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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

Maurice (9 page)

BOOK: Maurice
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Hacia finales de curso advirtió que Hall había adquirido una expresión bella y peculiar. Era algo sutil que yacía oculto en su interior y aparecía sólo de cuando en cuando; lo advirtió por primera vez cuando discutían sobre teología. Era algo cordial, amable; así pues, una expresión natural, pero teñida de un matiz que no había advertido antes, un aire de… ¿impudicia? No estaba seguro, pero le gustaba. Apreciábalo cuando se encontraban inesperadamente tras los silencios. Le hacía señas por encima de su intelecto, diciendo: «Todo eso está muy bien, eres muy listo, ya lo sabemos… ¡pero ven!». Le rondaba, y él estaba al acecho mientras su cerebro y su lengua trabajaban, y cuando llegaba se sentía a sí mismo replicar: «Iré… Yo no sabía».

«Tú ya no puedes escapar a ti mismo. Debes venir.»

«Yo no quiero escapar a mí mismo.»

«Ven, entonces.»

Y fue. Derribó todas las barreras. No inmediatamente, pues no habitaba un templo que pudiera destruirse en un día. Durante todo aquel curso y a través de cartas después fue aclarando el camino. Una vez seguro de que Hall correspondía a su amor, dio rienda suelta a éste. Hasta entonces había sido un jugueteo, un placer trivial para el cuerpo y la mente. Cómo despreciaba aquello ahora. El amor era armonioso, inmenso. Vertió en él toda la dignidad y toda la riqueza de su ser, y en aquel alma bien equilibrada los dos eran en realidad uno. No había rastro de humildad en Clive. Conocía sus propios méritos, y cuando había esperado atravesar la vida sin amor había maldecido las circunstancias más que a sí mismo. Hall, aunque atractivo y bello, no había condescendido. Estarían a la par en el curso siguiente.

Pero los libros significaban tanto para él, que olvidó que a otros les desconcertaban. Si hubiese confiado en el cuerpo no se hubiese provocado el desastre, pero al ligar su amor al pasado lo ligaba al presente, y se alzaron en la mente de su amigo las convenciones y el miedo a la ley. Él no comprendió nada de esto. Lo que Hall decía era lo que quería decir. ¿Por qué iba a decirlo, si no? Hall había abominado de él: «Oh, maldición», había dicho. Las palabras hieren más que cualquier ofensa física, y aquéllas zumbaban en sus oídos día tras día. Hall era un ciudadano inglés sano y normal que no había tenido jamás el más leve vislumbre de lo que pasaba.

Grande fue el dolor, grande la humillación, pero aún peor fue lo que siguió. Tan profundamente se había identificado Clive con el amado, que comenzó a abominar de sí mismo. Se derrumbaba toda su filosofía de la vida, y de sus ruinas renacía la conciencia de pecado, y recorría aullando sus pasillos interiores. Hall había dicho que él era un delincuente, y debía saberlo. Estaba condenado. No se atrevería más a hacerse amigo de un joven por miedo a corromperlo. ¿No había hecho que Hall perdiese su fe cristiana y no había atentado además contra su pureza?

Durante aquellas tres semanas Clive había estado profundamente alterado y fue incapaz de argumentar cosa alguna cuando Hall —aquella bondadosa y desatinada criatura— vino a su habitación a consolarle, intentando una cosa y otra sin éxito, y abandonándole en un arrebato de cólera. «Oh, vete al infierno, es lo que te mereces.» No podía oír nada más cierto pero a la vez más duro para él de labios del amado. La derrota de Clive se agigantaba: su vida se había roto en mil pedazos y no encontraba en su interior fuerzas para reconstruirla y liberarla del mal. Su conclusión fue: «¡Es un tipo ridículo! Jamás lo amé. No era todo más que una imagen elaborada por mi mente impura, y ojalá que Dios me ayude a olvidarla.»

Pero fue esta imagen la que visitó su sueño, y le hizo murmurar su nombre.

—Maurice…

—Clive…

—¡Hall! —musitó, totalmente despierto. Sentía sobre él una calidez que le cubría—. Maurice, Maurice, Maurice… Oh
Maurice

—Ya, ya.

—Maurice, te quiero.

—Y yo a ti.

Se acariciaron, apenas sin desearlo. Después Maurice desapareció como había llegado, a través de la ventana.

XIII

—Ya he perdido dos clases hoy —repuso Maurice, que estaba desayunando en pijama.

—Piérdelas todas… no pueden más que castigarte sin salir.

—¿Quieres que salgamos con el sidecar?

—Sí, pero vayamos lejos —dijo Clive, encendiendo un cigarrillo—. No puedo soportar Cambridge en este tiempo. Vayámonos lo más lejos posible y bañémonos. Yo puedo estudiar allí… ¡Oh, maldición!

Se oyeron pasos en las escaleras. Joey Fetherstonhaugh entró y preguntó si alguno de los dos quería jugar al tenis con él por la tarde. Maurice aceptó.

—¡Maurice! ¿Por qué has hecho eso, eres idiota?

—Para librarme de él rápidamente. Clive, te espero en el garaje dentro de veinte minutos; lleva tus podridos libros y coge prestadas las gafas de Joey. Tengo que vestirme. Lleva también algo para comer.

—¿Qué te parece ir a caballo?

—Demasiado lento.

Se encontraron tal como habían previsto. Las gafas de Joey no habían sido problema, puesto que éste no estaba. Pero cuando enfilaban Jesus Lane oyeron al decano gritar:

—Hall, ¿no tiene clase?

—Me dormí —dijo Maurice desdeñosamente.

—¡Hall! ¡Hall! Pare, que estoy hablándole.

Maurice no hizo caso.

—No es un buen argumento —observó.

—Desde luego que no.

Pasaron el puente como una exhalación y entraron por la carretera de Ely. Maurice dijo: «Ahora rumbo al infierno.» La máquina era potente, y él, temerario por naturaleza. Se lanzó hacia la zona de los pantanos y hacia la bóveda en retirada del cielo. Se convirtieron en una nube de polvo, un hedor y un bramido para el mundo, pero el aire que ellos respiraban era puro, y únicamente oían el abierto y prolongado clamor del viento. No se preocupaban por nadie, estaban al margen de la humanidad, y la muerte, si hubiese llegado, sólo hubiese prolongado su persecución de un horizonte en retirada. Una torre, un pueblo —había sido Ely— iban quedando atrás; enfrente, el mismo cielo, con una palidez al fondo, heraldo del mar. «Tuerce a la derecha»; de nuevo, después, «izquierda», «derecha», hasta perder todo sentido de dirección. Hubo un patinazo, un chirrido. Maurice no se dio cuenta, y se alzó un estrépito como de miles de guijarros chocando entre sí bajo sus piernas. No se produjo ningún accidente, pero la máquina fue a detenerse entre los campos oscuros y sombríos. Se oyó el canto de la calandria, el rastro de polvo comenzó a asentarse tras ellos. Estaban solos.

—Comamos —dijo Clive.

Comieron en un herboso declive. Sobre ellos las aguas de una presa se agitaban imperceptiblemente reflejando interminables sauces. No podía verse por parte alguna al hombre que había creado aquel paisaje. Después de comer, Clive pensó que debía trabajar un poco. Desplegó sus libros, pero estaba dormido a los cinco minutos. Maurice se tendió a la orilla del agua, fumando. Apareció el carro de un aldeano y deseó preguntar en qué condado estaban. Pero nada dijo, ni el aldeano pareció advertir su presencia. Cuando Clive despertó eran ya más de las tres.

—Pronto tendremos ganas de tomar un té —fue todo lo que se le ocurrió decir.

—Muy bien. ¿Puedes arreglar tú esa maldita moto?

—Es verdad. Tiene algo averiado, ¿no? —Bostezando se acercó al sidecar—… No, Maurice, no puedo. ¿Puedes tú?

—Más bien no.

Unieron sus mejillas y comenzaron a reír. La avería les parecía algo extraordinariamente cómico. ¡Un regalo del abuelo! Se lo había comprado a Maurice a cuenta de su mayoría de edad en agosto. Clive dijo:

—¿Qué te parece si lo dejamos y vamos caminando?

—Sí, nadie le hará ningún daño. Deja los abrigos y las cosas dentro. También las gafas de Joey.

—¿Y qué hago con mis libros?

—Déjalos también.

—No sé si me harán falta luego.

—Bueno, no sé. El té es más importante. Es lógico pensar (¿a qué viene esa risilla?) que si seguimos una presa un trecho suficiente, acabaremos encontrando una taberna.

—¡Porque la utilizan para aguar la cerveza!

Maurice le dio un golpe en el costado, y por espacio de diez minutos corretearon entre los árboles, demasiado eufóricos para hablar. Cabizbajos de nuevo, se tendieron juntos, después ocultaron la moto tras unos rosales silvestres y se fueron. Clive se llevó su cuaderno con él, pero su plan no se desarrolló tal como pensaban, pues la presa cuyo cauce seguían se ramificaba.

—Debemos vadearla —dijo—. Si nos dedicamos a rodear no llegaremos nunca a ninguna parte. Mira, Maurice, lo mejor es que sigamos en línea recta hacia el sur.

—Muy bien.

Aquel día, cualquier sugerencia de uno de ellos era aceptada en seguida por el otro. Clive se quitó los zapatos y los calcetines y se remangó los pantalones. Después se introdujo en la oscura superficie de la presa y desapareció. Reapareció nadando.

—¡Qué profundidad tiene esto! —balbució, alzando la cabeza—. ¡No te haces idea, Maurice!

Maurice gritó:

—Yo me bañaré de un modo normal.

Así lo hizo mientras Clive llevaba su ropa. La luz se hizo radiante. Luego se dirigieron a una granja.

La mujer del granjero era antipática y huraña, pero ellos hablaban de ella después como de «una persona excelente». Al final les dio té y permitió a Clive secarse al calor del fuego de la cocina. Les dejó a ellos decidir el importe, y aunque le pagaron generosamente, refunfuñó. Nada podía ensombrecer sus ánimos. Todo lo transmutaban.

—Adiós, le quedamos muy agradecidos —dijo Clive—. Y si alguno de los suyos encuentra la moto… Me gustaría poder indicarle exactamente dónde la dejamos. De todos modos le daré el carnet de mi amigo. Colóquenlo en la moto, por favor, y llévenla hasta la estación más próxima. Algo así, no sé. El jefe de estación ya nos avisará.

La estación quedaba a cinco millas. Cuando llegaron a ella, el sol ya se ponía, y no llegaron a Cambridge hasta después de la cena. Toda esta última parte del día fue perfecta. El tren, por alguna razón desconocida, estaba lleno, y se sentaron muy juntos, hablando tranquilamente entre el barullo, sonrientes. Cuando se separaron, lo hicieron del modo habitual: ninguno de los dos sintió el impulso de decir nada especial. Todo el día había sido normal. Sin embargo, nunca antes habían pasado un día así, y nunca volvería a repetirse.

XIV

El decano expulsó a Maurice.

El señor Cornwallis no era un funcionario severo, y el muchacho llevaba un curso aceptable, pero no podía pasar por alto una falta de disciplina tan grave.

—¿Por qué no paró usted cuando le llamé, Hall?

Hall no respondió, ni siquiera parecía afectarle. Tenía los ojos resplandecientes, y el señor Cornwallis, aunque bastante irritado, comprendió que se enfrentaba a un hombre. Fría y desapasionadamente, se preguntaba aún qué podía haber sucedido.

—Ayer faltó usted a la iglesia, a cuatro clases, incluida mi propia clase de traducción, y a la cena. Ya ha hecho este tipo de cosas antes. Era innecesario añadir la impertinencia, ¿no cree? Bien… ¿No me dice nada? Se irá usted e informará a su madre del porqué. Yo también la informaré. Hasta que no me envíe una carta de disculpa, yo no recomendaré su readmisión en octubre. Coja usted el tren de las doce en punto.

—Muy bien.

El señor Cornwallis le hizo un gesto de despedida.

No se aplicó ningún castigo a Durham. Había sido dispensado de todas las clases por su tesis, y aunque no hubiese sido así el decano no le habría molestado; era el mejor alumno de clásicas y se había ganado un tratamiento especial. Sería buena cosa el que Hall no lo distrajese más. Al señor Cornwallis siempre le resultaban sospechosas aquellas amistades. No era natural que personas de caracteres y gustos distintos intimasen así, y aunque los universitarios, a diferencia de los colegiales, son oficialmente normales, los profesores ejercían una cierta vigilancia, y consideraban correcto acabar con un asunto amoroso cuando podían.

Clive le ayudó a hacer el equipaje, y lo despidió. Habló poco, por miedo a deprimir a su amigo, que se sentía aún en un arrebato de heroísmo, pero se le encogió el corazón. Era su último curso, pues su madre no le dejaría seguir un cuarto año, lo que significaba que él y Maurice no volverían a encontrarse de nuevo en Cambridge. Su amor pertenecía a aquel lugar y en especial a sus habitaciones; no podía imaginar su encuentro en otra parte. Hubiese deseado que Maurice no adoptara aquella actitud dura con el decano —pero era ya demasiado tarde— y que el sidecar no se hubiese perdido. Relacionaba el sidecar con emociones fuertes: el calvario de la pista de tenis, la alegría del día anterior. Ligados en un movimiento único, parecían allí más próximos entre sí que en cualquier otro lugar; la máquina cobraba vida por sí misma, y en ella alcanzaban y comprendían la unidad predicada por Platón. Había desaparecido, y cuando el tren de Maurice partió cortando literalmente su apretón de manos, su ánimo se derrumbó y volvió a su habitación a escribir apasionadas cuartillas llenas de desesperación.

Maurice recibió la carta a la mañana siguiente. Ésta completó lo que su familia había iniciado, y él experimentó su primera explosión de cólera contra el mundo.

XV

—No puedo disculparme, madre… Ya te expliqué la noche pasada que no hay nada de que deba disculparme. No tienen derecho alguno a mandarme a casa cuando todo el mundo pierde clases. Es pura ojeriza, y puedes preguntárselo a cualquiera… Ada, procura que llegue el café en lugar de llorar.

Ella gimió:

—Maurice, le has dado un disgusto a mamá: ¿cómo puedes ser tan desagradable y tan brutal?

—Estoy seguro de que no pretendo serlo. No veo en qué he sido desagradable. Entraré a trabajar en los negocios, inmediatamente, como hizo papá, sin ninguno de sus podridos diplomas. No veo que haya nada malo en ello.

—No debías mencionar siquiera a tu pobre padre, él jamás hizo nada incorrecto —dijo la señora Hall—. Oh, Morrie, querido… Teníamos tantas esperanzas puestas en Cambridge.

—Todo este llanto es un error —anunció Kitty, que aspiraba a cumplir las funciones de un tónico—. Lo único que se logra es hacer que Maurice piense que es importante, y no lo es: escribirá al decano en cuanto dejemos de pedírselo.

—No lo haré. Sería indigno —replicó su hermano, duro como el acero.

—Yo no veo por qué.

—Las chicas pequeñas no ven gran cosa.

—¡Yo no estoy tan segura!

Él la miró. Pero ella sólo dijo que veía mucho más que algunos chicos pequeños que se creían hombrecitos. Kitty sólo estaba rezongando, y el miedo teñido de respeto que se había despertado en él se desvaneció. No, no podía disculparse. No había hecho nada malo. Y no reconocería haberlo hecho. Era la primera prueba de honestidad con que se enfrentaba en muchos años, y la honestidad es como la sangre. ¡En su inflexible actitud el muchacho pensaba que sería posible vivir sin compromiso, e ignorar todo lo que no se conformase a él y a Clive! La carta de Clive le había desquiciado. Sin duda él era estúpido —el amante sensible se disculparía y volvería a consolar a su amigo—, pero era la estupidez de la pasión, de la que es mejor no tener ninguna que tener poca.

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