militar, pensaron en recurrir a la guerra biológica que les entraba dentro del presupuesto. Consiguieron que un agente tomara una muestra de tejido mía… no tuvo que ser difícil, puesto que pasé por cientos de tratamientos médicos y pruebas y biopsias de niño… y lo cultivaron en una de las granjas de clones menos atractivas de Jackson’s Whole.

—Dios mío. Pero el tío Vorthys dijo que su clon no se parecía a usted… ¿creció sin sus, um, daños prenatales entonces?

Le hizo un gesto, pero no dejó de mirarlo amablemente. Ya había visto que era algo sensible respecto a los defectos de nacimiento.
Teratogénico, no genético
: se había asegurado de que ella comprendiera.

—Si hubiera sido tan sencillo… Empezó a crecer como debería, así que tuvieron que esculpir su cuerpo para dejarlo de mi tamaño. Y de mi forma. Fue bastante desagradable. Pretendían que pudiera hacerse pasar por mí, así que cuando me sustituyeron los huesos de las piernas por otros sintéticos, a él se los sustituyeron también. Sé exactamente cuánto debió dolerle. Y lo obligaron a estudiar para hacer de mí. Todos los años que me pasé pensando que era hijo único, y él desarrollaba el peor caso de rivalidad entre hermanos que pueda imaginarse. Piénselo. Nunca se le permitía ser él mismo, se le comparaba constantemente (bajo amenaza de tortura, en realidad) con su hermano mayor… Para cuando el plan se fue al garete, le faltaba poco para volverse loco.

—¡Ya lo creo! Pero… ¿cómo lo rescató usted de los komarreses?

Él guardó silencio un instante y luego dijo:

—Apareció por su cuenta, al fin. En cuanto entró en la órbita betana de mi madre… bueno, ya puede imaginar. Los betanos tienen convicciones muy claras y estrictas sobre las responsabilidades parentales para con los clones. Supongo que Mark se sorprendió un montón. Sabía que tenía un hermano, Dios sabe que se lo habían hecho saber, pero no esperaba unos padres. Desde luego, no esperaba a Cordelia Vorkosigan. La familia lo ha adoptado, supongo que es la forma más sencilla de expresarlo. Estuvo aquí en Barrayar durante algún tiempo, y el año pasado mi madre lo envió a la Colonia Beta, para que asistiera a la universidad y se sometiera a terapia bajo la supervisión de mi abuela betana.

—Eso no parece mal —dijo ella, satisfecha con el final feliz de la extraña historia. Parecía que los Vorkosigan cerraban filas en torno a los suyos.

—Mm, tal vez. Los informes que llegan de mi abuela sugieren que ha sido duro para él. Verá, tiene esa obsesión (perfectamente comprensible) por diferenciarse de mí, para que nadie vuelva a confundirnos nunca más. Cosa que, por mí, perfecto, no me malinterprete. Creo que es una idea magnífica. Pero… podría haberse hecho un moldeo facial, o esculpido el cuerpo, o cultivado hormonas, o haberse cambiado el color de los ojos o teñido el pelo, o algo por el estilo, pero… en cambio lo que ha decidido ha sido ganar más y más peso. Con mi altura, el efecto es sorprendente. Creo que le gusta así. Lo hace a propósito —contempló su plato, pensativo—. Creía que la terapia betana podría hacer algo al respecto, pero al parecer no es así.

Un roce en el borde del mantel hizo que Ekaterin diera un respingo; un gatito blanco y negro de aspecto decidido se aupó a la mesa, con sus garras como pitones, y se dirigió al plato de Vorkosigan. Él sonrió ausente, tomó un par de gambas de su ensalada, y las depositó ante el animal, que gruñó y ronroneó mientras masticaba con entusiasmo.

—La gata del guardia no para de tener gatitos —explicó—. Admiro la forma en que ven la vida, pero se vuelven…

Quitó la gran tapa de la bandeja y la depositó sobre la criatura, atrapándola. El ronroneo asustado resonó contra el hemisferio de plata como si fuera una máquina que hiciera girar sus marchas.

BOOK: Una campaña civil
3.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Nine Parts of Desire by Geraldine Brooks
MoreThanWords by Karla Doyle
Babylon Berlin by Volker Kutscher
A Dog-Gone Christmas by Leslie O'Kane
Depths of Lake by Keary Taylor
The Moonlight Man by Paula Fox
Murder in Plain Sight by Marta Perry
Halo: Glasslands by Traviss, Karen