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Authors: Max Brooks

Tags: #Ciencia-ficción, terror

La marcha zombie (2 page)

BOOK: La marcha zombie
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A los meses siguientes se les podría haber llamado «las noches de negación». Seguíamos ocupados con nuestras cosas, como siempre, mientras intentábamos ignorar esa amenaza que iba creciendo con paso firme a nuestro alrededor. Hablábamos y pensábamos poco sobre los submuertos y ni siquiera nos molestábamos en mantenernos al tanto de lo que ocurría. Se oían muchas historias, contadas tanto por humanos como por miembros de nuestra especie, acerca de que los submuertos se estaban alzando en todos los continentes. Esas historias se iban extendiendo de una manera incesante, pero la mayoría eran muy aburridas. En realidad, daba la impresión de que siempre estábamos aburridos, aunque ese es el precio a pagar por la inmortalidad. «Sí, sí, ya me han contado lo de París, ¿qué me quieres decir con esto?» «Claro que me he enterado de lo que ha pasado en ciudad de México, ¿y quién no?» «Oh, no me jodas, ¿otra vez vamos a hablar de Moscú?» Durante tres años permanecimos con los ojos cerrados, mientras la crisis se agudizaba y los humanos continuaban muriendo o se transformaban en zombis.

Y al cuarto año «las noches de negación» se convirtieron en lo que irónicamente llamamos «las noches de gloria». Eso ocurrió cuando el mundo entero reconoció el estallido de la plaga, cuando los gobiernos comenzaron a revelar formalmente a sus pueblos cuál era la verdadera naturaleza de esa crisis. Fue entonces cuando las estructuras globales se empezaron a desmoronar, cuando las redes de comunicación nacional se cerraron y las fronteras nacionales cayeron, cuando estallaron pequeñas guerras y grandes revueltas asolaron todo el mundo. Fue entonces cuando nuestra raza entró en una fase de éxtasis desenfrenado con ánimo festivo.

Durante décadas, nos habíamos quejado de que los diurnos se encontraban demasiado interconectados unos con otros, lo cual nos hacía sentir bastante oprimidos. Las líneas ferroviarias y la electricidad habían supuesto una presión adicional para nosotros, que somos criaturas rapaces, ¡por no hablar del telégrafo y del maldito teléfono! Sin embargo, recientemente, con el auge tanto del terrorismo como de las telecomunicaciones, daba la impresión de que realmente todas las paredes tenían oídos. Cuando tuvimos que abandonar Singapur, Laila y yo habíamos estado considerando últimamente la posibilidad de mudarnos a la península malaya. Nos habíamos planteado ir a Sarawak o quizá incluso a Sumatra, a cualquier sitio donde las luces del conocimiento no hubieran acabado con los oscuros rincones de nuestra libertad. Entonces, sin embargo, nuestro éxodo parecía innecesario, puesto que, por fortuna, esas luces empezaban a menguar.

Por primera vez en muchos años, podíamos cazar sin ningún temor a toparnos con móviles o cámaras de seguridad. Podíamos cazar en manada e incluso entretenernos con nuestra comida mientras esta se resistía.

—Prácticamente, había olvidado qué aspecto tiene la noche en toda su pureza —me había espetado Laila una vez que salimos a cazar durante un apagón—. Oh, el caos es un aderezo tan delicioso.

En esas noches, todavía nos sentíamos muy agradecidos a los submuertos por las liberadoras distracciones que habían traído consigo.

Recuerdo una noche particularmente memorable, en la que Laila y yo estábamos escalando los balcones del hotel Coronade. Debajo de nosotros, en la calle Sultan Ismail, las tropas del gobierno disparaban ráfagas de balas trazadoras contra una horda de cadáveres que se aproximaba. Resultaba fascinante ver cómo tanto poderío militar concentrado trituraba, machacaba y pulverizaba a los submuertos, aunque sin poder erradicarlos del todo. En cierto momento, nos vimos obligados a saltar hacia la parte plana del tejado del centro comercial Sungei Wang Plaza (lo cual era toda una hazaña), cuando la onda expansiva de un ataque aéreo provocó que estallaran las ventanas del hotel y se desatara una lluvia de cristales. Fue una decisión tomada sin pensar, ya que el tejado del centro comercial se encontraba abarrotado por cientos de refugiados. Supuse, por las latas y recipientes de comida abiertos y las botellas de agua vacías, que aquellos pobres desgraciados debían de llevar cierto tiempo atrapados allí. Olían a agotamiento y suciedad, y a un intenso miedo muy cautivador.

Recuerdo poco más, salvo alguna que otra imagen violenta de modo fugaz y las espaldas de las presas que huían. Sin embargo, sí me acuerdo de una niña en particular. Debía de ser de campo ya que por aquel entonces gente, mucha gente, procedente de allí acudía en masa a las ciudades. ¿Acaso sus padres fueron a la ciudad creyendo que hallarían refugio? ¿Tenía todavía padres? Su olor carecía de toda impureza típica de los moradores de las urbes modernas, no había ingerido hormonas ni sustancias tóxicas, ni siquiera olía al hedor que la polución dejaba en las personas por acumulación. Me regodeé en su deleitable pureza y, más tarde, me maldije a mí mismo por recrearme con ella demasiado al dejarme llevar por la emoción. La niña saltó al vacío sin titubear, sin ni siquiera lanzar un gritito. Observé cómo caía directamente sobre esa horda que gimoteaba y se retorcía sin parar.

Los submuertos reaccionaron como si fueran una máquina, como si se tratara de un mecanismo lento y pausado cuyo único propósito era transformar a una niña humana, que no cesaba de chillar, en una masa de carne irreconocible. Recuerdo cómo su pecho se desplomó al expirar su último aliento, mientras mantenía sus ojos clavados en mí con su última chispa de consciencia, antes de que su brillo se apagara entre un mar de manos y dientes.

Cuando era joven, había escuchado a un anciano de Occidente rememorar la caída del Imperio romano occidental y me rechinaron los dientes de envidia cuando compartió sus experiencias sobre el fin de ese imperio.

—Media civilización acabó siendo pasto de las llamas —afirmó jactancioso—, medio continente se sumió en un milenio de anarquía—Yo salivaba, literalmente, cuando me contaba aquellas historias de cacerías por los territorios sin ley de Europa—. Experimentamos una sensación de libertad que vosotros, los asiáticos, nunca habéis experimentado, ¡y que me temo que nunca experimentaréis!

Hace menos de una década, aquella predicción parecía muy acertada. En aquellos momentos sonaba tan vacía y hueca como nuestra estructura social que se desmoronaba.

No estoy muy seguro de cuándo el éxtasis dio paso a la ansiedad. Me resultaría difícil precisar el momento exacto. En mi caso, esa transición se produjo por culpa de Nguyen, un viejo amigo de Singapur, que había recibido una educación exquisita y era inteligente por naturaleza; además, era de ascendencia vietnamita y había pasado en París tiempo más que suficiente como para convertirse en un estudioso del existencialismo francés. Quizá esto explique por qué nunca sucumbió al ansia caprichosa de buscar el placer tan típico de nuestra raza. Quizá eso también explique por qué fue, hasta donde yo sé, el primero en dar la voz de alarma.

Habíamos quedado en Penang. Laila y yo nos vimos obligados a abandonar Kuala Lumpur, ya que se había desatado un incendio a plena luz del día que se encontraba totalmente descontrolado y que amenazaba con llevarse por delante toda la manzana. Varios de los nuestros habían perecido hacía muy poco tiempo de esa manera. Hasta entonces, no habíamos sido plenamente conscientes de lo cómoda que se había vuelto nuestra vida, pues si bien era cierto que teníamos muchas limitaciones, también era cierto que era una existencia extremadamente cómoda. La mayoría de nosotros habíamos abandonado tiempo atrás la estrategia de construirnos nidos fortificados, ya que habían acabado en el mismo lugar que las antorchas y las horquillas de los granjeros. La mayoría vivíamos haciéndonos pasar por diurnos, en cómodos y, en algunos casos, opulentos palacios urbanos.

Anson había vivido en uno de esos palacios, una reluciente torre que se alzaba sobre el puerto de Sidney. Al igual que el resto de nuestro mundo, su ciudad había degenerado mucho hasta transformarse en un manicomio por culpa de los submuertos. Del mismo modo que el resto de los miembros de nuestra raza, su apetito había sucumbido ante la tentación del éxtasis que conllevaban esas bacanales sangrientas. Por lo que teníamos entendido, se había retirado una mañana a su alto alcázar, justo cuando el gobierno australiano acababa de dar permiso al ejército para utilizar la fuerza. Nadie está muy seguro de cómo se derrumbó su edificio. Aunque hemos escuchado diversas teorías al respecto: desde que fue alcanzado por algún proyectil de artillería perdido, a que cayó por culpa de unas cargas de demolición que se detonaron en las profundidades del subsuelo de las calles de la ciudad. Esperábamos que el pobre Anson hubiera quedado atomizado en la explosión, o si no, que el sol matutino lo hubiera inmolado rápidamente. No queríamos imaginárnoslo atrapado bajo miles de toneladas de escombros, mientras unos diminutos rayos de luz lo torturaban y su fuerza vital lo abandonaba poco a poco.

Nguyen estuvo a punto de sufrir un destino similar. Pero tuvo el buen juicio de huir de Singapur la noche anterior a que los diurnos lanzaran su ofensiva. Aquella noche, había podido observar desde el estrecho de Johor cómo ardía lo que había sido su hogar desde hacía más de tres siglos. También hizo gala de un gran sentido común al sortear Kuala Lumpur, la cual se hallaba sumida en el caos, y de abrirse camino hacia la nueva «zona de seguridad» que los diurnos habían establecido en Penang, donde millones de refugiados ocuparon en masa varios cientos de kilómetros cuadrados de esa zona costera urbanizada. Varias decenas de los nuestros aprovechamos la ocasión para mudarnos con los humanos con cuentagotas, algunos venían de lugares tan remotos como Dhaka. Nos las habíamos ingeniado para «adquirir» varios domicilios, con buenas medidas de seguridad que impedían el acceso de gente indeseada y que vigilábamos para que no hubiera ocupas en el futuro, tras deshacernos de sus previos dueños humanos. Si bien nuestras nuevas casas carecían de grandes comodidades, la seguridad de la que disfrutábamos compensaba con creces toda incomodidad. Al menos, eso era lo que nos decíamos a nosotros mismos mientras la situación se deterioraba y las masas de submuertos se iban acercando sin prisa pero sin pausa a Penang. Yo me encontraba en uno de esos domicilios, tras haber pasado la noche cazando en los campos de refugiados cercanos, cuando Nguyen expresó por primera vez su preocupación.

—He estado haciendo cálculos —aseveró con cierta ansiedad—, y mis conclusiones son... perturbadoras.

Al principio, no supe de qué estaba hablando. Las generaciones más antiguas tienen un sistema de relaciones sociales bastante deplorable. Cuanto más se refugian en sus recuerdos, más difícil les resulta comunicarse con el resto del mundo.

—El hambre, la enfermedad, los suicidios, los asesinatos entre especies, las bajas en combate y, por supuesto, el contagio submuerto están acabando con ellos—aseveró. Aunque mi expresión de desconcierto debía de ser muy obvia, ya que Nguyen añadió—. ¡Con los humanos! —me espetó de manera impaciente entre siseos—. ¡Los estamos perdiendo! Esa escoria encorvada los está exterminando poco a poco.

—Siempre intentan hacer lo mismo, y los humanos siempre acaban con ellos. —Laila rió.

Nguyen negó con la cabeza, furioso.

—¡Esta vez no! No en este mundo cada vez más pequeño en que vivimos. Hay... había... ¡más humanos que nunca! Hay... había... ¡redes de transporte y rutas comerciales que mantenían a esos humanos más unidos que nunca! ¡Por eso la plaga se ha extendido tanto y tan rápido! Los humanos han creado un mundo repleto de contradicciones históricas. Han ido difuminando las distancias físicas al mismo tiempo que erigían otras de índole social y emocional —entonces, suspiró enfadado al contemplar nuestros inexpresivos rostros—. Cuanto más se han extendido los humanos por todo el planeta, más han optado por refugiarse en sí mismos. Mientras este mundo cada vez más pequeño daba lugar a un nuevo nivel de prosperidad material, ellos han utilizado esa prosperidad para aislarse unos de otros. Por eso, cuando la plaga comenzó a extenderse, no hubo una llamada global a las armas, ¡ni siquiera a nivel nacional! Por eso los gobiernos operaban hasta cierto punto en secreto y en vano, ¡mientras sus pueblos seguían ensimismados con sus propias y patéticas preocupaciones! ¡El diurno medio no fue capaz de darse cuenta de lo que estaba pasando hasta que fue demasiado tarde! ¡Y ya casi es demasiado tarde! ¡He hecho los cálculos! El homo sapiens se encuentra muy cerca de un punto de no retorno. ¡Pronto, habrá más submuertos que humanos vivos!

—¿Y eso qué más da? —nunca podré olvidar esas palabras, o la forma casual y molesta con la que Laila las susurró—. ¿Y qué más da que haya unos pocos menos diurnos? Como has señalado antes, si son demasiado egoístas y estúpidos como para detener a los submuertos e impedir que los sigan cazando, ¿por qué coño deberíamos preocuparnos?

En ese instante, dio la sensación de que Nguyen acababa de ver al sol alzarse en los ojos de Laila.

—No lo entiendes —replicó con un tono de voz áspero—. No has entendido las consecuencias —entonces, se detuvo por un segundo, retrocedió unos cuantos pasos y rebuscó por la habitación como si hubiera dejado caer las palabras adecuadas en algún lugar sobre aquella alfombra—. No estamos hablando de que vaya a ver unos pocos menos diurnos, ¡sino que no va a quedar ninguno! ¡Ninguno! —gritó.

Todos los que estábamos en la habitación nos volvimos en dirección a Nguyen, aunque su mirada abrasadora y acusadora se clavó directamente en la de Laila.

—¡Los sapiens están luchando por su supervivencia! ¡Y están perdiendo! —A continuación, extendió los brazos de una manera muy teatral y trazó en el aire un semicírculo vacío—. Y cuando el último de ellos haya desaparecido, ¿¡¿¡de qué diablos nos vamos a alimentar tú, o yo, o cualquiera de nuestra raza!?!? —El silencio fue la única respuesta que obtuvo Nguyen, quien recorrió rápidamente con la mirada el grupo allí reunido—. ¿Acaso a ninguno de vosotros se le ha ocurrido pensar más allá de la comida de esta noche? ¡¿¿¡Acaso ninguno de vosotros comprende lo que implica que exista otro organismo que compite con nosotros por nuestra única fuente de comida!??!

En ese momento, me atreví a darle una tímida respuesta, algo del tipo «pero los... los submuertos tendrán que parar en algún momento. Tienen que saber...».

—¡No, no saben nada! —me interrumpió Nguyen—. ¡Y lo sabes! ¡sabes perfectamente en qué nos diferenciamos nosotros de ellos! ¡Nosotros cazamos a los humanos! ¡Ellos consumen a la humanidad! ¡Nosotros somos depredadores! ¡Ellos, una plaga! Los depredadores son conscientes de que no deben cazar en demasía, ¡ni reproducirse en exceso! ¡Siempre hemos sabido que solo debíamos dejar un huevo en el nido! ¡Sabemos que nuestra supervivencia depende de que mantengamos el equilibrio entre cazadores y presas! ¡Una enfermedad no es consciente de eso! ¡Una enfermedad se extiende y extiende hasta que infecta a todo su anfitrión! ¡Y si la muerte de ese anfitrión supone su propia muerte, le da igual! ¡Una enfermedad no sabe contenerse ni se plantea el futuro! ¡No alcanza a comprender las consecuencias que tendrán a largo plazo sus actos, y lo mismo les sucede a los submuertos! ¡Pero nosotros sí podemos hacerlo! ¡Y no lo hemos hecho! ¡Incluso hemos celebrado que los extingan! Durante los últimos años, ¡hemos estado danzando despreocupadamente en medio de un desfile que nos llevará a nuestra propia extinción!

BOOK: La marcha zombie
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