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Authors: Max Brooks

Tags: #Ciencia-ficción, terror

La marcha zombie (5 page)

BOOK: La marcha zombie
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—¿Qué...? —logré preguntar con voz ronca.

—¡Las fábricas! —respondió Laila—. Se ha desatado un incendio... accidentalmente... ¡Están aquí! ¡Están por todas partes!

Pude percibir el olor a carne quemada. ¿Cuántas partes de su cuerpo habían quedado expuestas al sol? ¿Cuánto tiempo le quedaba antes de calcinarse? Esos tres segundos que transcurrieron antes de volver a notar que saltaba se me hicieron eternos. La fuerza con la que Laila me agarraba menguó repentinamente en cuanto un frío y duro chapoteo nos separó.

La capa se alejó de mi rostro flotando. Lo que hasta entonces solo habían sido unas pequeñas heridas abrasadoras se habían transformado en un único tormento calcinante. Pude ver que Laila nos había arrastrado hasta el estrecho de Malaca y que me llevaba agarrado de la mano hacia los espacios envueltos en sombras que se encontraban bajo los barcos anclados. Había muchas naves con sus depósitos de combustible vacíos y las cubiertas estaban a rebosar de refugiados. Desde allá abajo, tenían el mismo aspecto que las nubes debían de tener para los diurnos. Entonces, encontramos un lugar donde descansar bajo la semioscuridad de un petrolero, que, de un modo un tanto irónico, se hallaba anclado sobre un bote de recreo hundido. Nos sentamos y apoyamos la espalda contra el casco roto del yate; ambos nos hallábamos tan conmocionados y agotados que ni siquiera nos estremecimos. Solo cuando la sombra se desplazó y nos obligó a cambiar de posición, me di cuenta de la gravedad de las heridas de Laila.

Tenía casi todo el cuerpo abrasado. ¡Cuántas veces le había advertido de que no debía dormir desnuda! Clavé la mirada en esa máscara horrorosa que había sido su rostro, cubierto por una nube de partículas calcinadas que se separaban perezosamente de sus blancos huesos. Siempre había sido tan vanidosa, siempre había estado tan obsesionada con su inmaculada belleza. Por eso había acudido a nosotros hace tantos siglos, porque su peor pesadilla siempre había sido perder su hermosura. Di gracias al agua del mar por disimular mis lágrimas. Me obligué a esbozar una sonrisa valiente y rodeé con un brazo su hombro casi esquelético. Mientras se estremecía bajo ese abrazo, alzó un brazo negruzco y carbonizado para señalar en dirección a la playa de Perai.

Los submuertos se acercaban y emergían de la niebla que surgía del cieno. No se percataron de nuestra presencia, por supuesto, y pasaron junto a nosotros sin inmutarse lo más mínimo. La isla de Penang, el último refugio humano, era su único objetivo. Los observamos en silencio, pues estábamos tan débiles que ni siquiera éramos capaces de apartarnos de su camino. Uno de ellos se acercó lo bastante como para tropezarse con la pierna que yo tenía estirada. Cayó a cámara lenta y extendí el brazo que me quedaba libre para cogerlo. No estoy muy seguro de por qué hice eso, ni tampoco Laila lo comprendió. Me miró desconcertada, y yo respondí encogiéndome de hombros tan confuso como ella. Los restos quemados y agrietados de sus labios se curvaron para dibujar una sonrisa, de tal modo que su labio inferior se partió en dos, pero fingí que no me había dado cuenta. Le devolví la sonrisa y la abracé con más fuerza si cabe. Permanecimos sentados sin mover ni un músculo, mientras observábamos cómo desfilaba esa cabalgata de cadáveres hasta que la superficie del océano de azul pasó a naranja, luego adoptó una tonalidad morada y, por último, se tornó negra.

Nos acercamos a la orilla varias horas después de ponerse el sol y nos adentramos en las fauces de una batalla atroz. Me tocaba a mí llevar a Laila, que se me agarró al cuello, cojeando y temblando, mientras esprintábamos para dejar atrás la refriega que tenía lugar en la cabeza de aquella playa. Di con una madriguera profunda y segura entre las ruinas de la derruida torre Komptar de Georgetown. Era inaccesible tanto para los diurnos como para la luz del día, y eso era a lo máximo que podíamos aspirar. Laila se tumbó sobre su espalda en silencio mientras el humo se alzaba perpetuamente de sus heridas, lo único que podía hacer para reconfortarla era sostener los restos destrozados de su mano y susurrarle una nanas que apenas recordaba de una infancia lejana y casi olvidada.

Siete noches permanecimos recluidos en nuestra destartalada madriguera, donde Laila se recuperaba lentamente mientras yo salía en busca de sangre después del anochecer. Todavía quedaban unos cuantos humanos vivos en Penang, quienes luchaban valientemente contra una oleada tras otras de submuertos que surgían incesantemente del mar. Esas noches fueron testigo de lo mejor de su especie y de lo peor de la nuestra.

No hay nada peor que ser testigo de cómo uno de los tuyos mata a otro. La víctima era más pequeña y débil. Por lo que pude ver, fue asesinada por un macho más grande por una disputa por un bocado que apenas permanecía consciente. ¿Estaban locos? Aún quedaban bastantes diurnos vivos. ¿Por qué se habían peleado por ese en concreto? Porque estaban locos. Las mentes de muchos humanos se habían derrumbado ante la presión, así que ¿por qué íbamos a ser nosotros distintos? Fui testigo de diversos asesinatos más a lo largo de aquellas siete noches, incluido uno que tuvo lugar sin ninguna razón que lo justificase aparentemente. Se trataba de dos machos de fuerzas parejas que se estaban destrozando y mordiendo mientras intentaban arrancarse el corazón mutuamente. En ese momento, creí ser capaz de ver su locura; se trataba de una entidad viva compuesta de pura demencia que enfrentaba a mis hermanos unos contra otros como si fueran los soldaditos de juguete de un niño sádico. Más tarde, llegué a preguntarme si aquel duelo en vez de ser un homicidio no era más bien un suicidio mutuamente acordado.

El suicidio no era un fenómeno nuevo entre los míos. La inmortalidad siempre trae consigo la desesperación. Una vez cada siglo, más o menos, se escuchan historias de que alguno de los nuestros «se metió voluntariamente en una hoguera». Jamás había sido testigo de algo así. Pero me había convertido en un espectador nocturno privilegiado de tales desgracias. Envuelto en lágrimas o sumido en el silencio, observé cómo muchos de mi especie, unos especímenes hermosos y fuertes que parecían invencibles, se adentraban en edificios en llamas. También fui testigo de diversos «suicidios con submuertos», pues varios de mis amigos clavaron sus colmillos voluntariamente en la pútrida carne de esa plaga con patas. Si bien sus aullidos de agonía me torturaban a lo largo de las horas que pasaba caminando, nada me desgarró más el corazón que lo que viví la noche en que me encontré con Nguyen.

Iba paseando, si se podía llamar pasear a lo que Nguyen estaba haciendo, por el medio de la calle Macallister, entre restos de submuertos y de cadáveres de diurnos. La expresión que había dibujada en su rostro transmitía serenidad y quizá felicidad. Al principio, no pareció darse cuenta de que yo estaba ahí. Tenía la mirada clavada en a luz del sol que emergía por el este.

—¡Nguyen! —grité nervioso, pues no deseaba perder más tiempo y quería volver a «casa». Cada vez resultaba más difícil encontrar comida y estaba ansioso por volver junto a Laila con mi presa antes de que el sol se alzara. Entonces, alzó la mirada justo cuando se hallaba sobre las ruinas de una antigua mezquita y me saludó amistosamente con la mano—. Pero ¿qué estás...? —acerté a decir, pero enseguida me acalló con su respuesta.

—Camino hacia el alba —por su tono de voz se podía deducir perfectamente lo que iba hacer a continuación—. Simplemente, camino hacia el alba.

No le mencioné lo que había visto a Laila, ni le conté nada sobre los horrores que tenían lugar más allá de nuestra pequeña cueva. Mientras se alimentaba de ese sustento que apenas respiraba ya, me obligué a esbozar una sonrisa lo más amplia posible y repetí las palabras que había ensayado mentalmente.

—Saldremos de esta —le aseguré—. Sé cómo lo vamos a lograr.

La idea se me ocurrió el día en que acabamos bajo aquel barco, y había ido cobrando forma con rapidez durante las últimas noches.

—Nos convertiremos en ganaderos —dije, y entonces Laila frunció el ceño, cuyas cejas aún se estaban recuperando, extrañada—. Así fue como los diurnos se convirtieron en la especie dominante del planeta. En cierto momento, pasaron de cazar animales a domesticarlos. ¡Eso es lo que vamos a hacer! —Antes de que ella pudiera decir nada, coloqué una de mis manos sobre esos labios que se regeneraban—. ¡Piénsalo! Todavía hay cientos de naves por ahí que deben de albergar a miles de diurnos. Lo único que tenemos que hacer es tomar uno de esos barcos por la fuerza. Llevaremos el ganado a alguna isla perdida. Hay millones de islas por aquí cerca. ¡Lo único que tenemos que hacer es encontrar una lo bastante grande como para construir un rancho de diurnos! ¡Quizá incluso ya haya algún rancho en algunas de esas islas! Bueno, los humanos no los consideran ranchos sino refugios. Pero ¡espera a que lleguemos ahí! Con una sola noche plagada de violencia, nos bastará para eliminar a los machos alfa del rebaño y el resto obedecerá como corderos. ¡Han pasado tantas penalidades que estarán ya lo bastante maduros como para pasar a ser nuestro ganado! ¡Comenzaremos a criar diurnos! Nos desharemos de los más problemáticos y engordaremos y maniataremos a los más sumisos. Con el paso del tiempo, incluso podríamos lograr que menguara su inteligencia. ¡Tenemos todo el tiempo del mundo en nuestras manos! Los submuertos no durarán siempre, ya has visto cómo se pudren, ¿eh? ¿Eh? ¿Cuánto tiempo durarán, unos cuantos años, unas pocas décadas? Esperaremos, sanos y salvos en nuestra isla de coral, autoabasteciéndonos con nuestros suministros de sangre... o mejor, mucho mejor... ¡Podríamos ir a Borneo o Nueva Guinea! ¡Todavía debe de haber por ahí algunas tribus humanas a las que este holocausto no ha afectado! ¡Podremos convertirnos en sus reyes, en sus deidades! ¡Ni siquiera necesitaremos cuidarlos, ni matarlos, lo harán ellos mismos por amor a sus nuevos dioses! ¡Sí, podemos hacerlo! ¡Ya lo verás! ¡Podemos y lo haremos!

En esos momentos, creía de verdad en todo lo que acababa de propugnar. No sabía cómo íbamos a arreglárnoslas para dar con un barco y capturarlo o para localizarla una isla y controlarla, pero eso daba igual. No sabía cómo íbamos a ingeniárnoslas para mantener a ese «rebaño» místico de diurnos cautivos, o sanos, o bien alimentados, pero eso daba igual. Se me acababa de ocurrir la posibilidad de ir a Borneo o Nueva Guinea, así que todos esos detalles me parecían incluso más triviales que la idea de convertir a los humanos en ganado. Lo único que importaba era que deseaba creer en mí mismo con todas mis fuerzas, así como deseaba con todas mis ganas que Laila creyera en mí.

Debería haberme dado cuenta entonces de lo mucho que se parecía la sonrisa que Laia había dibujado en su rostro a la de Nguyen. Debería haberla detenido en ese instante, valiéndome de acero, hormigón o incluso de mi propio cuerpo. No debería haberme dormido aquel día. Como tampoco debería haberme sorprendido al toparme con lo que me topé a la noche siguiente. Laila, mi hermana, mi amiga, mi hermoso y fuerte cielo nocturno eterno. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que éramos solo unos niños que poseían unos corazones palpitantes, y jugábamos y reíamos bajo el calor del sol del mediodía? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que decidí seguirla a la oscuridad? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que la siguiera a la luz?

Ahora las noches son muy tranquilas. Hace mucho que los gritos y fuegos se han apagado. Los submuertos están ahora por todas partes, caminan arrastrando los pies sin rumbo hasta allá donde alcanza la vista. Han pasado casi tres semanas desde que cacé a los últimos humanos que quedaban en la ciudad, y casi cuatro meses desde que mi amada Laila se transformó en cenizas. Al menos, mi idea de los ranchos ha cobrado forma en cierto modo. Todavía quedan algunos diurnos en los barcos que hay anclados por aquí cerca, que sobreviven a base de pescado y agua de lluvia, que albergan aún la esperanza de que acaben siendo rescatados. Aunque me alimento de la manera más moderada posible, el número de humanos sigue menguando. He calculado que me quedan unos pocos meses más, como mucho, antes de que deje pálido y seco al último de ellos. Aunque contara con la mitad de los conocimientos necesarios, o de la voluntad requerida, para llevar a cabo mi plan de domesticación, no quedarían bastantes como para tener un rebaño estable. La realidad puede llegar a ser una maestra muy cruel, y tal y como Nguyen dijo una vez: «He hecho los cálculos».

Tal vez algunos de mi raza hayan emprendido unos proyectos semejantes de «ganadería». Tal vez algunos hayan logrado llevarlos a buen puerto. El mundo se ha transformado de repente en un lugar muy, pero que muy grande, y a lo largo de su vasto horizonte, siempre se despliegan un montón de posibilidades. Supongo que podría intentar buscar esas colonias de supervivientes si me llevo a un par de diurnos maniatados bajo el brazo. Tal vez encuentre la manera de mantenerlos con vida por un tiempo si les doy agua y comida; podría encadenarlos durante el día mientras yo descansaba en una madriguera. Recuerdo que uno de las Sirenas planteó esa misma estrategia para poder realizar su viaje. Si raciono las provisiones con cuidado y viajo a máxima velocidad, podría llegar a recorrer una buena distancia. Pero el temor a lo que podría descubrir ahí fuera es lo que me mantiene atrapado en la isla de Penang. Al menos, uno puede fantasear mientras sigue sumido en la ignorancia; y en estas noches, la imaginación es lo único que me queda.

En mis ensoñaciones, unos cadáveres repugnantes que aún son capaces de moverse no heredan la tierra. En mis fantasías, los hijos de la noche y el día sobreviven el tiempo suficiente como para que los submuertos se conviertan en polvo. Por eso he preservado estos recuerdos, en papel, madera e incluso cristal, emulando así a una «novela apocalíptica» humana que leí. En mis fantasías, no malgasto mis últimas noches enredado en infructuosas divagaciones maltusianas. Espero que mis palabras sirvan como guía, como advertencia y como medio de salvación para la raza conocida por todos como la raza vampira. Pues no soy el último destello de una luz que ha dejado que la apagaran. Pues no soy el último que baila en el desfile hacia la extinción.

La Gran Muralla: Una historia de la guerra Zombi

[La siguiente entrevista fue realizada por el autor en cumplimiento de las obligaciones que le asignó oficialmente la Comisión de las Naciones Unidas en cuestión de recopilación de datos tras la guerra. Aunque algunos fragmentos han aparecido en informes oficiales de la ONU, esta entrevista fue omitida totalmente en la publicación personal de Brooks, que ahora se conoce como Guerra Mundial Z, debido a un fallo burocrático de los archivistas de la ONU. El texto siguiente es un relato realizado en primera persona por una superviviente de esa gran crisis a la que muchos hoy en día denominan simplemente «La Guerra Zombi».]

BOOK: La marcha zombie
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