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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (4 page)

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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La reunión con Verner tendría lugar el miércoles, en el restaurante del hotel. Sabía que debía contarle la verdad acerca de mi relación con Mona Weis si es que no la había descubierto ya, pero, de todas maneras, quería añadir mi propia teoría acerca de lo que había sucedido. El problema era que no tenía ninguna teoría.

Cuando, a pesar de todo, resultó que no podía dormir, intenté enfocar mi mente a resolver el enigma. Y acometí la situación como si fuera una de mis novelas. A menudo, están construidas en torno a un crimen central, un delito tan repulsivo que con toda seguridad permanecerá en el recuerdo del lector mucho tiempo después de concluida la lectura. Solo al llegar a concebir una idea precisa de esa escena, podía desarrollar la trama y la galería de personajes. Ahora el crimen ya se había perpetrado, pero la galería de personajes y la trama eran del todo diferentes a los de mi manuscrito. Debía empezar desde el principio, hallar una historia nueva partiendo de la misma base.

Enseguida tuve claro que mi propia persona figuraba en uno de los primeros lugares de la lista. La cuestión era qué función se me había adjudicado. ¿Debía ser el consejero, el chivo expiatorio, o se me desafiaba a hacer el papel de detective listo con la misión de aclararlo todo y solucionar el asunto?

La conciencia de que alguien pudiera inspirarse con mis crímenes no era algo nuevo para mí. En las innumerables entrevistas que había concedido, aparecía casi siempre la pregunta: «¿No temes que alguien pueda cometer tus crímenes en la vida real?».

Con toda modestia, tenía la percepción de que mis crímenes eran tan construidos y estaban tan integrados en la historia en la que se enmarcaban que una reconstrucción sería tan complicada como falta de sentido. Siempre me cercioraba de que los delitos estuvieran aderezados con toda suerte de detalles terroríficos y exóticos; debían diferenciarse de todos los que se habían escrito, llevar mi rúbrica para que al lector no le cupiera la más mínima duda de que era un Fons lo que estaba leyendo. Además había una serie de inconvenientes prácticos. En primer lugar, para perpetrar un crimen en el puerto de Gilleleje el asesino tenía que disponer de un bote. Los trajes de submarinismo no debían ofrecer posibilidad de ser rastreados, y el delito debía pasar desapercibido en un área con gran trasiego de barcos, incluso en esa época del año. La víctima debía ser secuestrada, preparada, transportada y asesinada antes de que alguien la echara en falta. Este tipo de cosas llevan tiempo, mucha preparación y que nada salga mal. En los libros es fácil. El lector está metido muy eficazmente en la narración, las reglas son otras y los acontecimientos adquieren sentido solo dentro del marco de la historia. Debe quedar muy claro que el malhechor es tan agudo que manifiestamente puede zafarse del más ingenioso complot y, a la vez, no perder motivación para realizar las consiguientes maquinaciones y la propia fechoría. No era esta la respuesta que yo daba a los periodistas. A la pregunta de si yo no temía que alguien se inspirara en mis novelas, les lanzaba una perorata acerca de cómo, en todas las épocas, la cultura ha sido sospechosa de despertar en las personas algo que no poseen. Los cómics, en su tiempo, se consideraron peligrosos y moralmente depravados, después les tocó a las películas cinematográficas, a los vídeos, los juegos de rol y, últimamente, a los juegos de ordenador. Mi tesis era que, si se comete un crimen, no es por culpa de un libro malo, sino de una mala persona. Libro o no libro, el asesinato se cometería de todas maneras. El argumento no solo solía cerrar la boca a los periodistas, sino que también tenía sentido para mí. El asesinato de Mona Weis no tenía sentido. Ella no tenía miedo ni al agua ni al buceo. El crimen solo tenía sentido en virtud de ser cometido de acuerdo con el guión, esa narración que yo había escrito.

Así que quizá no fuera Mona la única víctima.

Por muy repugnante que fuera el crimen, no podía ignorar que yo tenía parte en el caso. Alguien quería quitar a Mona de en medio y utilizó mi forma de proceder, incluso para cargarme la culpa a mí. Podía haber sido obra de un amante temperamental, uno de sus pescadores analfabetos al que le hubiera contado nuestra relación, incluso alabado. A través de la librería en la que trabajaba podía haberse agenciado un ejemplar y habérselo restregado por las narices al malhechor como un trapo rojo.

Esa fue la teoría a la que llegué tras una noche entera de especulaciones, un montón de notas, y más y más tragos de güisqui. Estaba seguro de que era así como todo casaba. No cabía otra posibilidad. Cuanto más pensaba en ello, más clara se dibujaba la escena ante mis ojos, y, entonces, me asaltó una apabullante sensación de que podía dar con el asesino consultando la guía telefónica o dando un paseo por la calle principal de Gilleleje. Me inundó un gran alivio, y me alegré de verme con Verner y contarle cómo todo encajaba. Se lo evidenciaría como Sherlock Holmes a Lestrede.

Sí, me alegraba la idea de ir a Copenhague.

5

N
UNCA FUE UNA DECISIÓN consciente esta de ser escritor. Más bien parece que ni tan siquiera tuve la opción, puesto que no puedo sino recordar que siempre he escrito, incluso antes de que en realidad pudiera escribir. De niño no dibujaba coches y casas como los demás niños, sino que imitaba las letras de los periódicos, los libros y las cartas de mis padres. Estaba convencido de que escribía historias, aunque solo copiara una lista de la compra, y después podía leer la historia a mis padres, que me escuchaban con devoción y siempre me hacían comentarios estimulantes.

Cuando aprendí a leer lo que había escrito, se convirtió en mi ocupación favorita, y cuando los demás dibujaban, yo escribía. Me imaginaba el dibujo que haría y, en su lugar, describía la imagen con palabras.
Los indios a caballo incendian el fuerte cowboy con flechas encendidas
fue mi primera obra. Tenía en mi mente una clara imagen de la escena y la evocaba con detalle al leer mi texto. Esto frustraba a mis profesores y preocupaba a mis padres; podía ocurrir también que hiciera un dibujo de lo más normal, más que nada para tranquilizarles. En ese caso, siempre se escurrían letras en la historia: un elefante era una «a»; una casa, una «h»; y un pájaro, una «m» en el cielo sombreado de azul.

Pasados los primeros cursos se dejaba de dibujar, y mis padres pudieron respirar al fin, y ahora se regocijaban con las buenas notas que sacaba su chico en lengua. Escribía artículos para la revista de la escuela y editaba mis propias historias, que laboriosamente copiaba con papel carbón y distribuía en la pausa del almuerzo. Despertaba cierta expectación, más que nada porque lo hacía por iniciativa propia.

En el instituto seguí cultivando mi creatividad escritora. Fui redactor de la revista
Posten
ya desde primero y, muy pronto, debido a mis sarcásticos reportajes y mis agudos editoriales, me convertí en uno de los alumnos que todo el mundo conocía y reconocía. Mi aspecto cambió. Me teñí el pelo negro carbón, llevaba ropa negra y escuchaba a The Cure. En ocasiones especiales me pintaba las uñas de negro y usaba sombra de ojos. Empecé a fumar, más bien marcas de la Europa del Este, sin filtro; y mi alcohol preferido era el güisqui barato, por lo general J& B o King George.

Para mi total sorpresa constaté que una diestra pluma era enormemente efectiva en el trato con el sexo opuesto, y en repetidas ocasiones pude constatar que tenía el poder de bajarle las bragas a una chica. Después dejaba constancia del acto con toda suerte de detalles e imágenes tan vivas que me permitía vender copias a los muchachos más calenturientos, que acto seguido corrían a los lavabos para masturbarse leyéndolas. Empero, siempre me aseguraba de esconder la identidad de mis «víctimas», aunque la mayoría seguro que sacaban la cuenta; a algunas, en realidad, las honraba pasar a formar parte de mi biblioteca de conquistas. Eso no disminuía ni mucho menos mi popularidad, y me vi rodeado de un pequeño grupo de discípulos. A lo Cyrano de Bergerac, a su mejor usanza, ayudamos a las chicas de primer curso a abandonar su penosa virginidad. También falsificábamos cartas de padres a cambio de dinero, claro. No había nada que no se pudiera conseguir con un buen texto o un poema, y fue en esa época cuando se nos ocurrió la idea de crear un grupo de escritura —un creativo Utopía— que no se ocuparía de otra cosa que no fuera escribir y leer. Nos consagraríamos a la letra impresa con una seriedad y devoción propias de un convento; ahora ese entusiasmo e ingenuidad de entonces me hacen sonreír.

Mis padres contaban con que fuera periodista. Tenía talento y buenas notas para ello, y dado que había demostrado interés por el oficio escribiendo revistas escolares, no se les puede reprochar que albergaran ambiciones en ese sentido. Pero eso no era para mí. Opinaba que un periodista está demasiado atado, yo nunca me perdonaría que tuviera que escribir para
Ekstra Bladet
o una revista semanal. El control sobre la historia y las palabras era de importancia vital para nosotros, y nuestra idea de la literatura como medio de comunicación supremo no dejaba demasiado lugar para los compromisos.

Para enojo de mis padres, dos de mis compañeros «escribidores» y yo realizamos nuestro sueño de irnos a vivir los tres juntos a un piso, un colectivo literario, Scriptoriet lo llamamos, concretamente a un piso señorial de seis habitaciones en el barrio de Norrebro, cerca del lago Soerne, en Copenhague. Eso antes de que la zona fuera renovada y cuando los alquileres eran todavía asequibles, a pesar de que el tamaño de los pisos y su situación fueran de lo mejor.

En especial mi madre estaba muy preocupada, pero creo que mi padre estaba tan convencido de que me arrepentiría y volvería a la vía del periodismo que sencillamente la persuadió para que aceptara mi pequeño «capricho». El compromiso era que empezara una carrera de teoría literaria, pero fue más que nada para tener acceso al modesto crédito estatal de estudios. Con todo, no alcanzaba para mantenernos, así que para pagar el alquiler debíamos aceptar pequeños trabajos. Y en eso no éramos exigentes: repartíamos el correo, hacíamos de dependientes y lavábamos botellas de cerveza en la fábrica de Carlsberg.

Una parte precisamente nada insignificante de nuestros gastos se iba en tabaco y güisqui, que para entonces creíamos que eran el combustible de la creatividad, y no pocas veces agarramos unas melopeas increíbles en nuestras sesiones de escritura-jazz, que duraban hasta las tantas de la noche.

Mis dos compañeros de escritura eran Bjarne y Morten. Bjarne era algo así como un oso de peluche, grande y bonachón, y solo escribía poemas sobre la naturaleza y otros temas espirituales. Era imposible hacerle rabiar y, a menudo, hacía de pararrayos entre los otros dos, que éramos más temperamentales. Él y yo teníamos un montón de motes diferentes, pero Morten no se llamó de otra manera que Mortis, a causa de su larguirucho y pálido cuerpo y porque sus textos siempre trataban de la muerte, en una u otra modalidad. No hacía concesiones de estilo y era muy sensible a las críticas. Algunas veces no nos hablaba durante varios días si criticábamos su trabajo.

Yo había escrito diferentes clases de textos, pero una parte prominente de mi producción tenía un velado cariz sexual. De esta manera, nos parecía que cubríamos los tres temas más importantes: vida, sexo y muerte.

Cuando no escribíamos, trabajábamos o hacíamos como que estudiábamos y dábamos fiestas.

Nuestras fiestas eran siempre populares y, en general, aparecían en ellas de cinco a diez caras nuevas cada vez. No nos parecía mal siempre que se comportaran y contribuyeran con un cartón de cervezas, una botella de alcohol duro o algo más fuerte. Creo que no éramos populares entre los vecinos, pero nunca se quejaron.

La fiesta que mejor recuerdo, por muchas razones, fue la «Fiesta del Ángulo», que celebramos a los tres años de habernos mudado al piso. Los tres habíamos intentado que nos editaran nuestros textos, pero a excepción de Bjarne, a quien le habían publicado una selección de sus poemas en una revista literaria
underground
—sin pagarle, naturalmente—, nuestros esfuerzos habían sido en vano. «Pretencioso y desestructurado», me echaron en cara en mi primer intento de escribir una novela, y a Mortis le hicieron saber que sus textos eran banales, ingenuos, llenos de fallos gramaticales y clichés. No nos preocupó lo más mínimo; en todo caso, nos negábamos a demostrar nuestra decepción y nos prometimos que lo último que haríamos sería traicionar nuestra integridad.

El momento crucial para mí llegó con
Desde ese ángulo muerto
, que era un estudio de la novela policiaca como género. Describí el mismo crimen desde todos los ángulos posibles, de ahí el título, y aunque era muy corta y experimental, a la editorial ZeitSign le gustó y me ofreció publicarla. Todavía hoy me pregunto qué vio Finn Gelf, el editor, en ella. Además, casi se queda solo defendiendo que era lo suficientemente buena para ser publicada. Pero en ese momento me sentí orgulloso y exultante de alegría. Había grabado mi muesca en la culata de la pistola cultural, dejado mi abolladura en la coraza de la historia de la literatura, y me sentía cerca de la inmortalidad.

Desde ese ángulo muerto
fue machacada por la crítica y se vendieron cerca de doscientos ejemplares, pero el día en que celebramos la «Fiesta del Ángulo» faltaban todavía meses para la publicación, así que era felizmente inconsciente del recibimiento que tendría el libro y estaba muy emocionado con la gran fiesta que nunca antes habíamos celebrado en el piso. Vendrían muchos invitados, habría más alcohol y drogas que nunca, y montones de chicas y música en vivo. Se invitó a todo el mundo. Y todos vinieron. El piso era un hervidero de gente, de la que yo conocía a la mitad.

Por la mañana había estado en Nyhavn para tatuarme el número de ISBN en el brazo, un acto ritual que habíamos prometido llevar a cabo cuando nos publicaran el primer libro. Varias veces tuve que quitarme la camisa para mostrar que había cumplido mi promesa; la mayoría de los asistentes quedaron impresionados con mi tatuaje en forma de círculo justo debajo del hombro.

En medio del mar de gente sucedió lo que suele suceder a veces en las reuniones grandes: de pronto se abrió un espacio entre el gentío, un corredor que quedó libre, de manera que se podía divisar todo el salón hasta la puerta de entrada.

En el vano de la puerta apareció Line.

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