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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto (10 page)

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Si existía alguna forma de celos entre nosotros, era de carácter económico.

Ese piso grande exigía bastante dinero y Line era la que tenía ingresos más estables. Yo tenía pequeños trabajos, pero nunca ganaba suficiente para llegar a pagar la mitad del alquiler. No era algo de lo que habláramos o que representara un gran problema, pero había periodos en los que mi vanidad quedaba tocada. No mejoraba la situación que me resultara muy difícil escribir durante los años posteriores a la boda. Los trabajos que tenía implicaban horarios irregulares o eran tan agotadores físicamente que en mis ratos libres no me quedaban ganas de sentarme a escribir o ser creativo.

El fracaso de
Las paredes hablan
estaba siempre presente en algún sitio de mi mente, y la frustración de no poder crear nada nuevo
crecía
, día a día. Por primera vez en mi vida empecé a dudar de si tendría madera de escritor. Quizá me había quemado ya antes de empezar. Escribía en horas raras del día, cuando podía hacer un agujero entre esos trabajos esporádicos y las actividades de Line. A menudo me hallaba bajo el efecto del alcohol, una costumbre que cogí en el colectivo y que en absoluto mejoraba la calidad del trabajo. No pocas veces tenía que romper todo lo que había escrito la tarde anterior estando borracho de güisqui, pero yo creía que necesitaba el alcohol para poner la escritura en marcha. A lo único que me llevaba era a sentirme tan cansado por las mañanas que los pequeños trabajos se me hacían cuesta arriba, y aún más sentarme a mi escritorio de nuevo.

La carrera de Line, en cambio, avanzaba. Recibía nuevas ofertas de trabajo todo el tiempo y empezaron a darle papeles de solos en las obras y fue halagada en varias críticas. Yo asistía a todas las obras que podía, y pude constatar que era muy buena, aun sin entender de danza. Era un buen pretexto para salir del piso, abandonar mi escritorio y visitar los teatros de Copenhague, que de no ser así seguro que no habría conocido. Algunas veces Bjarne y Anne me acompañaban, y después los cuatro nos íbamos de marcha por la ciudad. A pesar de que Line había danzado toda la noche, seguía teniendo ganas de bailar, y siempre conseguía sacarme aunque yo no tuviera demasiadas ganas. Era su sonrisa la que lo lograba, sabía cómo debía sonreír, de modo que yo me rendía.

Siempre.

11

F
INN ME HABÍA DADO UN MONTÓN de entradas gratis para la feria del libro.

Poco a poco se había convertido en un ritual establecido el que yo visitara a mis padres y les proporcionara entradas. Lo esperaban. No era porque les faltara dinero. Los dos estaban jubilados, pero cobraban una buena pensión y sus dos propiedades, la casa en el barrio de Valby y la casa de vacaciones en Marielyst, tenían un valor considerable.

Sin embargo, no querían pagar la modesta entrada a la feria del libro y, a veces, les parecía necesario recordármelo varios meses antes. También esperaban que se las entregara personalmente cuando estuviera por los alrededores; era una tradición que habíamos mantenido en los últimos años. Por otra parte, era la única ocasión en que estábamos juntos, una vez al año en una cena con vino tinto y charlas sobre libros, el tema más neutral que podíamos tratar.

Mi padre, Niels, había sido profesor, y de ahí provenía su interés por la literatura. Mi madre, Hanne, había seguido la tradición familiar y se había convertido en médica a una edad relativamente joven. En su familia se leía mucho; recuerdo que, en su casa de Hellerup, había una biblioteca muy grande repleta de clásicos bien encuadernados,
desde
el suelo al techo, gruesas alfombras y blandos muebles de piel con los que los niños no podíamos jugar.

Fue su interés común por la literatura lo que hizo que acabaran juntos. Se conocieron en una lectura de poemas en el colegio mayor Regensen, en el centro de Copenhague. Los dos eran estudiantes jóvenes; por parte de mi madre seguro que hubo algo de sublevación en el acto de escoger precisamente a mi padre. La familia de mi madre no estaba entusiasmada con Niels. Habían abrigado la esperanza de que su hija conociera a un médico o a un profesor de universidad, un intelectual de su misma altura con el que poder hacer tertulia en la cena. Niels era el primero de su familia en prolongar los estudios más allá de la escuela básica y pasaron algunos años antes de que su suegro lo aceptara. Sus conocimientos literarios le ayudaron para ello, pero el momento decisivo fue cuando les dio un nieto.

El interés de mis padres por los libros no incluía los míos. Yo les enviaba siempre un ejemplar firmado cuando publicaba, pero
no lo leían
. «No
es para nosotros
»,
solían
decir si yo era lo bastante tonto como para preguntarles si lo habían leído. Casi por fuerza leyeron mis primeras publicaciones, pero su único comentario fue que ellos eran «demasiado viejos para esas cosas». Podía muy bien ser así, pero creo que era más una cuestión de que nunca aceptarían que yo no tuviera un «trabajo serio». Al no tener los dos primeros libros buena acogida, seguro que pensaron que yo abandonaría. Tuvimos un par de enfrentamientos y la situación llegó al punto culminante una noche, unos meses después de la boda, estando Line y yo de visita en su casa. Cuando una vez más volvieron a la carga insinuando que debía cambiar de profesión, me enfadé tanto que abandoné la casa y el contacto con mis padres se cortó durante mucho tiempo a pesar de los conciliadores argumentos de Line. Si ella no se hubiera quedado embarazada y hubiera insistido en reanudar la relación en consideración al bebé, probablemente no los hubiera visto nunca más.

Tomé un taxi a Valby. Era ya entrada la tarde, y el sol estaba bajo en el horizonte, por lo que el chófer tuvo que ponerse las gafas de sol. Yo siempre me sentaba detrás. En general eso hace que el conductor entienda que no deseo conversar, pero esa vez estaba claro que el taxista no captó la señal, porque habló por los codos, sobre el tiempo, el deporte y los últimos titulares de la prensa. A mí no me hacía falta decir nada, él se lo decía todo, pero, aun así, me irritó un poco.

Cuando llegué a casa de mis padres en aquel barrio residencial de Copenhague, no estaba del mejor humor que digamos, y la perspectiva de compartir la velada con Niels y Hanne no lo mejoraba. El taxista no tuvo propina.

Mi madre me dio una abrumadora acogida, y Niels me endilgó un Martini, más que seco, casi antes de quitarme la chaqueta. Habían envejecido durante el año que había transcurrido. Hanne tenía el pelo completamente blanco, las arrugas alrededor de sus ojos eran más marcadas, y la piel del rostro era un poco más flácida. La coronilla de mi padre era más grande. Le quedaban solo un par de centímetros de pelo a los lados y detrás en la nuca, pero le sentaba bien, y decidí que quería que fuera una buena velada.

Su buen humor se debía a que al fin habían reservado el viaje a Tailandia que tanto habían soñado. Seis semanas por Año Nuevo, con excursiones en barco, visitas a templos y la posibilidad de montar en elefante. Después de haberse jubilado, habían gastado sus buenas sumas de dinero en viajes. Buena parte de su vida la habían vivido a través de los libros y yo les animaba a ver el mundo sin filtros ahora que tenían ocasión de hacerlo.

Lo que me resulta más extraño cuando visito a mis padres es comprobar que mantienen contacto con Line y con las nietas, mis hijas. Siempre me sorprende un poco ver sus fotografías colgadas en la pared. Sus vidas siguen su curso naturalmente; pero, a veces, a mí eso se me olvida, y las imágenes de Line y las niñas me hacen un efecto parecido a si me traspasara un electroshock. Es irreal ver los cambios así de año en año. Esas personas que fueron tan próximas a mí, de repente, están totalmente cambiadas. Las niñas crecen a un ritmo inquietante y Line madura con un encanto increíble. Me da una punzada en el corazón el verlas siempre tan felices en las fotos. Algunas veces, Bjorn, su actual marido, está presente y siempre me pongo a pensar si las niñas lo llamarán padre; es algo que me corta la respiración.

Los dos primeros años después del divorcio, mis padres escondían las fotografías cuando yo llegaba. Quedaban claras marcas en la pared donde habían estado. Poco a poco creo que fueron olvidándolo, y más tarde esperaban que yo ya lo tuviera superado. Y eso también era cierto, pero siempre me entristecía verlas, y a menudo deseaba que la situación fuera otra.

También este año
tenían fotografías nuevas, muy recientes, porque habían sido tomadas en la casa de Marielyst y era verano, así que posiblemente tenían un par de meses. Una de ellas estaba especialmente conseguida. Era de las dos chicas, con Line en el centro. Las tres llevaban vestidos blancos y la pequeña, Mathilde, le ponía a Line en la cabeza una corona de flores hecha por ella en casa. La mayor, Veronika, sonreía a la cámara. Había crecido mucho. ¿Trece, o tenía catorce ahora? Tenía la misma sonrisa que la madre.

—Son guapas —dije, y tomé un sorbo de Martini. Hanne estaba en la cocina preparando la cena y Niels estaba sentado en el sillón.

—Sí —dijo un poco vacilante—. Las he tomado con la cámara digital.

—¿Están bien?

—Claro, claro —respondió—. Están muy bien.

Me incliné hacia las fotografías para estudiar una curva en el rostro de Mathilde.

—¿Alguna vez preguntan por mí? —pregunté en el tono más neutro posible.

—Ah, no lo sé, Frank —dijo mi padre, cohibido—. Es mejor que se lo preguntes a tu madre. Yo no hablo de esas cosas con ellas. Soy de más utilidad cuando hay que leer historias o jugar al criquet.

Se hizo un silencio incómodo hasta que yo le pregunté por su nueva cámara. Locuaz, Niels me habló de su compra y las fantásticas funciones que incorporaba. Casi ni me enteré de lo que iba diciendo; me costaba quitar los ojos de las fotografías.

Durante la cena hablamos de su próximo viaje y de libros. Ya habían planificado a qué conferencias y entrevistas de la feria del libro asistirían, y aprovecharían la ocasión para comprar guías para su viaje. Intercambiamos recomendaciones de libros que habíamos leído a lo largo de ese año y mi padre me largó un discurso amargo de cómo se enseña la historia de la literatura en las escuelas hoy en día.

Yo me sentía a gusto discutiendo sobre literatura con ellos y feliz de que eso no condujera a crímenes ni mutilaciones en el mundo real. Mi preocupación por Mona Weis desapareció con el asado de buey, regado con un buen Barolo, otra de las inversiones preferidas en su jubilación, y todos estábamos un poco embriagados. Contribuyeron también el par de copas de buen coñac que acompañaron al postre.

Mi padre quitó la mesa y se puso a fregar los platos. Con el tiempo se había implantado un reparto de tareas domésticas, y a él le encantaba. Ni soñarlo eso de comprar un lavaplatos, no porque fueran ahorradores o no pudieran manejarlo, sino porque a mi padre le gustaba lavar los platos.

Hanne y yo permanecimos sentados a la mesa. Quedaba coñac en las copas y estábamos demasiado llenos para levantarnos. Los temas de viajes y libros se habían agotado, así que hubo una pausa en la conversación.

—Las chicas tienen buen aspecto —dije rompiendo el silencio.

Mi madre sonrió.

—Sí, son tan buenas y cariñosas —dijo—. Pasaron una semana con nosotros en Marielyst, este verano.

—¿Están bien?

—Sí, pero han crecido tanto. —Se rio entre dientes—. Pasa tan rápido el tiempo.

Olfateé el coñac y el vaho de alcohol me rozó los orificios de la nariz.

—¿Preguntan por mí?

Su sonrisa desapareció y atrapó mi mirada.

—No empieces de nuevo, querido —dijo con mirada implorante.

Yo me encogí de hombros.

—Solo quiero saber eso —dije tranquilo—. ¿O me han olvidado?

—Claro que no te han olvidado, Frank.

—¿Preguntan por mí? —repetí con tono más duro.

—Déjalo estar —contestó.

—Dilo solo tal y como es.

Me miró escrutándome y yo le sonreí.

—Sí, a veces preguntan por ti —soltó al fin, y suspiró—. Principalmente la mayor. Seguro que puedes imaginarte lo que es ser adolescente y tener un padrastro.

—¿Pasa algo?

—Bjorn es un buen padre —me interrumpió tajante—. Es simplemente la rebeldía adolescente.

Los dos bebimos coñac.

—¿Y qué le contáis de mí? —pregunté.

—Para ya, Frank.

—Solo tengo curiosidad por saber qué le contáis a mi hija cuando pregunta por su padre —dije levantando la voz—. Porque debéis de responderle, ¿no?

—Frank…

—¿O es que solo calláis? —Mi rabia se había inflamado, ayudada por el alcohol—. ¿Papá Frank es algo de lo que no se habla comiendo?

Hanne sacudió la cabeza. Tenía los ojos acuosos.

—Dímelo, pues. ¿Le decís que he salido de viaje?

—Mi buen Frank…

—¿Estoy muerto? —solté lacónico.

—Tranquilízate, hijo —dijo mi padre, que había venido de la cocina. Llevaba un delantal a rayas, se secó las manos con un paño de cocina y tenía un aspecto más de querer volver al fregadero lo antes posible que otra cosa.

Me levanté y abrí los brazos en un ademán que pretendía resultar conciliador.

—Solo quiero saber qué le contáis a mi hija.

A Hanne las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Y yo no entendía por qué. Era yo el que no podía ver a sus hijas. Sin embargo, ella podía verlas siempre que quisiera, jugar con ellas, consolarlas, cantarles, acariciarlas.

Aticé un golpe en la mesa que les produjo un sobresalto a los dos.

—¿Qué le decís?

—¡Le decimos que estás enfermo! —gritó Hanne. Me la quedé mirando fijamente.

—¿Qué quieres que hagamos? —continuó—. Está claro que tú estás enfermo, Frank. Necesitas ayuda. ¿Qué podemos decirle? Es lo suficientemente mayor para entender lo que es una orden de alejamiento. —Sepultó el rostro entre sus manos.

Niels le pasó el brazo por los hombros y me lanzó una mirada de reproche.

—¿Era esto necesario? —preguntó a la vez que sacudía la cabeza.

Miré mis manos. Temblaban. Agarré la copa y vacié el coñac antes de ir hacia la entrada, cogí mi chaqueta y el correo y salí de la casa. Nadie intentó detenerme.

La calle con chalés estaba oscura y desierta. A paso rápido, me dirigí a la calle principal, en la que enseguida paré un taxi. Tiré la bolsa al asiento trasero y pronuncié con enfado la dirección del hotel a ese taxista desprevenido. El mantuvo un silencio inteligente.

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