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Authors: Max Brooks

Tags: #Ciencia-ficción, terror

La marcha zombie (4 page)

BOOK: La marcha zombie
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—Algunos hablan sobre Hércules; otros, sobre Alejandro—cantaba, mientras realizaba unos movimientos tan rápidos que acababa disparando con la misma velocidad que un rifle automático moderno—, aunque hay otros nombres tan grandes como estos, ¡como Héctor y Lisandro!

Si bien era un espectáculo realmente impresionante, no pude evitar preguntarme cuánta pólvora y munición debían quedarle. ¿De dónde narices las había sacado? Es más, ¿de dónde habían sacado todos ellos esas herramientas, y cuánto tiempo habían tenido que invertir para hacerse con ellas? ¿De verdad eran tan «eficientes», o simplemente trataban de cubrir una necesidad emocional inconsciente de volver a sentir los latidos de esos corazones deseosos de hacer cosas que una vez palpitaron en sus pechos?

Creo que esas mismas dudas también las despertaban otras camarillas de emuladores aún más fanáticas. A estos imbéciles los llamábamos «emuladores militarizados», ya que se organizaban en «grupos de asalto» cuasihumanos, en donde establecían rangos entre ellos y aprobaban nombramientos, e incluso creaban protocolos como saludos o contraseñas de seguridad. En el espacio de un solo mes, varios de esos «grupos de asalto» surgieron en Penang y alrededores.

El más notable era «el mariscal de campo Peng» (aunque ese no era su nombre real) y su «Ejército de Sangre».

—Mientras hablamos, estamos dando los últimos retoques al plan que nos llevará a la victoria—me dijo una noche mientras señalaba un mapa del sudeste de Asia.

Como tanto a Laila como a mí todo aquello nos había despertado la curiosidad, decidimos hacerle una visita al «mariscal de campo», ya que albergábamos la esperanza de que quizá él tuviera una solución para nuestra precaria situación. Sin embargo, todas nuestras esperanzas se fueron al traste tras pasar veinte minutos en el «centro estratégico de mando». Por lo que pudimos ver, aquel ejército contaba con apenas seis miembros, que se arremolinaban en torno a una serie de mapas humanos, radiosatélites humanos y libros humanos que trataban temas militares. Todos ellos tenían un aspecto impresionante con esos uniformes negros con ribetes dorados y esas boinas de color rojo sangre; e incluso llevaban... y esto no lo escribo a modo de broma, gafas de sol humanas. Su gran locuacidad verbal era aún más impresionante que su aspecto. «Defensa estática», «Cuello de botella», «Buscar y destruir» y «Despejar, resistir y consolidar» son solo algunos de los términos que logramos entender entre esa vorágine de vocablos. El «mariscal», a pesar de hallarse de espaldas a ambos, debió de darse cuenta de las miradas de extrañeza que intercambiábamos entre nosotros, así como de cuál fue nuestra reacción ante su «Cuerpo de Operaciones Estratégicas».

—El ataque final tiene que ser decisivo —afirmó con confianza, a la vez que sonreía y asentía en dirección a sus hombres—. Por tanto, debemos dejar que un centenar de flores florezcan y que un centenar de escuelas de combate peleen.

—Ojalá contáramos con un centenar de cualquier cosa —suspiró Laila mientras nos despedíamos para siempre del «Ejército de Sangre», la «Milicia de los Colmillos», el «Ala Noctáctica» y otro puñado más de bandas de emuladores militarizados que solo eran capaces de protegernos de unas pocas gotas de la furiosa tormenta submuerta.

La gran ventaja de nuestro enemigo seguía siendo que nos superaban en número, así como en horas en que podían permanecer en activo. ¿Cuántos de ellos habían sorprendido a los nuestros comiendo, descansando o simplemente escondiéndose de los rayos del sol? El bando rival no tenía estos problemas. Mientras nosotros teníamos que retirarnos cada vez que se alzaba el sol, esos cadáveres en descomposición continuaban avanzando, matando y multiplicándose. Cada turbamulta que destrozábamos era reemplazada a la noche siguiente por otra de manera instantánea. Cada kilómetro que limpiábamos en la oscuridad de la noche, acababa siendo invadido por una nueva infestación que la luz del nuevo día traía consigo. A pesar de nuestra tan cacareada superioridad física, a pesar de nuestra inteligencia supuestamente «superior», a pesar de que contábamos con la abrumadora ventaja de que nuestros adversarios ni siquiera podían percibirnos, luchábamos como si fuéramos unos desafortunados jardineros que tenían que enfrentarse a una plaga imparable.

No obstante, una de nuestras facciones sí podría haber sido capaz de mejorar nuestra situación, que respondía al nombre de las Sirenas. Estos audaces individuos habían asumido la responsabilidad de buscar a los nuestros por todo el mundo, para llevarlos a Penang con intención de coordinar nuestros esfuerzos de manera conjunta desde ahí. Las Sirenas creían que solo un verdadero ejército que contara con centenares de miembros de nuestra raza y que se concentrara en un lugar específico sería capaz de iniciar por fin la purga del planeta. Aunque aplaudí sus esfuerzos, tenía muy poca confianza en su éxito. Los medios y las rutas de transporte se habían venido abajo a nivel global, así que ¿cómo iba a recorrer alguno de nosotros más de unas pocas decenas de kilómetros, o como mucho cien, cada noche antes de que despuntara el alba al día siguiente? Aunque fueran capaces de dar con un refugio para protegerse del sol todas las mañanas, ¿serían capaces de encontrar también sustento? ¿De verdad podían creer que iban a poder vivir de lo que se encontraran por el camino, que se iban a topar con algún puesto avanzado humano aislado todas las noches? Incluso si algunas de las Sirenas tenían éxito a la hora de contactar con algunos de los nuestros, ¿cómo los iban a convencer de que Penang era un lugar más seguro que aquel donde se encontraban por aquel entonces? Además, ¿acaso era posible realizar un éxodo masivo hacia Penang? Si ya para uno solo de los nuestros resultaba casi imposible desplazarse por el globo, ¿cómo iba a hacerlo todo un supuesto «ejército»? Contra toda lógica, nunca perdí la esperanza de que alguna noche divisaría algún barco cerca de la costa, o alguna aeronave (si es que a alguno de los nuestros le daba algún día por aprender a pilotar) descendiera en picado de repente del cielo. A lo largo de todas esas noches de combates, seguí fantaseando con la idea de que, súbitamente, cientos de los nuestros se materializarían de la nada y surgirían de la noche. Había visto casos similares a lo largo de la historia humana, en lugares como Stalingrado o el río Elba, donde los refuerzos habían acabado estrechando las manos y abrazando a las tropas que tanto los habían esperado. Para mí eran un símbolo de esperanza y de victoria. Sin embargo, cuando solía pensar en esas batallas a lo largo de mis intermitentes descansos, me sentía angustiado y atormentado pues temía que estuviera esperando en vano a las Sirenas.

Aunque había otras posibilidades, otras opciones que podían suponer nuestra salvación pero que conllevaban cometer un sacrilegio. Nuestra raza carecía de una «religión» en el sentido espiritual que le dan los diurnos. Del mismo modo, no nos regimos por un complejo código moral de conducta. Nuestro comportamiento solo está limitado por dos tabúes inviolables.

El primero consistía que solo podíamos crear a uno a nuestra imagen y semejanza. Esa era la razón por la que nuestras población no se había expandido con el paso del tiempo. Aunque nunca se había establecido un debate al respecto, este mandamiento debía de tener su base en la idea de equilibrio propia de todo depredador. Tal y como había señalado Nguyen, ni siquiera habríamos podido dejar un solo huevo en el nido si demasiados depredadores caminaran por la tierra. Era lo más lógico y razonable; de hecho, la plaga de submuertos había confirmado que la idea de equilibrio era acertada. Pero entonces nos enfrentábamos al inevitable triunfo de los submuertos, ¿por qué no podíamos, aunque solo fuera por esta vez, modificar nuestro antiguo canon de conducta?

Quizá había unos cien de los nuestros en Penang, la mayor concentración de nuestra raza en toda la historia. De esa cifra, quizá una cuarta parte había abandonado la zona como las Sirenas, mientras que otra cuarta parte había optado por centrarse en ejercicios militares masturbatorios e irresponsables. Por lo cual, a la hora de la verdad, solo contábamos con cincuenta combatientes capaces de luchar únicamente unas pocas horas cada noche antes de que el hambre, la fatiga y la llegada del alba nos obligara a retirarnos. A pesar de que en nuestras matanzas nocturnas acabábamos con ellos a millares, el enemigo poseía la capacidad de propagarse por millones.

No obstante, podríamos haber corregido esa ecuación con la cantidad justa de diurnos transformados. Podríamos haberlos escogido cuidadosa y prudentemente, añadiendo solo los refuerzos necesarios para no desequilibrar el balance entre nuestra manada y el rebaño. Podríamos haber creado un ejército lo bastante grande como para limpiar la península malaya y, luego, el sudeste de Asia, y a partir de ahí, ¿quién sabe? De ese modo, quizá habríamos podido dar a los humanos el espacio que necesitaban para tomarse un respiro, para poder reunir recursos suficientes como para acabar de purgar el planeta sin necesidad de nuestra ayuda. Pese a que tuvimos esa oportunidad al alcance de la mano, a ninguno de nosotros se nos ocurrió jamás aprovecharla.

Del mismo modo, nuestro segundo precepto seguía estando fuera de toda discusión: no podíamos establecer contacto directo y abierto con la humanidad. Al igual que sucedía con las limitaciones en materia de reclutamiento de nuevos miembros, la necesidad de mantener el anonimato se basaba en el lógico deseo de querer sobrevivir. Como depredadores que somos no podemos revelar nuestra presencia a nuestras presas, ¿verdad? ¿Acaso deseamos compartir el mismo destino que el tigre de dientes de sable, los osos de cara corta, o toda una serie de grandes depredadores que en su día se daban festines con huesos humanos? A lo largo de la historia de la humanidad, nuestra existencia ha quedado relegada al espacio de los mitos y las parábolas para niños. Incluso entonces, en medio de nuestra lucha en paralelo por sobrevivir, seguimos esforzándonos por ocultar nuestras batallas de los ojos curiosos de los diurnos.

Pero ¿y si hubiéramos abandonado por fin este acertijo y hubiéramos revelado nuestra existencia a nuestros desprevenidos aliados? Tampoco habría sido necesario exponernos del todo. Podríamos haber ignorado a la plebe y haber contactado solo con unos pocos, con los más brillantes. Si no era con el gobierno malasio, quizá con otros que operaban «en el exilio» por toda la región. Debía de haber todavía, algunas zonas seguras cercanas como la nuestra y algunos líderes humanos dispuestos a llegar a un entendimiento mutuo. No les habríamos pedido mucho a cambio, solo el derecho a continuar cazando como antes. Además, los líderes homo sapiens nunca se han mostrado reticentes a sacrificar a su propia gente. Quizá incluso habríamos negociado el establecimiento de una serie de fronteras y límites concretos y nos habríamos alimentado de ciertos refugiados que lo habían perdido ya todo en la vorágine. ¿Quién iba a llorar su muerte, o siquiera darse cuenta de que ya no estaban en este mundo? Tal vez los más lúcidos se habrían entregado voluntariamente. El sacrificio por los demás no era un fenómeno nuevo entre los diurnos. Algunos podrían haberse enorgullecido de haber derramado su sangre, literalmente, por la supervivencia de su especie. ¿Acaso habría sido un precio demasiado alto a pagar por la subsistencia de su raza? ¿Acaso nuestra raza hubiera corrido demasiado riesgo al hacerles esta propuesta? Al igual que sucede con la regulación de reclutamiento, nadie ha desafiado esta ley sacrosanta jamás, que yo sepa. Resulta un triste consuelo saber que la cobardía no es una vulnerabilidad única de nuestras especies. En mi corta vida, he visto demasiados corazones, tanto de la noche como del día, que carecían del coraje suficiente como para cuestionarse sus convicciones. Ahora me cuento entre los culpables que decidieron optar por una extinción segura en vez de por la opaca posibilidad de «¿Por qué no hacemos algo?».

El día en que Perai cayó, yo dormía un sueño sin sueños. Se trataba del lugar donde se encontraba la mayor concentración de campos de refugiados de toda la zona de seguridad de Penang, por esa razón algunos de nosotros nos habíamos establecido al otro lado del río, en Butterworth. Aún seguía siendo relativamente fácil encontrar comida en la zona de seguridad del continente, no como en la isla de Penang donde el gobierno había sido capaz de imponer la ley marcial. Todas las noches renovábamos nuestras fuerzas para la batalla, gracias a la fuente de sangre carmesí que nos proporcionaba Perai; la última base donde todavía se fabricaban municiones, con las que los humanos aún resistían.

Cuando tuvo lugar la explosión, me encontraba descansando profundamente tras nuestra batalla más feroz hasta la fecha. Tres decenas de los nuestros nos habíamos encaramado sigilosamente al muro de los diurnos, que estaba situado junto al estrecho río Juru, para atacar el corazón de una turbamulta que avanzaba a trompicones hacia Tok Panjang. Habíamos regresado agotados y descorazonados, pues apenas logramos contener su incesante empuje en dirección a los humanos. Desde ese piso de finas paredes del que nos habíamos apropiado por la fuerza, pudimos escuchar un conjunto de gemidos que se alzaban junto a la brisa matutina.

—Mañana por la noche será distinto —me aseguró Laila—. Los diurnos todavía cuentan con el río Juru como barrera natural para impedir su avance y, a cada día que pasa, el muro es cada vez un poco más alto.

No estoy seguro de si me creí lo que decía, pero sí sé que estaba demasiado cansado como para discutir. Caímos rendidos en brazos el uno del otro mientras el alba despuntaba sobre esa amenaza que se iba acercando cada vez más.

Me desperté volando por los aires, ya que la onda expansiva me lanzó contra la pared opuesta del dormitorio. Medio segundo después, sentí como si una veintena de hierros al rojo vivo me estuvieran marcando la piel de repente. La detonación había hecho añicos las ventanas, y los fragmentos de cristal habían hecho jirones las cortinas con las que nos protegíamos del sol. Rodé por el suelo, cegado por la luz del día y jadeando por culpa de las heridas humeantes que acababa de sufrir, mientras buscaba desesperadamente a Laila. Ella dio conmigo primero; me agarró de la cintura y me subió a uno de sus hombros.

—¡No te muevas! —me gritó y, acto seguido, me puso una capa sobre la cabeza.

Sentí que Laila saltaba, oí el estallido de unos cristales al romperse y, a continuación, nos hallábamos sobre el suelo de hormigón, seis pisos más abajo. Laila salió corriendo rápida como el rayo, y sus pisadas retumbaron en medio de un mar de fragmentos de cristal y escombros.

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