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Authors: E. M. Forster

Tags: #Drama, Romántico

Maurice (6 page)

BOOK: Maurice
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—No, no fui a la iglesia, Hall. Creí que había quedado claro.

—Lo siento… Sería mejor que nos sentáramos. No pretendía ofenderte. Es que soy bastante lento para entender las cosas.

Durham se enroscó en la alfombra junto a la silla de Maurice.

—¿Hace mucho que conoces a Chapman? —le preguntó tras una pausa.

—Lo conozco de aquí y del colegio, cinco años.

—Ya. —Pareció reflexionar—. Dame un cigarrillo. Pónmelo en la boca. Gracias.

Maurice supuso que la charla había terminado, pero Durham, después de aquella pausa, continuó:

—Bueno… tú me dijiste que tenías madre y dos hermanas, que es exactamente la familia que yo tengo, y me preguntaba siempre qué habrías hecho tú en mi caso.

—Tu madre debe ser muy diferente de la mía.

—¿Cómo es la tuya?

—Nunca discute por nada.

—Porque no le has planteado nunca algo que no pueda aceptar, supongo, y nunca lo harás.

—No, qué va, ella no se molestaría.

—Eso no puedes saberlo, Hall, sobre todo con las mujeres. Mi madre me pone enfermo. Ése es mi problema, y me gustaría que me ayudaras.

—¿Volverá a insistir?

—Exactamente, amigo, pero ¿qué debo hacer yo? He estado siempre fingiendo quererla. Esta pelea ha descubierto mi mentira. Creo que he dejado de elaborar mentiras. Desprecio su carácter, y estoy enfadado con ella. Bueno, te he dicho algo que ninguna otra persona del mundo sabe.

Maurice cerró un puño y golpeó con él a Durham ligeramente en la cabeza.

—Mala suerte —exclamó.

—Háblame de tu familia.

—No hay nada que decir. Vamos tirando.

—Qué suerte.

—Oh, no sé. ¿Estás exagerando, o fueron realmente horribles tus vacaciones, Durham?

—Un completo infierno, miseria e infierno.

El puño de Maurice se abrió para volver a cerrarse con un puñado de pelo de Durham.

—¡Ay, me haces daño! —gritó el otro gozosamente.

—¿Qué decían tus hermanas de la Sagrada Comunión?

—Una está casada con un clérigo… No, me haces daño.

—Un completo infierno, ¿eh?

—Hall, no sabía que fueses tan idiota… —se apoderó de la mano de Maurice—, y la otra está prometida con Archibald London… ¡Ay! ¡Eh! ¡Estáte quieto, mira que me marcho! —-y cayó entre las rodillas de Maurice.

—Bueno, ¿pero no te ibas? Vete ya de una vez.

—No puedo.

Era la primera vez que se atrevía a jugar con Durham. La religión y la familia se desvanecieron, cuando le hizo rodar sobre la alfombra y le metió la cabeza en la papelera. Al oír el ruido, Fetherstonhaugh subió a prestar ayuda. Después de aquello estuvieron constantemente peleándose durante varios días, comportándose Durham tan neciamente como él. Siempre que se encontraban, y en todas partes acababan encontrándose, se empujaban y se golpeaban, molestando a sus amigos. Al fin, Durham se cansó. Como era el más débil, acababa haciéndose daño algunas veces, y sus sillas quedaron rotas. Maurice advirtió el cambio inmediatamente. Sus retozos cesaron, pero llegaron a hacerse muy íntimos durante el tiempo en que tuvieron lugar. Ahora paseaban cogidos del brazo o con las manos por los hombros. Siempre que se sentaban lo hacían en la misma posición: Maurice en una silla y Durham a sus pies, apoyado en él. En el mundo de sus amigos esto no atrajo la atención de nadie. Maurice solía acariciar el pelo de Durham.

Y su relación se extendió a todos los campos. Durante aquel trimestre de Cuaresma, Maurice se transformó en un teólogo. No era del todo una farsa. Él tenía fe en sus creencias, y sentía un verdadero dolor cuando algo a lo que estaba habituado era objeto de crítica —el dolor que se enmascara entre las clases medias como fe—. No era fe, pues no era activa. No le daba ningún apoyo, ninguna perspectiva más amplia. No existía hasta que no la rozaba la oposición, y entonces dolía como un nervio inútil. Todos tenían estos nervios a cubierto, y los consideraban divinos, aunque ni la Biblia ni el Libro de Oraciones ni los sacramentos, ni la moral cristiana, ni nada espiritual estaba vivo para ellos. «¡Cómo podrá la gente!», exclamaban cuando alguna de tales cosas era atacada y se suscribían a
Defence Societies
. El padre de Maurice iba camino de convertirse en un pilar de la Iglesia y de la Sociedad cuando murió, y puesto que Maurice se parecía a él en muchas cosas, era de esperar que también estas creencias se afirmaran en él.

Pero en otros aspectos no se parecía. Por ejemplo, en aquel deseo vehemente de impresionar a Durham. Quería mostrar a su amigo que tenía algo más que fuerza bruta, y donde su padre habría guardado un prudente silencio, él comenzó a hablar y a hablar. «Tú crees que yo no pienso, pero puedes estar seguro de que lo hago.» Muchas veces Durham no contestaba y Maurice se sentía aterrado ante la idea de que estaba perdiéndolo. Había oído decir: «Durham es amigo mientras le diviertes, después se va», y temía que, debido a aquel despliegue de su ortodoxia, estuviese provocando lo que deseaba evitar. Pero no podía pararse. El ansia de impresionarle se hacía abrumadora, así que hablaba y hablaba.

Un día Durham dijo:

—Hall, ¿por qué esa insistencia?

—La religión significa mucho para mí —se ufanó Maurice—. Porque hablo tan poco, tú crees que no siento nada. El problema me preocupa mucho.

—En ese caso ven a tomar café después.

Estaban entrando en el comedor. Durham, al ser un intelectual, tenía que darle lecciones, y había cinismo en su tono. Durante la comida estuvieron observándose. Se sentaron en mesas distintas, pero Maurice había corrido su silla de modo que pudiese ver a su amigo. La fase de tirarse migas de pan había pasado. Durham parecía serio aquella tarde, y no hablaba con sus compañeros. Maurice se dio cuenta de que estaba pensativo y se preguntaba por qué.

—Anduviste detrás de esto y ahora vas a conseguirlo dijo Durham, cerrando la puerta.

Maurice sintió frío y se puso rojo. Pero la voz de Durham, cuando se dejó oír de nuevo, atacaba sus opiniones sobre la Trinidad. Pensaba que la Trinidad tenía valor para él, pero esto le parecía carente de importancia frente a las llamas de su terror. Se derrumbó en un sillón, sintiéndose sin fuerzas, con la frente y las manos llenas de sudor. Durham se movía de un lado a otro preparando el café y hablando.

—Sé que no te gustará esto, pero tú mismo te lo has buscado. No puedes esperar que me reprima siempre. Debo hablar también alguna vez.

—Sigue, sigue —dijo Maurice, carraspeando.

—No quise hablar, porque respeto las opiniones de los demás demasiado para reírme de ellas, pero no me parece que tú tengas opiniones al respecto. No son más que tópicos de segunda mano… No de segunda, de décima.

Maurice, que se estaba recobrando, se dio cuenta de que aquello era demasiado fuerte.

—Andas siempre diciendo: «me preocupo mucho».

—¿Y qué derecho tienes tú a suponer que no lo hago?

—Tú te preocupas mucho por una cosa, Hall, pero esa cosa, evidentemente, no es la Trinidad.

—¿Qué es entonces?

—El rugby.

Maurice tuvo otro ataque. Sus manos temblaron y derramó el café sobre un brazo del sillón.

—Eres un poco injusto —se oyó decir a sí mismo.

—Podrías al menos haber sido lo suficientemente generoso como para sugerir que me preocupo por la gente.

Durham pareció sorprendido, pero dijo:

—De cualquier modo, a ti no te preocupa en absoluto la Trinidad.

—Bueno, deja en paz la Trinidad.

Rompió a reír.

—Exactamente, exactamente. Ahora podemos pasar al punto siguiente.

—No veo la utilidad, y tengo la cabeza podrida de todos modos… quiero decir que tengo jaqueca. Nada vamos a ganar con… todo esto. Sin duda no puedo demostrar lo que pienso, quiero decir la cuestión de los tres en uno y el uno en los tres. Pero significa mucho para millones de personas, digas tú lo que digas, y no vamos a echarlo a pique. Sentimos muy profundamente respeto a eso. Dios es bueno. Ésta es la cuestión principal. ¿Por qué irnos por un camino lateral?

—¿Por qué te preocupas tanto por el camino lateral?

—¿Cómo?

Durham aclaraba para él sus propias observaciones.

—Bueno, todo el asunto va unido.

—¿Así que si lo de la Trinidad no es cierto invalida todo lo demás?

—Yo no veo por qué. No lo veo en absoluto.

Estaba actuando muy mal, pero le dolía realmente la cabeza, y cuando se enjugaba el sudor volvía a brotar.

—Sin duda no soy capaz de explicarme bien; como no me preocupo más que del rugby…

Durham se acercó y se sentó cómicamente en el borde del sillón.

—Cuidado. Has derramado el café.

—Demonios. Es cierto.

Mientras se limpiaba, Maurice dejó de bromear y miró al patio. Parecía que habían pasado años desde que lo abandonara. No tenía ganas de continuar más tiempo a solas con Durham, y llamó a unos cuantos para que se unieran a ellos. Tomaron el café como siempre, pero cuando los otros se fueron Maurice no sintió deseos de salir con ellos. Hizo florecer de nuevo la Trinidad.

—Es un misterio —arguyó.

—No es un misterio para mí. Pero respeto a cualquiera para quien lo sea realmente.

Maurice se sintió incómodo y contempló sus manos toscas y oscuras. ¿Era la Trinidad realmente un misterio para él? Salvo el día de su confirmación, ¿había dedicado alguna vez cinco minutos a pensar en ella? La llegada de los otros compañeros había despejado su cabeza y, sin nerviosismo ya, analizaba su mente. Le parecía semejante a sus manos, útiles, sin duda, y sanas y capaces de funcionar. Pero sin refinamiento, sin haber rozado jamás ningún misterio, ninguna parte de él. Era oscura y tosca.

—Mi posición es ésta —anunció tras una pausa—. Yo no creo en la Trinidad; lo acepto, pero, aparte de eso, estaba equivocado cuando dije que todo iba unido. No es así, y porque no crea en la Trinidad no quiere decir que no sea cristiano.

—¿En qué crees tú? —dijo Durham, implacable.

—En… lo esencial.

—¿Qué es lo esencial?

En voz baja, Maurice dijo:

—La Redención.

Nunca había pronunciado antes aquellas palabras fuera de la iglesia, y se estremeció de emoción. Pero no creía en ellas más que en la Trinidad, y sabía que Durham lo advertiría. La Redención era la carta más alta de que disponía, pero no era un triunfo, y su amigo podía ganarle con un miserable dos.

Todo lo que Durham dijo entonces fue:

—Dante sí creía en la Trinidad —y acercándose a la estantería buscó el pasaje final del
Paradiso
.

Leyó a Maurice la parte de los tres círculos del arco iris que se interligaban, y cuyas intersecciones dibujaban un rostro humano. A Maurice le aburría la poesía, pero hacia el final exclamó:

—¿De quién era ese rostro?

—De Dios, ¿es que no lo ves?

—¿Pero no se supone que ese poema es un sueño?

Hall era un estúpido, y Durham no intentó explicarle más, ni supo que Maurice pensaba en un sueño propio que había tenido en el colegio, y en aquella voz que le había dicho: «Ése es tu amigo».

—Dante le habría llamado un despertar, no un sueño.

—¿Entonces tú crees que todo ese asunto está bien?

—La fe siempre está bien —replicó Durham, volviendo a colocar el libro en su sitio—. Está bien y, además, no puede fingirse. Todo hombre guarda en algún lugar de su interior una creencia por la que sería capaz de morir. Sólo que no es probable que tus padres y guardianes te lo digan. Si hubiese una, ¿no formaría parte de tu propia carne y de tu propio espíritu? Muéstramela. No andes pregonando tópicos como «La Redención» o «La Trinidad».

—Ya he prescindido de la Trinidad.

—La Redención, entonces.

—Eres realmente duro —dijo Maurice—. Siempre supe que era un estúpido, no es ninguna novedad. Los amigos de Risley son más de tu tipo y hablas mejor con ellos.

Durham le miró desconcertado. No sabía qué contestar a esto, y dejó a Mauriee marchar cabizbajo, sin protestar. Al día siguiente, se encontraron como siempre. No había sido una pelea, sino un bache momentáneo, y procuraron superarlo desde el principio. Hablaron de nuevo de teología, Mauriee defendiendo la Redención. Perdió. Comprendió que para él no tenía ningún sentido la existencia de Cristo o su bondad, y no le importaba el que existiese o no tal persona. Su desdén hacia el cristianismo se incrementó y se hizo profundo. En diez días prescindió de la comunión, y en tres semanas cortó todos los lazos que le ligaban a la Iglesia. Durham estaba asombrado ante aquella rapidez. Ambos estaban asombrados, y Mauriee, aunque había perdido y rendido todas sus creencias, tenía la extraña sensación de estar en realidad ganando, conduciendo a buen fin una campaña que había comenzado hacía largo tiempo.

Porque Durham no se sentía ya molesto con él. Durham no podía arreglárselas sin él, y a todas horas se le encontraba metido en su habitación, enzarzado en discusiones. Resultaba extraño en él, que era reservado y que no se distinguía por sus virtudes dialécticas. La razón que daba para atacar las opiniones de Maurice era: «Son tan podridos, Hall; no creen más que en la respetabilidad.» ¿Era ésta toda la verdad? ¿No había algo más por detrás de aquello, tras sus nuevas maneras y su furiosa iconoclastia? Maurice creía que sí. Aparentemente en retirada, pensaba que su fe era un peón bien perdido. Porque Durham, al comerlo, había dejado al descubierto su corazón.

Hacia el final de curso abordaron una cuestión aún más delicada. Asistían a una de las clases de traducción del decano, y cuando uno de los alumnos leía tranquilamente el texto, el señor Cornwallis, con una voz lisa y sin matices, advirtió: «Omita eso: es una referencia al execrable vicio de los griegos.» Durham dijo después que deberían quitarle su puesto por tal hipocresía.

Maurice se rió.

—Hablo desde un punto de vista puramente intelectual. Los griegos, o la mayoría de ellos, sentían esa inclinación, y omitirlo es omitir la base de la sociedad ateniense.

—¿Es verdad eso?

—¿No has leído el
Symposium
?

Maurice no lo había leído, y no añadió que había explorado a Marcial.

—Allí está todo muy claro. No es algo para niños, desde luego, pero tú debes leerlo. Léelo durante estas vacaciones.

No se dijo más en aquella ocasión, pero él se sentía libre en otro campo, y en un campo, además, que nunca había mencionado a persona alguna. No se había dado cuenta de que podía mencionarse, y cuando Durham lo hizo, en medio del patio, a plena luz del día, sintió que un soplo de libertad le acariciaba.

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