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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

Maurice (10 page)

BOOK: Maurice
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Continuaron hablando y gimoteando. Al final él se levantó y dijo:

—Yo no puedo comer con este acompañamiento —y salió al jardín.

Su madre le siguió con una bandeja. Su misma blandura le enfurecía, pues el amor desarrolla al atleta. Nada le costaba a ella abonarle con tiernas palabras y engatusarle: ella sólo quería ablandarle.

Quería saber si había entendido bien. ¿Se negaba él a disculparse? Se preguntaba lo que su propio padre, el abuelo, diría, e incidentalmente se enteró de que el regalo de cumpleaños estaba tirado en algún prado de East Anglia. Se sintió seriamente afectada, pues aquella pérdida era más comprensible para ella que la de un título. También afectó a las muchachas. Lloraron por la moto durante el resto de la mañana, y, aunque siempre Maurice podía silenciarlas o enviarlas donde no las oyera, sentía que su docilidad era de nuevo capaz de minar su fuerza, como en las vacaciones de Pascua.

Durante la tarde cayó en el desaliento. ¡Recordó que Clive y él, sólo habían estado juntos un día! ¡Y lo habían pasado correteando como idiotas, en lugar de estar uno en los brazos del otro! Maurice no sabía que el día había sido perfecto así, era demasiado joven para detectar la trivialidad del contacto por el contacto mismo. Aunque coartado por su amigo, habría saciado su pasión. Más tarde, cuando su amor adquirió un segundo impulso, comprendió lo bien que el destino le había servido. Aquel único abrazo en la oscuridad, aquel largo y único día a la luz y al viento, eran dos columnas gemelas, inútil una sin la otra. Y todo el calvario de la separación que soportaba entonces, en lugar de destruir, enriquecía.

Intentó contestar la carta de Clive. Temía parecer falso. Por la noche recibió otra, compuesta de las siguientes palabras: «Maurice, te amo.» Él respondió: «Clive, te amo.» Después se escribieron cada día, y a pesar de sus precauciones crearon nuevas imágenes en sus respectivos corazones. Las cartas distorsionan la realidad aún más rápidamente que el silencio. Clive se vio asaltado por el miedo de que algo estaba yendo mal, e inmediatamente antes de su examen hizo una escapada al pueblo. Maurice comió con él. Fue horrible. Ambos estaban cansados y habían elegido un restaurante donde no podían ni siquiera oírse a sí mismos hablar. «No lo he pasado nada bien», dijo Clive al despedirse. Maurice se sintió aliviado. Había pretendido convencerse de que había disfrutado en su compañía, aumentando así su desdicha. Acordaron que en sus cartas se limitarían a hechos, y que sólo se escribirían cuando tuviesen que decirse algo urgente. La tensión emocional se redujo, y Maurice, que estaba más próximo de lo que suponía a un ataque cerebral, disfrutó de varias noches sin sueños que restauraron su salud. Pero la vida diaria continuaba siendo tediosa y vacía.

Su posición en casa era anómala: la señora Hall quería que alguien decidiese por ella. Él parecía un hombre y había despedido a los Howell la Pascua anterior; pero por otra parte había sido expulsado de Cambridge y aún no tenía veintiún años. ¿Cuál era su lugar en la casa? Instigada por Kitty intentó imponerse, pero Maurice, después de una reacción de auténtica sorpresa, no le prestó la menor atención. La señora Hall no sabía qué hacer, y aunque confiaba en su hijo, tomó la estúpida decisión de apelar al doctor Barry. Se pidió a Maurice que se diese una vuelta por la casa del doctor un día para hablar un rato.

—Bueno, Maurice, ¿cómo va esa carrera? Parece que no exactamente como esperabas, ¿no?

A Maurice aún le intimidaba su vecino.

—No exactamente como tu madre esperaba, sería más exacto.

—No exactamente como todos esperaban —dijo Maurice, mirándose las manos.

Entonces el doctor Barry dijo:

—Bueno, en realidad, mejor así. ¿Para qué quieres tú un título universitario? Nunca fue ése el objetivo de la burguesía suburbana. Tú no vas a ser párroco ni abogado ni pedagogo. Y tampoco eres un terrateniente. Lamentable pérdida de tiempo. Métete en lo tuyo de una vez. Muy bien lo de insultar al decano. Tu lugar es la ciudad. Tu madre… —hizo una pausa y encendió un cigarrillo, sin ofrecerle al muchacho—. Tu madre no comprende esto. Le disgusta que no quieras disculparte. Yo por mi parte creo que esto es lógico. Estabas en una atmósfera que no se ajustaba a ti, y en consecuencia has aprovechado la primera oportunidad para librarte de ella.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Oh. ¿No está suficientemente claro? Quiero decir que el hijo de un hacendado se disculparía por puro instinto si le pareciese que se había portado como un grosero. Tú tienes una tradición diferente.

—Creo que he de volver ya a casa —dijo Maurice, no sin dignidad.

—Sí, creo que debes hacerlo. No te invité para pasar una agradable velada, como espero que hayas comprendido.

—Ha hablado usted muy claro. Quizás algún día yo también lo haga. Sé que me gustaría hacerlo.

Esto sacó de sus casillas al doctor, que gritó:

—Cómo te atreves a burlarte de tu madre, Maurice. Merecerías que te azotaran. ¡Mequetrefe! ¡Poniéndose a fanfarronear en lugar de pedirle perdón! Conozco todo el asunto. Ella vino aquí con lágrimas en los ojos a pedirme que te hablara. Ella y tus hermanas son para mí vecinas a quienes respeto, y si una mujer me pide algo estoy inmediatamente a su servicio. No me conteste, caballero, no me conteste, no quiero que me diga nada, ni claro ni oscuro. Eres una vergüenza para la gente decente. No sé a dónde vamos a llegar. No sé hacia dónde va el mundo… Estoy enfadado y disgustado contigo.

Maurice, fuera al fin, se pasó la mano por la frente. En cierto modo se sentía avergonzado. Sabía que se había portado mal con su madre, y toda su presunción se había conmovido hasta la raíz. Pero había algo de lo que no podía retractarse, que no podía alterar. Una vez fuera del camino, le parecía que había de permanecer fuera para siempre. «Una vergüenza para la gente decente.» Meditó la acusación. Si hubiese llevado una mujer en el sidecar, si siendo así se hubiese negado a obedecer la orden de detenerse del decano, ¿le hubiese exigido el doctor Barry disculparse? Seguramente no. Seguía este proceso de pensamiento con dificultad. Su cerebro aún estaba débil. Pero se veía obligado a usarlo, pues había muchas cosas en el lenguaje y en las ideas corrientes que le exigían una traducción para poder comprenderlas.

Su madre parecía avergonzada; sentía, como también él, que debía haberle reñido ella misma. Maurice se había hecho un hombre, se lamentó a Kitty; los hijos se apartan de una; era muy triste. Kitty aseguró que su hermano no era aún más que un muchacho, pero todas aquellas mujeres tenían la sensación de que en su boca, en sus ojos y en su voz se había operado un cambio desde que se había enfrentado con el doctor Barry.

XVI

Los Durham vivían en un remoto lugar de Inglaterra, entre Wilts y Somerset. Aunque no era una familia de abolengo, llevaban cuatro generaciones poseyendo la tierra, y la influencia de ésta se había transmitido a ellos. El bisabuelo-tío de Clive había sido presidente del tribunal supremo durante el reinado de Jorge IV, y Penge era el nido que había creado. Este nido estaba casi desmoronándose ya. Un centenar de años habían roído la fortuna que ninguna novia rica había repuesto, y tanto la casa como la finca estaban marcadas, no realmente por la decadencia, pero sí por la inmovilidad que la precede.

La casa estaba situada entre bosques. Un parque, aún marcado con las líneas de desaparecidos setos, se extendía alrededor, dando luz, aire y pastos a los caballos y a las vacas alderney. Más allá de él comenzaban los árboles, la mayoría plantados por el viejo Sir Edwin, que se había anexionado las tierras comunales. Había dos entradas al parque, una desde el pueblo y la otra desde la carretera arcillosa que iba a la estación. En los viejos tiempos no había estación y la entrada al parque desde ella, que carecía de adornos según los viejos usos, tipificaba una visión trasnochada de Inglaterra.

Maurice llegó al anochecer. Venía directamente desde casa de su abuelo, en Birmingham, donde, bastante fríamente, había celebrado su mayoría de edad. Aunque en desgracia, no había sido privado de sus regalos, pero fueron entregados y recibidos sin entusiasmo. Había deseado mucho llegar a los veintiún años. Kitty suponía que no le emocionaba porque había seguido la senda del mal. Cariñosamente le dio un tirón de orejas, y la besó, lo cual la desconcertó mucho. «No tienes ningún
sentido
de las cosas», dijo irritada. Él sonrió.

Desde Alfriston Gardens, con sus primos y sus tés, Penge significaba un cambio inmenso. Las familias de terratenientes aunque fuesen ilustradas, estaban rodeadas de una atmósfera turbadora, y Maurice miraba todos los detalles con inquietud. Desde luego, Clive había ido a recibirle y estaba con él en la berlina, pero también iba en ella una señora Sheepshanks, que había llegado en el mismo tren que él. La señora Sheepshanks tenía una criada que les seguía con el equipaje de ambos en un coche de punto, y él se preguntaba si no debería haber traído también servicio. La casilla de la verja estaba al cargo de una muchachita. La señora Sheepshanks deseaba que
todo el mundo
le hiciese reverencias. Clive le pisó cuando ella dijo esto, pero Maurice no estaba seguro de si había sido accidentalmente. No estaba seguro de nada.

Cuando llegaron, él confundió la parte trasera con la principal, y se dispuso a abrir la puerta. La señora Sheepshanks dijo: «Oh, pero si eso es una entrada complementaria.» Además, había un mayordomo para abrir la puerta. Un té, muy amargo, les esperaba, y la señora Durham miraba hacia un lado mientras lo servía hacia otro. Había gente, toda de aspecto importante o que se encontraba allí por alguna importante razón. Hacían cosas o movían a otros a que las hicieran. La señorita Durham le comprometió para recoger votos al día siguiente en favor de la Tariff Reform. Estaban de acuerdo políticamente; pero el grito con el que ella acogió su alianza no le complació. «Mamá, el señor Hall
es
de los nuestros.» El mayor Western, un primo que también paraba en la casa, le preguntó sobre Cambridge. ¿Les importa mucho a los militares el que uno sea expulsado?… No, era aún peor que el restaurante, pues allí Clive estaba también fuera de su elemento.

—Pippa, ¿conoce el señor Hall su habitación?

—La habitación azul, mamá.

—La que no tiene chimenea —dijo Clive—. Muéstrasela.

Él estaba despidiendo a unos visitantes.

La señorita Durham pasó a Maurice al mayordomo. Subieron por una escalera lateral; Maurice vio la escalera principal a la derecha, y se preguntó sí estaban haciéndole de menos. Su habitación era pequeña, y estaba pobremente decorada. No tenía ninguna vista. Cuando se arrodilló para abrir su maleta, le asaltó el recuerdo de Sunnington, y decidió que, mientras estuviese en Penge, se pondría todos sus trajes. No debían suponer que no estaba a la moda, era tan bueno como cualquiera. Pero apenas si había llegado a esta conclusión cuando Clive irrumpió en la habitación con la luz del sol tras él.

—Maurice, vengo a darte un beso —dijo, y así lo hizo.

—¿Dónde… a dónde da esta puerta?

—Nuestro estudio…

Se reía, su expresión era abierta y radiante.

—Oh, así que es por eso…

—¡Maurice! ¡Maurice! Has venido realmente. Estás aquí. Este lugar no volverá a ser nunca el mismo, por fin podré amarlo.

—Fue magnífico para mí poder venir —dijo Maurice ahogadamente.

El súbito ramalazo de alegría le hizo mover la cabeza.

—Deshaz el equipaje. Yo dispuse esto adecuadamente. Estamos solos en esta escalera. Es lo más parecido al colegio que pude lograr.

—Mucho mejor así.

—Realmente creo que lo será.

Alguien llamó en la puerta del pasillo. Maurice se sobresaltó; pero Clive, aunque aún le tenía cogido del hombro, dijo: «¡Adelante», con indiferencia. Entró una criada con agua caliente.

—Salvo para las comidas, no tenemos por qué ir a ninguna otra parte de la casa —continuó—. Podemos estar aquí o en el campo, ¿qué te parece? Tengo un piano. —Lo llevó al estudio—. Mira la vista. Puedes disparar a los conejos desde esta ventana. Y otra cosa. Si mi madre o Pippa te dicen a la hora de comer que quieren que hagas esto o aquello mañana, no necesitas preocuparte. Diles que sí, si quieres. Tú has venido realmente para montar a caballo conmigo, y ellas lo saben. Es sólo su ritual. El domingo, aun cuando no vayas a la iglesia, fingirán después que has estado allí.

—Pero yo no tengo pantalones de montar adecuados.

—No puedo relacionarme contigo en ese caso —dijo Clive, y desapareció.

Cuando Maurice regresó al salón se sintió con más derecho que nadie a estar allí. Se acercó a la señora Sheepshanks, abrió la boca antes de que pudiese hacerlo ella, y se comportó con todo desembarazo. Ocupó su lugar en el absurdo octeto que allí se formó: Clive y la señora Sheepshanks, el mayor Western y otra mujer, otro hombre y Pippa, y él y su anfitriona. Ella se disculpó por lo reducido de la reunión.

—En modo alguno —dijo Maurice, y advirtió cómo Clive le miraba maliciosamente.

Se había equivocado de vía. La señora Durham entonces le impuso su paso, pero él no se preocupó gran cosa de si la satisfacía o no. Tenía los rasgos de su hijo, y parecía igualmente hábil, aunque no igualmente sincera. Comprendió por qué Clive podía haber llegado a despreciarla.

Tras la cena, los hombres salieron a fumar. Después se unieron de nuevo a las damas. Era una velada típica de la burguesía suburbana, pero con una diferencia: aquellas personas tenían el aire de estar solucionando algo; acababan de arreglar o pronto arreglarían Inglaterra. Sin embargo, las verjas, los caminos —se había fijado en ellos de pasada—, se hallaban en mal estado, y la madera estaba desajustada, las ventanas no encajaban, el suelo crujía. Le había impresionado Penge menos de lo que esperaba.

Cuando las damas se retiraron, Clive dijo:

—Maurice, parece que tú también tienes sueño.

Maurice advirtió la indirecta, y cinco minutos después se encontraban de nuevo en el estudio, con toda la noche por delante para hablar. Encendieron sus pipas. Fue la primera vez que experimentaron una total tranquilidad juntos, y habían de decirse maravillosas palabras. Sabían esto, aunque apenas si tenían ganas de empezar.

—Voy a contarte mi última novedad —dijo Clive—. Tan pronto como llegué a casa, tuve una pelea con mi madre y le dije que tenía que seguir un año más en Cambridge.

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