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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio (4 page)

BOOK: La maldición del demonio
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—¡Lhunara! ¡Ballestas a la derecha! —Señaló a los atacantes con la punta de la espada.

La oficial druchii vio a los atacantes y su rostro se transformó en una máscara de salvaje regocijo.

—¡
Sa’an’ishar
! —gritó hacia la retaguardia—. Emboscados a la derecha. Formación abierta... ¡Cargad!

El aire resonó con los espeluznantes gritos de guerra de los caballeros de nauglirs, que taconearon a sus monturas para lanzarlas a una pesada carrera a través del campo rocoso. Con las lanzas aun apuntando al cielo, se desplegaron en una formación abierta, mientras esquivaban rocas grandes y saltaban por encima de las más pequeñas. Malus se quedó atrás y observó la larga columna. Los capataces habían obligado a los esclavos a tumbarse boca abajo sobre el helado suelo, y las filas gemelas de lanceros habían apoyado los escudos en el suelo, mirando hacia fuera del camino. «Bien por el capitán», observó Malus. Se oían gritos y rugidos procedentes de la vanguardia. «Hay más ballesteros por ahí, en alguna parte —decidió—. Los caballeros de vanguardia se encargarán de ellos.» Después, golpeó un flanco de
Rencor
con el plano de la espada, y el enorme depredador avanzó a saltos tras los jinetes de Lhunara con un tremendo rugido de caza al sentir que las presas estaban entre las rocas que tenía delante.

Había una veintena de ballesteros cubiertos con capa que acechaban entre las rocas, y se mantuvieron firmes para disparar una andanada hacia la atronadora carga. Las saetas ligeras se clavaban en los hocicos y paletillas de los nauglirs, que se aproximaban, pero las descomunales bestias de guerra estaban embravecidas y nada podía detener la vertiginosa acometida. Los caballeros, todos jinetes diestros, aguardaron hasta el último momento para bajar las lanzas adornadas con pendones y clavar las puntas de acero; se produjeron sonidos de carne desgarrada y hueso astillado.

Lhunara, en cabeza, cayó sobre un grupo de ballesteros que intentaban cargar las armas para disparar por última vez. Demasiado tarde se dieron cuenta del error que cometían. El jefe lanzó un salvaje alarido e intentó coger la espada cuando la lanza de Lhunara se le clavó de lleno en el pecho. Cuarenta y cinco centímetros de acero endurecido le atravesaron la ropa y la cota de malla ligera como si fuesen de papel, y le partieron el esternón y las costillas con un crujido seco. La punta de la lanza y los primeros sesenta centímetros de pendones empapados en sangre salieron bruscamente por la espalda del hombre e hirieron en un costado de la cabeza a otro emboscado que se encontraba en cuclillas. El cráneo del druchii estalló como un melón y roció a los compañeros con una lluvia de sangre, hueso y cerebro.

El peso de los dos cuerpos arrastró la lanza hacia abajo, y Lhunara dejó caer el arma para desenvainar las dos espadas curvas propias de la nobleza. En ese momento,
Desgarrador
partía en dos, de una dentellada, a otro vociferante ballestero.

Malus atisbo a un pequeño grupo de ballesteros que, camino de las murallas de la ciudad, se ponían a cubierto tras una roca grande. Aferró la espada con fuerza y dirigió al nauglir directamente hacia la roca, del tamaño de una choza. En el último momento se agachó cuanto pudo sobre la silla de montar y tiró de las riendas.

—¡Arriba,
Rencor
! ¡Arriba! —gritó.

El nauglir flexionó las poderosas patas traseras y saltó. Durante un momento aterrador, se detuvo sobre la roca antes de bajar de un salto por el otro lado. Malus vislumbró un grupo de caras pálidas y aterrorizadas que alzaban la mirada hacia él, y escogió una como objetivo, al mismo tiempo que se ponía de pie en los estribos y sujetaba en alto la espada curva.

Rencor
aterrizó sobre dos de los hombres con un impacto que hizo estremecer el suelo, y en el mismo movimiento, Malus descargó la espada, que impactó de lleno sobre el rostro del druchii y partió al hombre en dos, desde la coronilla hasta la entrepierna. La sangre caliente y pegajosa salpicó la cara del noble y el aire se llenó del hedor de las entrañas derramadas.
Rencor
patinó sobre una resbaladiza pasta de fango, carne e intestinos aplastados. Una cabeza cortada que pasó rebotando como un balón por el suelo helado dejó tras de sí manchurrones de color rojo brillante.

Una lanza que hendió el aire impactó de lleno en el pecho de Malus e hizo saltar chispas al rebotar sobre el pesado peto. Dos de los emboscados supervivientes corrían a toda velocidad hacia las murallas, y
Rencor
no necesitó orden ninguna para lanzarse tras ellos. El gélido cubrió la distancia en tres brincos, cerró las fauces en torno a uno de los hombres y sacudió la cabeza como un terrier de tamaño descomunal. El druchii se hizo literalmente pedazos, y sus brazos y piernas se alejaron girando en distintas direcciones. La parte inferior del torso impactó contra las murallas de la ciudad con un golpe espeluznante, antes de deslizarse hasta la tierra.

El segundo druchii giró bruscamente hacia la derecha, con los ojos muy abiertos y bramando de terror. Sin pensarlo, Malus saltó de la silla de montar y corrió tras él al mismo tiempo que un vigoroso bramido escapaba de sus labios salpicados de sangre. Corrieron a lo largo de unos veinte metros a través del pedregoso campo antes de que el druchii quedara acorralado.

Malus vio que el hombre giraba repentinamente sobre sí mismo y, de improviso, barría el aire con la espada para desviar a un lado la daga que le había arrojado antes de que su mente pudiera darse plena cuenta de lo que sucedía. Se lanzó al ataque, veloz como una serpiente, pero el hombre paró la espada de Malus con la suya propia. El acero plateado raspó y tintineó cuando Malus paró un tajo bajo dirigido a su muslo, y luego respondió con un golpe de retorno que estuvo a punto de cortarle la garganta al druchii. Malus aprovechó la ventaja obtenida atacando la defensa de su oponente con pesados golpes dirigidos a los hombros, el cuello y la cabeza. De repente, el hombre se agachó y se lanzó hacia adelante con la espada apuntando a la garganta del noble. Malus giró hacia un lado en el último segundo y sintió que el plano de la fría hoja se le deslizaba por la piel del cuello.

El druchii bajó la mirada y gritó al ver la hoja de frío acero que tenía clavada en un muslo. Sangre arterial de color rojo claro manaba de la herida al ritmo de los latidos del corazón.

Malus arrancó la espada del muslo, y el druchii se desplomó sobre la tierra. Con un gruñido, echó hacia atrás el arma para asestarle el golpe definitivo, pero un impacto tremendo lo lanzó dando vueltas por el aire. Su trayectoria fue detenida por una roca grande, y por un momento, el mundo se volvió negro.

Cuando pudo ver y respirar de nuevo, vio que
Rencor
masticaba al druchii herido. Los ojos del nauglir giraban como enloquecidos dentro de las acorazadas cuencas oculares, y la bestia de guerra sacudía la pesada cabeza como si sintiera un dolor espantoso. De repente, el depredador echó atrás la cabeza para lanzar un rugido salvaje, y dejó a la vista hileras de dientes largos como dagas y teñidos de rojo. El nauglir giró sobre sí lanzando dentelladas al aire, luego se le dilataron las fosas nasales y echó a correr hacia el camino al mismo tiempo que bramaba con furia.

Malus sintió que lo invadía un frío pavoroso. Se puso trabajosamente de pie. Algo iba mal, terriblemente mal. Rodeó con paso tambaleante la roca contra la que se había estrellado, y miró hacia el camino.

Los gélidos se habían vuelto locos.

Las enormes bestias eran presas de un frenesí de sed de sangre; se encabritaban y le lanzaban dentelladas al olor que flotaba en el aire. La docena de gélidos habían derribado a los jinetes y atacaban a mordiscos a cualquier cosa viva que encontraban.

Los caballeros estaban a salvo porque se untaban la piel con la baba venenosa de los nauglirs, con el fin de que éstos los creyeran compañeros de manada; pero todos los demás hombres y mujeres que tenían a su alcance eran presas legítimas.

Los lanceros habían intentado resistir ante los enloquecidos animales, pero los escudos con que formaban una muralla defensiva se hicieron añicos como si fuesen de vidrio bajo el impacto de las enfurecidas bestias. Había docenas de mercenarios aplastados y hechos pedazos, ya que las armaduras resultaban inútiles contra los poderosos colmillos y las garras de los nauglirs. En los flancos de los jadeantes depredadores se veían astas partidas de lanzas que tenían clavadas, pero no parecía que las bestias percibieran el dolor ni las heridas.

Cayeron sobre las filas de esclavos, y la orgía carnicera comenzó de verdad.

—¡No! —gritó Malus cuando el camino se convirtió en un hirviente matadero en cuestión de una docena de segundos.

Los gritos de los esclavos se fundían en un solo alarido de terror ensordecedor mientras los gélidos los hacían pedazos y atravesaban a dentelladas el hueso y los grilletes con igual facilidad.

El noble corrió hacia la carnicería y vagamente reparó en que sus oficiales hacían lo mismo. Se fijó en las plumas negras de las flechas de ballesta que
Rencor
tenía clavadas en la paletilla. «Veneno —pensó—. Algo destinado a volver loco al nauglir.» La emboscada no había tenido la finalidad de arrebatarle a los esclavos sino de eliminarlos.

Malus se agachó para evitar la cola de un nauglir que azotaba el aire y corrió hacia el ensangrentado flanco de
Rencor
. La bestia tenía el hocico hundido en el torso de un esclavo muerto. Con un salto veloz, el noble aferró ambas saetas por el asta y las arrancó con una pequeña detonación húmeda.
Rencor
se estremeció y se volvió a mirar a Malus, y durante un trepidante momento el noble temió que la baba de nauglir ya no lo protegiera. Luego, la enorme criatura saltó al campo situado a la izquierda del camino y comenzó a caminar en círculos y olfatear el aire. Pasado un momento, se sentó sobre los cuartos traseros, con la energía agotada y los flancos subiendo y bajando a causa de los jadeos. El noble alzó las flechas con una mano cubierta de sangre.

—¡Las saetas han envenenado a los nauglirs! —gritó, furioso—. ¡Arrancádselas! ¡Deprisa!

En torno a él, los otros caballeros se dispusieron a atender a las monturas y les arrancaron las flechas que tenían clavadas. Con paso tambaleante, Malus atravesó el campo hacia
Rencor
y se detuvo al llegar junto al nauglir antes de volverse a mirar la devastación que había dejado atrás.

A lo largo de cien metros, el camino era una masa roja de carne hecha pedazos. Trozos de pálido hueso y destellante cadena brillaban bajo la llovizna. Las formas acorazadas de lanceros muertos sembraban el suelo; los cuerpos se veían contorsionados, en posturas antinaturales. Los gritos de los heridos resonaban en el aire.

Dos años de conspiración, tres meses de duras incursiones y el rescate de un príncipe en carne habían sido borrados del mapa en pocos minutos. Alguien lo había arruinado de un solo golpe, y lo había hecho de modo experto.

El entrechocar de armaduras y armas atravesó el campo procedente de las puertas de la ciudad. Un contingente de guardias avanzó hacia él, con las lanzas enristradas. El señor Vorhan iba a caballo junto a los soldados y la expresión de su rostro era inescrutable. Detuvo la montura a apenas diez metros de él y estudió la escena.

—Un terrible revés, temido señor —dijo con tristeza al mismo tiempo que sacudía la cabeza ante la carnicería. Miró a Malus—. Tal vez vuestra suerte cambiará la temporada que viene.

El noble estudió al señor del puerto.

—Tal vez —dijo al fin.

Después, cogió la ballesta que llevaba en la silla de montar y le disparó al señor Vorhan a la cara.

3. Contemplar la oscuridad

Una luz ajena al mundo de los vivos se filtraba a través del gran techo de cristal de la sala de audiencias, bañada por un espectáculo boreal de luz cambiante e inquieta. En lo alto de una plataforma circular, emplazada en el centro de la abovedada estancia, el drachau de Hag Graef, despiadado puño del Rey Brujo, se encumbraba como una pesadilla ante los súbditos.

Llevaba puesta la antigua armadura bruja del cargo, un intrincado conjunto de placas de ithilmar ennegrecidas, con afilados bordes curvos y garfios astutamente forjados. Una luz feroz y un humo acre emanaban de las junturas de la armadura y de los ojos de la máscara de demonio que cerraba el ornamentado casco, y cuando el drachau se movía, las articulaciones de la armadura gritaban como las almas de los condenados. Tres cabezas recién cortadas pendían de ganchos de trofeo en la cintura del drachau, y la pesada espada curva que sujetaba con la mano izquierda humeaba a causa de la sangre fresca coagulada. Llevaba la mano derecha enfundada en un guantelete rematado por garras, que tenía grabados centenares de diminutos sigilos relumbrantes. En la presa de esa mano provista de garras y fuerte como una prensa, un noble se retorcía en su propia sangre y suciedad, con los ojos encendidos de miedo y dolor.

El noble sólo veía oscuridad agónica y absoluta, pero no dejaba escapar un solo sonido. Los pálidos semblantes de los miembros de la corte brillaban como fantasmas en la oscilante luz de la sala, testigos de la desavenencia entre el noble y la noche antigua, y en espera de que les llegara el turno a ellos.

Era la culminación del Hanil Khar, la presentación del tributo y la renovación del juramento de fidelidad al drachau y, a través de él, al Rey Brujo. La corte interior estaba abarrotada de los verdaderos nobles de la ciudad, hidalgos prominentes y ricos en oro, esclavos u honores de batalla, con linajes y títulos vetustos. Las familias se hallaban reunidas en grupos separados, a prudente distancia de rivales e incluso de aliados, ya que los intentos de asesinato eran algo rutinario durante las reuniones públicas, en especial en los días de ceremonia como ése. Cada miembro de la familia era, a su vez, aislado por un círculo de oficiales de confianza, cosa que dejaba a cada druchii de alta cuna perdido en sus propios y solitarios pensamientos.

Malus observaba cómo el noble sufría sobre los escalones que había ante la plataforma, y deseaba ser él quien llevara puesto el terrible guantelete. La necesidad de atacar, de hender piel y carne y de derramar dulce sangre era tan intensa que le hacía rechinar los dientes. Sentía sobre sí los ojos de sus antiguos aliados, los nobles que habían invertido en su plan y habían corrido el riesgo de provocar la ira de sus hermanos y hermanas, por no hablar de la cólera de su temido padre. Lo contemplaban como lobos, esperando en las sombras el momento adecuado para clavarle los dientes en la garganta. Y podían hacerlo. Sabían exactamente lo débil que era.

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