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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (6 page)

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Lo peor fue el sentimiento de culpa, según me contó. El duelo por su madre era constantemente interrumpido por pensamientos y recuerdos de mí y de nuestra velada, y se avergonzaba de anhelar verme y estar conmigo en plena tragedia. Eso la entristecía todavía más. Se odiaba por permitirse esos sentimientos cuando lo que debía hacer era
apoyar a su familia y guardar luto
en ese período al decir adiós a la persona más importante de su vida. Por eso no podía ponerse en contacto conmigo, y, si yo no hubiera aparecido, probablemente no me habría vuelto a ver.

Al abrir la puerta de su piso, yo era la última persona que esperaba ver, pero la que más quería tener a su lado. Aceptó ese encuentro como un reconocimiento de nuestro destino común. No dudó ni un segundo, al instante me introdujo en él.

Yo tampoco dudé nunca, y sigo sin hacerlo.

MIÉRCOLES
6

A
BANDONÉ RAGELEJE EN MI COCHE el miércoles por la mañana. Hacía sol y la indulgencia del aire me ponía difícil abandonar la casa, ahora que posiblemente debía ser el último tramo de la carrera estacional, antes de que el otoño le diera el relevo al invierno.

Mi traje negro colgaba de una percha encima del asiento trasero. Que no lo había usado desde la feria del libro del año pasado lo pude constatar cuando hallé el programa y mi pase en el bolsillo interior de la chaqueta; en el portaequipajes llevaba una maleta pequeña con ropa para cinco días y un maletín marrón con la primera parte del libro que estaba escribiendo. Todavía no tenía título, pero mi editor había propuesto
Un diente de más
a modo de broma y ese era el título con el que se había quedado. La historia era una continuación de
En el espacio rojo
, del que me sorprendió la capacidad de la gente para identificarse con el horror al dentista. Creía que tenía material suficiente para todo un libro, y, por de pronto, parecía ser sólido a pesar de que solo hubiera escrito una tercera parte.

Cuando ya estaba cerca de Copenhague, giré para entrar en una gasolinera y compré un paquete de cigarrillos. Había dejado de fumar cuando Line se quedó embarazada la primera vez, pero, por una u otra razón, siempre volvía a fumar cuando iba a Copenhague, como si la contaminación no fuera ya suficiente, quizá pretendía igualarla. Hacía un año que no fumaba, tuve un par de ataques de tos y sentí un leve mareo tras un par de caladas. ¡Pero qué caramba, sabía a gloria!

Después de hora y media, llegué al hotel. La media hora de conducción por la ciudad había sido terrible; no estaba acostumbrado a ese horrible tráfico. Mi camiseta estaba empapada de sudor y notaba que se me avecinaba un fuerte dolor de cabeza. Una vez en la ciudad, prefería moverme en taxi o caminar si el tiempo y la distancia lo permitían, y me sentí feliz de poder al fin aparcar el coche delante del hotel.

Marieborg era un edificio de cinco pisos, blanco, con grandes ventanas que daban a la calle. Los interiores del restaurante eran de estilo clásico, con las paredes recubiertas de madera oscura, sillas de madera, manteles blancos y alfombras color rosado oscuro. De las paredes colgaban espejos y apliques de latón. La recepción estaba a la derecha, con un ascensor y una escalera al lado que conducían a las habitaciones, cubiertos de la misma clase de alfombras que había en el restaurante.

Ferdinan Jensen, el dueño del hotel, estaba detrás del mostrador cuando entré en la recepción con mi maleta en una mano y el maletín y el traje colgados del hombro.

—Bienvenido de nuevo, Fons —me saludó, y esbozó una amplia sonrisa.

Ferdinan Jensen era de procedencia española, pero se casó con una mujer danesa hacía ya más de veinticinco años. Tenía el color de tez de la gente del sur, el pelo negro carbón y las cejas tupidas, aspecto que desvelaba que no era oriundo del país, pero hablaba un irreprochable danés y estaba muy bien informado de todo lo que ocurría en la ciudad. Su largo cuerpo de metro y setenta y cinco centímetros era fuerte y musculoso, posiblemente como resultado de su enorme actividad en el hotel, donde ningún trabajo desmerecía su dignidad. Le había visto arrastrar maletas, cambiar bombillas y servir en el restaurante, y siempre con su afable sonrisa en los labios.

—Así que se celebra la feria del libro de nuevo, ¿verdad?

Deposité la maleta delante del mostrador con un suspiro.

—Sí, me temo que es por esta época del año. Las hojas caen y llueven libros.

Ferdinan Jensen se rio.

—Sí, y algunos de ellos son tuyos, ¿cierto?

Saqué un ejemplar firmado de
En el espacio rojo
del bolsillo del maletín y lo puse encima del mostrador.

—Y ahora uno de ellos es tuyo —respondí, y empujé el libro hacia él.

Sus ojos brillaron.

—Es demasiado, Fons —dijo, y lo agarró con las dos manos—. Muchas gracias. Lo empezaré a leer esta misma noche.

Inspeccionó la portada con detenimiento antes de depositarlo con cuidado en la mesa de detrás del mostrador. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, fue con una triste expresión en el rostro.

—Estoy apenado por lo sucedido con tu habitación —dijo acompañándose de un ademán de brazos—. Es culpa mía, estoy enfadado conmigo mismo.

—No pasa nada —respondí—. Me vendrá bien un cambio de aires.

Meneó la cabeza.

—Soy demasiado tonto para manejar este ordenador nuevo —dijo señalando la pantalla a su izquierda—. Fue idea de mi querida esposa, pero yo no lo entiendo en absoluto. Por eso no pude registrar la habitación que acostumbras a usar. Me siento avergonzado.

—Bueno, no importa —le aseguré—. Me conformo con una cama para dormir.

Su rostro resplandeció.

—Eso está hecho. Tengo una habitación magnífica para ti.

Me dio la llave, habitación 501, y reservé mesa para dos en el restaurante, para esa misma noche.

—Por cierto —continuó Ferdinan, y se agachó detrás del mostrador—. Ha llegado una carta para ti —y volvió a aparecer con un grueso sobre amarillo. Por el tamaño, el grosor y el sonido que produjo cuando lo depositó en el mostrador parecía ser un libro. Es ese tipo de percepción que se adquiere tras una larga vida manejando libros. Lo cogí y le di la vuelta. No llevaba remitente y mi nombre estaba escrito de forma anónima en una etiqueta de la parte delantera.

—¿Quién lo trajo? —pregunté.

—No tengo ni idea —respondió Ferdinan—. Lo encontré encima del mostrador ayer por la tarde. Me encogí de hombros.

—Seguro que es de la editorial —dije; lo metí en el bolsillo del maletín y agarré la maleta.

Ferdinan se ofreció a llevármela, pero yo me negué y subí solo por el ascensor hasta el quinto piso.

El director del hotel tenía razón. Era una buena habitación, diría que parecía más una suite. Además de un espacioso dormitorio con cama doble y un baño con yacusi, tenía un salón y un baño extra. Y el salón estaba equipado con un amplio minibar y la mayor pantalla de televisión que había visto hasta el momento. Dos pequeños balcones daban a la calle, uno en el dormitorio y otro en el salón, y constaté que el ruido del tráfico era aceptable a la altura del quinto piso.

Era demasiado grande para mí, más sitio del que tenía en el chalé de la playa, y sentí inquietud en ese espacio ordenado. Estoy acostumbrado a estar rodeado de desorden, caos, podría decirse; y ese espacio tan grande, con bonitos muebles tapizados y sin libros ni montones de hojas escritas encima, era abrumador.

Tras haber sacado la ropa de la maleta —llenaba solo un par de perchas y una estantería de ese armario del dormitorio—, me serví un güisqui del minibar y saqué el sobre del maletín. Me lo llevé al tresillo y me senté en un sillón. Mi dirección de Rageleje era secreta, así que, por regla general, mis lectores me mandaban las cartas a la editorial. De vez en cuando, los colegas me mandaban ejemplares firmados de sus publicaciones, así como yo les mandaba los míos a ellos. Era un intercambio tácito y una manera de llamar la atención y decir: «Acabo de publicar». Algunas veces podía percibirse como presión, otras como burla, principalmente si la edición había tenido buena crítica, así que no me entusiasmaba recibir ese tipo de trofeos, y mucho menos si yo estaba en un periodo de estancamiento.

Al menos deseaba que no fuera de Tom Winter. Tom Winter escribía novelas
del
mismo género que yo, y se había proclamado a sí mismo mi competidor en varias ocasiones. Sus estocadas no me preocupaban demasiado, pero, sin embargo, me molestaba que la crítica continuara comparándonos, la mayoría de las veces a su favor. Nunca nos habíamos visto las caras y, sin embargo, él insistía en mandarme un ejemplar cada vez que se publicaba un libro suyo. Habían sido cinco en total. Nunca había correspondido a ese gesto, pero a él no parecía preocuparle ni lo más mínimo.

Desgarré el sobre y metí la mano en él. Exacto, era un libro; lo extraje y le di la vuelta.

Era un ejemplar de
En el espacio rojo
, mi último libro, que todavía no había salido a la venta. La portada estaba ocupada por una imagen de un semáforo tomada de cerca, y, si se miraba el cristal de la luz con detenimiento, se podían ver en él figuras distintas y una calavera.

Arrugué las cejas. ¿Quién me mandaría un ejemplar de mi propia novela?

No había nada escrito en él que revelara la identidad del remitente. Inspeccioné el sobre para hallar alguna señal sobre quién podía habérmelo mandado, pero fue imposible detectar nada.

Recorrí las páginas. Palabras y letras centellearon ante mi mirada. Algunas frases saltaban quedando visibles el tiempo suficiente para ser descodificadas, pero enseguida quedaban tapadas con palabras nuevas. Hacia la mitad había una hoja de papel. Pasé las páginas hacia atrás. Quizá fuera la señal que buscaba, un saludo del remitente que explicara la razón de todo esto.

No era una hoja de papel, sino una fotografía.

Una fotografía de Mona Weis.

7

L
A FOTOGRAFÍA DE MONA WEIS era del tamaño de un paquete de cigarrillos. Ella, apoyada en una pared blanca, sonreía con sus hipnóticos ojos azules enfocados directamente a la cámara. Barajé si no se la habrían hecho en el mismo periodo en que la conocí. El peinado era el mismo, y tenía casi el mismo aspecto de hace dos años, lo cual explicaba que el color hubiera empezado a perder fuerza. La foto estaba un poco rayada; los bordes, doblados, y el reverso, un poco sucio, como si hubiera estado rondando por un cajón durante mucho tiempo.

Estuve sentado varias horas en la habitación de mi hotel contemplando la foto, y mientras, me bebía todo lo que había en el minibar. Cuando llegué al Baileys, aparté la fotografía de mí y, en su lugar, estudié el libro. Inspeccioné la portada. Era totalmente nueva, ninguna raya ni marca de ninguna clase. Con cuidado, pasé las hojas de todo el volumen, una a una, e inspeccioné si el texto tenía marcas u otra clase de hilo conductor. Se nota si un libro ha sido leído. No se cierra del todo de la misma forma después de haber pasado las hojas, y todo hacía pensar que ese ejemplar nunca había sido abierto.

Para mi disgusto, había cogido la fotografía sin grabar en la mente en qué página estaba. Quizá no significara nada especial, pero me irritó mi descuido. Aunque luego recordé que estaba hacia la segunda mitad, lo cual se avenía bien con la escena en la que Kit Hansen era asesinada, pero no estaba del todo seguro.

Tras haber pasado todas las hojas del libro sin resultado alguno, volví a inspeccionar el sobre. Le di vueltas, lo giré una y otra vez, lo olí, miré dentro y metí los dedos hasta el fondo de las esquinas. No había nada que revelara información alguna del remitente. Mi nombre lo había escrito a máquina en una etiqueta blanca pegada un poco torcida en el sobre, como si se hubiera hecho a toda prisa o simplemente con descuido.

Al final me recliné en el sillón y fijé la mirada en la mesita del tresillo. Los tres objetos —el sobre, el libro y la fotografía— estaban alineados como si dieran instrucciones de cómo debían ser recogidos siguiendo el orden inverso.

Tal vez era Verner, que me estaba gastando una jugarreta. Seguro que había descubierto mi relación con Mona, él era la clase de persona que intentaría castigarme montando un número así. Si él quería, le era relativamente fácil conseguir una fotografía en el piso de Mona; pero el libro, eso sí que no sabía cómo lo había hecho. El ejemplar que yo le había regalado estaba firmado; pero, pensándolo bien, él tenía contactos en todas partes.

La idea era atrayente, pero ni siquiera conseguí engañarme a mí mismo. Verner, sencillamente, no tenía ingenio para llevar a cabo eso. Y mi teoría sobre el amante despechado caía por su propio peso. El buen humor que me había proporcionado la idea de poder explicar a Verner la relación entre todo eso fue sustituido por un desasosiego creciente.

Estaba mareado, pero no lo suficiente para vomitar, sentía que me faltaba el aire a pesar de lo mucho que aspiraba. Me entró picazón en los dedos y parecía que tenía las piernas atascadas en una posición fija y no podía moverme. Lo único que podía hacer era quedarme sentado mirando fijamente los tres objetos de encima de la mesa, pero, por más que intentaba hacerles una radiografía, no me revelaban nada.

La luz se debilitó y, al final, quedé a oscuras.

De pronto me acordé de la cita con Verner y miré el reloj. Faltaba media hora para que nos viéramos en el restaurante y me obligué a tomar un baño y cambiarme de ropa. El ritual de los movimientos hizo que me relajara un poco, pero mis dedos seguían temblando cuando metí la fotografía y el libro de nuevo en el sobre para llevármelo abajo. Cerca de la mitad de las veinte mesas del restaurante estaban ocupadas. Eran grupos pequeños. La mayoría, matrimonios norteamericanos, por lo que podía oír. Yo era el único que estaba sin compañía. Nunca me ha incomodado comer solo. En general, siempre llevo conmigo mi bloc de notas para evitar aburrirme.

Pedí un güisqui, un Bowmore doble, de doce años. Verner no solía darse maña para llegar puntual, así que me dispuse a esperar un rato.

Fue a través de Line como conocí a Verner. Estuvimos sentados uno al lado del otro en unas bodas de oro que celebró su familia, un acontecimiento que yo esperaba con pavor y antipatía, pero, cuando descubrí que mi compañero de mesa era policía, mi humor mejoró bastante. Aquella vez él estaba un poco fofo y llevaba una larga melena morena, pero ya tenía una clara barbilla partida y una nariz grande que junto a los ojos hundidos le daban un aspecto más bien poco atractivo. Esto no le privaba de hacerse notar con descaro y ensordecer a la mayoría de los comensales con su fanfarrón modo de hablar. Hablamos de casi todo durante la comida, y enseguida accedió a colaborar conmigo. Me ayudaría en mis pesquisas si le invitaba a cenar de vez en cuando.

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