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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (2 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Dejó el dinero en la acera y volvió corriendo al callejón. Con la mano buena hurgó entre la basura del contenedor hasta que encontró una bolsa de papel. Luego volvió a la acera y metió el dinero en la bolsa.

En la cabina tuvo que hacer malabarismos para descolgar el teléfono y marcar sin soltar el dinero ni usar la mano quemada. Marcó el 911 y mientras esperaba miró la quemadura. La verdad era que, más que dolerle, tenía muy mala pinta. Intentó flexionarla y la piel negra se resquebrajó. Madre mía, esto debería doler. Y también debería darme asco, pensó, pero no me lo da. La verdad es que no me siento tan mal, a fin de cuentas. He tenido más agujetas después de un partido de tenis con Kurt. Qué raro.

El teléfono emitió un chasquido y una voz de mujer surgió de la línea.

—Hola, ha llamado al número del servicio de emergencias de San Francisco. Si se encuentra actualmente en peligro, pulse uno; si el peligro ya ha pasado, pero sigue necesitando ayuda, pulse dos.

Jody marcó el dos.

—Si ha sufrido un robo, pulse uno. Si ha sufrido un accidente, pulse dos. Si le han asaltado, pulse tres. Si llama para informar de un incendio, pulse cuatro. Si...

Jody repasó de memoria las opciones y marcó el tres.

—Si le han disparado, pulse uno. Si le han apuñalado, pulse dos. Si le han violado, pulse tres. Para cualquier otra agresión, pulse cuatro. Para volver al menú, pulse cinco.

Jody pensaba marcar el cuatro, pero marcó el cinco. Oyó una serie de chasquidos y la voz grabada volvió a aparecer.

—Hola, ha llamado al número del servicio de emergencias de San Francisco. Si se encuentra actualmente en peligro...

Jody colgó de golpe, rompió el auricular y estuvo a punto de arrancar el teléfono del poste. Retrocedió de un salto y se quedó mirando los desperfectos. La adrenalina, pensó.

Voy a llamar a Kurt. El puede venir a buscarme y llevarme al hospital. Buscó a su alrededor otra cabina. Había una junto a su parada de autobús. Al llegar a ella se dio cuenta de que no tenía cambio. Llevaba el bolso en el maletín y el maletín había desaparecido. Intentó acordarse del número de su tarjeta telefónica, pero Kurt y ella

se habían ido a vivir juntos hacía solo un mes y todavía no lo había memorizado. Levantó el teléfono y marcó el número de la operadora.

—Quiero hacer una llamada a cobro revertido de parte de Jody. —Dio el número a la operadora y esperó mientras sonaba la línea. Saltó el contestador.

—Parece que no hay nadie en casa —dijo la operadora.

—No lo coge porque no reconoce el número. Dígale que...

—Lo siento, no se nos permite dejar mensajes.

Jody colgó y destrozó el teléfono. Esta vez, a propósito.

Pensó: Tengo cientos de miles de dólares y no puedo hacer una puñetera llamada. Y Kurt no coge el teléfono. Debe de ser muy tarde. Lo normal sería que contestara. Si no estuviera tan cabreada, me pondría a llorar.

La mano había dejado de dolerle y cuando volvió a mirarla parecía haberse curado un poco. Me estoy volviendo loca, pensó. Locura postraumática. Y tengo hambre. Necesito atención médica, necesito una buena comida, necesito un policía compasivo, una copa de vino, un baño caliente, un abrazo, y mi tarjeta de crédito para ingresar este dinero. Necesito...

El 42 dobló la esquina y Jody se palpó instintivamente el bolsillo de la chaqueta en busca de su abono. Seguía allí. El autobús se detuvo y la puerta se abrió. Jody enseñó el abono al conductor al subir. Él soltó un gruñido. Ella se sentó en el primer asiento, frente a otros tres pasajeros.

Llevaba cinco años cogiendo el autobús y, de vez en cuando, por el trabajo o porque salía tarde del cine, tenía que cogerlo muy tarde. Pero esa noche, con el pelo alborotado y lleno de mugre, las medias rotas, el traje arrugado y sucio (desgreñada, desorientada y desesperada), sintió que encajaba allí por primera vez. Los psicópatas se animaron al verla.

—¡Aparcamiento! —farfulló una mujer al fondo. Jody levantó la mirada.

—¡Aparcamiento! —La mujer llevaba una bata floreada y unas orejas de Mickey Mouse. Señalaba por la ventanilla y gritaba—: ¡Aparcamiento!

Jody miró para otro lado, avergonzada. Pero la entendía muy bien. Ella tenía coche, un Honda con cinco puertas, pequeño y rápido, y desde que había encontrado aparcamiento frente a su piso hacía un mes, solo lo movía los martes por la noche, cuando pasaba la barredora de calles, y volvía a aparcarlo en cuanto el camión se alejaba. Quitar el sitio a los demás era tradición en la ciudad; uno tenía que defender el aparcamiento con la vida. Jody había oído decir que en el barrio chino había aparcamientos ocupados por la misma familia desde hacía generaciones, vigilados

como las tumbas de honorables ancestros y protegidos con no pocos sobornos de las bandas callejeras chinas.

—¡Aparcamiento! —gritó la mujer.

Jody miró al otro lado del pasillo y se topó con los ojos de un hombre harapiento con barba y abrigo. El sonrió tímidamente; luego se abrió despacio el abrigo, dejando al descubierto una impresionante erección que asomaba por la bragueta de sus pantalones.

Jody le devolvió la sonrisa, sacó de la chaqueta su mano quemada y renegrida y la levantó para que la viera. El hombre se cerró el abrigo y se encogió en el asiento, vencido y malhumorado. A Jody le sorprendió haber hecho aquello.

Junto al hombre de la barba había una chica que iba deshaciendo con furia un jersey de punto y haciendo un ovillo con la lana, como si tuviera intención de llegar hasta el final del hilo y volver luego a tejer el jersey. Junto a la tejedora había un hombre mayor, con traje de paño, gorra de cazador de lana y un bastón sujeto entre las rodillas. Cada pocos segundos le daba un retumbante ataque de tos y luego luchaba por recuperar el aliento mientras se secaba los ojos con un pañuelo de seda. Vio que Jody lo estaba mirando y sonrió con aire de disculpa.

—Es solo un resfriado —dijo.

No, es mucho peor que un resfriado, pensó ella. Se está muriendo. ¿Y cómo lo sé yo? No sé cómo lo sé, pero lo sé. Sonrió al viejo y se volvió a mirar por la ventana.

El autobús iba pasando por North Beach y las calles estaban llenas de marineros, gamberros y turistas. Alrededor de cada uno, Jody veía un vago halo rojo y rastros de calor en el aire cuando se movían. Sacudió la cabeza para aclarar su visión y volvió a mirar a los ocupantes del autobús. Sí, todos tenían aquel halo, alguno más brillantes que otros. Alrededor del viejo del traje de paño había un anillo oscuro, además del halo rojo. Jody se frotó los ojos y pensó: Debo de haberme dado un golpe en la cabeza. Van a tener que hacerme un tac y un electroencefalograma. Me va a costar una fortuna. A la empresa le va a sentar fatal. A lo mejor puedo tramitar yo misma la reclamación y consigo qué me la aprueben. Bueno, voy a llamar para decir que estoy enferma y que no voy el resto de la semana, eso desde luego. Y tendré que hacer un montón de compras en cuanto acabe en el hospital y la comisaría. Un montón de compras. Además, de todos modos voy a estar una temporada sin poder manejar el teclado.

Se miró la mano quemada y volvió a pensar que parecía haberse curado un poco. Aun así, voy a tomarme la semana libre, se dijo.

El autobús se detuvo en Fisherman's Wharf y Ghirardelli Square, donde subieron grupos de turistas vestidos con pantalones cortos de nailon de colores fluorescentes y sudaderas de Alcatraz, charlando en francés y alemán mientras trazaban líneas en

planos de la ciudad. Jody sintió el olor a sudor y a jabón, a mar, a marisco hervido, a chocolate y licor, a pescado frito, a cebollas, a pan fermentado, a hamburguesas y a humo de coches que despedían los turistas. A pesar del hambre que tenía, el olor de la comida le daba náuseas.

Tranquilos, no pasa nada porque os duchéis durante vuestra visita a San Francisco, pensó.

El autobús enfiló Van Ness y Jody se levantó y se dirigió a la puerta de salida pasando a empujones entre los turistas. Unas manzanas más allá, el autobús se detuvo en la calle Chesnut y ella miró hacia atrás antes de bajarse. La mujer de las orejas de Mickey Mouse miraba apaciblemente por la ventana.

—¡Uau! —dijo Jody—. Mira cuántos aparcamientos.

Al bajarse del autobús, la oyó gritar:

—¡Aparcamiento! ¡Aparcamiento!

Sonrió. Pero, ¿por qué he hecho eso?

¡Oh, el amor líquido!

Instantáneas de medianoche: una mujer obesa con una picana eléctrica acosando a un caniche, una pareja de gais maduritos corriendo en chándal de diseño, una universitaria pedaleando en una bici de montaña: el rastro de sus mechones permanentados y un borrón de calor rojo; el murmullo de los televisores dentro de los hoteles y las casas, el ruido de los calentadores y las lavadoras, el viento agitando las hojas de los sicómoros y silbando entre los abetos, una rata saliendo de su madriguera en una palmera: sus garras raspando el tronco. Olores: el sudor del miedo de la mujer del caniche, agua de rosas, océano, savia, ozono, grasa, humo de coches y sangre: sangre caliente y dulce como hierro azucarado.

Solo había tres manzanas desde la parada del autobús al edificio de cuatro plantas en el que compartía piso con Kurt, pero a Jody le parecieron kilómetros. No fue el cansancio, sino el miedo lo que alargó la distancia. Creía haber perdido hacía mucho tiempo su miedo a la ciudad, pero allí estaba de nuevo: miraba hacia atrás mientras intentaba darse ánimos para mirar hacia delante y seguir caminando sin echar a correr.

Cruzó la calle al llegar a su manzana y vio el Jeep de Kurt aparcado frente al edificio. Buscó su Honda, pero había desaparecido. Quizá Kurt se lo había llevado, pero ¿para qué? Le había dejado una llave por cortesía. En realidad, se suponía que no debía usarlo. No tenían tanta confianza.

Miró el edificio. Las luces de su apartamento estaban encendidas. Se concentró en el ventanal y oyó la voz de Louis Rukeyser comentando entre retruécanos la semana en Wall Street. A Kurt le gustaba ver cintas grabadas de Wall Street Week antes de irse a la cama. Decía que así se relajaba, pero Jody sospechaba que oír a directores financieros calvos hablando de mover millones excitaba en él una especie de estímulo sexual latente. En fin, si un repunte del Dow Jones levantaba una tienda de campaña en el pantalón de su pijama, por ella bien. El último tipo con el que había vivido pretendía que le hiciera pis encima.

Al empezar a subir las escaleras vio movimiento por el rabillo del ojo. Alguien se había escondido detrás de un árbol. Veía un codo y la punta de un zapato detrás del árbol, incluso en la oscuridad. Pero no fue eso lo que la asustó. No veía el halo de calor. No verlo ahora era tan perturbador como había sido verlo unos minutos antes:

había llegado a esperarlo. Fuera quien fuese el que estaba detrás del árbol, estaba tan frío como el propio árbol.

Subió corriendo las escaleras del portal, apretó el timbre y esperó una eternidad a que Kurt respondiera.

—¿Sí? —chisporroteó el portero automático.

—Kurt, soy yo. No tengo llave. Ábreme.

La cerradura zumbó y Jody entró. Miró hacia atrás a través del cristal. La calle estaba desierta. La figura de detrás del árbol había desaparecido.

Subió a todo correr los cuatro tramos de escaleras. Kurt estaba esperándola en la puerta del apartamento. Llevaba puestos unos vaqueros y una camisa Oxford. Tenía treinta años, era rubio, atlético y podría haber sido modelo, pero ansiaba, más que cualquier otra cosa, ser corredor de bolsa en Wall Street. Se ganaba la vida anotando pedidos en una casa bursátil de descuentos y se pasaba el día delante de un teclado, con unos auriculares puestos y trajes que no podía permitirse, viendo pasar el dinero ajeno. Tenía las manos a la espalda para esconder las muñequeras de velero que se ponía por las noches para aliviar el dolor del síndrome del túnel carpiano. No se llevaba las muñequeras al trabajo: el túnel carpiano era cosa de currantes. Por las noches se tapaba las manos, como un niño con aparato dental que temiera sonreír.

—¿Dónde has estado? —preguntó, más enfadado que preocupado.

Jody quería sonrisas y compasión, no reproches. Se le saltaron las lágrimas.

—Me han atacado. Alguien me pegó y me metió debajo de un contenedor. —Alargó los brazos hacia él—. Me quemaron la mano —sollozó.

Kurt le dio la espalda y entró en el apartamento.

—¿Y dónde estuviste anoche? ¿Dónde has estado hoy? Han llamado un montón de veces de tu oficina.

Jody entró tras él.

—¿Anoche? ¿De qué estás hablando?

—La grúa se llevó tu coche, ¿sabes? No encontré la llave cuando pasó la máquina barredora. Vas a tener que pagar para sacarlo del depósito.

—Kurt, no sé de qué estás hablando. Tengo hambre, estoy asustada y tengo que ir al hospital. ¡Me han atacado, maldita sea!

Kurt fingió estar ordenando sus cintas de vídeo.

—Si no querías comprometerte, no debiste venirte a vivir conmigo. Todos los días tengo oportunidades con otras mujeres.

Su madre se lo había dicho: nunca te líes con un hombre más guapo que tú.

—Kurt, mira esto. —Jody levantó su mano quemada—. ¡Mira!

Kurt se volvió despacio y la miró; el cinismo de su expresión se convirtió en horror.

—¿Cómo te has hecho eso?

—No lo sé, me quedé inconsciente. Creo que tengo una lesión en la cabeza. Tengo la vista... Lo veo todo raro. ¿Puedes ayudarme, por favor?

Kurt empezó a describir un círculo cerrado alrededor de la mesa baja, sacudiendo la cabeza.

—No sé qué hacer. No sé qué hacer. —Se sentó en el sofá y empezó a balancearse.

Jody pensó: Este es el que llamó a los bomberos cuando se atascó el váter, y yo le estoy pidiendo ayuda. ¿En qué estaría yo pensando? ¿Por qué me atraen los hombres débiles? ¿Qué me pasa¡ ¿Por qué no me duele la mano? ¿Como algo o me voy a urgencias?

Kurt dijo:

—Esto es horrible, tengo que levantarme temprano. Tengo una reunión a las cinco. —Ahora que se hallaba por fin en el territorio conocido del interés propio, dejó de balancearse y levantó la mirada—. Todavía no me has dicho dónde estuviste anoche.

Cerca de la puerta donde estaba Jody había un recibidor de roble antiguo. Sobre el recibidor había una maceta de rakú negro ocupada por un filodendro que luchaba por sobrevivir mientras acogía a una colonia de ácaros. Al agarrar la maceta, Jody oyó a los ácaros removerse en sus minúsculas telarañas. Al echar el brazo hacia atrás, vio pestañear a Kurt: sus párpados se movían despacio, como una puerta de garaje eléctrica. Vio que el pálpito del corazón empezaba a hincharle la vena del cuello cuando soltó la maceta. La maceta describió una línea recta por la habitación, arrastrando tras de sí la planta como la cola de un cometa. Los ácaros, confusos, se vieron aerotransportados. El culo de la maceta impactó en la frente de Kurt, y Jody vio como la maceta se abombaba y caía hecha pedazos. La cerámica y la tierra se desperdigaron por la habitación; la planta se dobló sobre la cabeza de Kurt y Jody oyó quebrarse cada uno de sus tallos. Kurt no tuvo tiempo de cambiar de expresión. Cayó hacia atrás en el sofá, inconsciente. En total, había pasado una décima de segundo.

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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