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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio (10 page)

BOOK: La maldición del demonio
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De repente, se produjo un destello de luz verde azulado; uno de los guardias de Nagaira le dio a su señora una linterna ciega en la que ardía pálido fuego brujo. Ella la sujetó en alto y giró en un rápido círculo para orientarse.

—Allí —dijo al mismo tiempo que señalaba un rincón de la estancia—. Apartad los escombros. Encontraréis una trampilla.

Durante un momento, nadie se movió. Nagaira y sus bribones contemplaban a Malus y su grupo.

—¿Ya estáis cansados? —se burló Malus, impaciente ante aquella despreciable lucha de voluntades—. Muy bien. Virhan, Eirus..., abrid la trampilla.

Los hombres avanzaron de inmediato mientras lanzaban tétricas miradas a sus antiguos aliados. Alumbrados por la linterna de Nagaira, los dos guardias localizaron con rapidez un par de anillas de hierro que había en el suelo. Tras varios minutos de esfuerzo lograron levantar una de las hojas, cuyos goznes oxidados rechinaron. Debajo había un túnel casi perfectamente circular que se adentraba como un pozo en las profundidades de la tierra.

Según la leyenda, las madrigueras habían sido hechas varios siglos antes, cuando se había comenzado a construir el Hag. Un invierno, la tierra tembló bajo el castillo desde el ocaso al amanecer. Las losas del suelo subían y bajaban, y las torres se mecían bajo la luna. Los nobles y esclavos lo bastante valientes para aventurarse por las bodegas del castillo afirmaron haber oído un lento y profundo gemido que reverberaba a través de la tierra y la piedra, y dijeron que a veces se veían nubes de gases nocivos que emanaban a través de las grietas del suelo y envenenaban a los incautos.

El extraño episodio acabó de modo tan brusco como había comenzado, el primer día de primavera; ya avanzado el verano, una cuadrilla de obreros que reconstruía una torre derrumbada descubrió el primero de los túneles. Casi perfectamente redondos y abiertos en la roca sólida, los pasadizos recorrían kilómetros, volviendo sobre sí mismos una y otra vez, como si los hubiese hecho un gusano monstruoso. Nadie encontró nunca a la criatura —o criaturas— que había abierto los túneles, aunque a lo largo de los siglos una multitud de alimañas habían convertido el laberinto en su hogar.

En un lado de la pared del túnel había peldaños de hierro en forma de luna creciente.

—Recordad: permaneced cerca los unos de los otros —dijo Nagaira, que luego, sujetando la linterna, avanzó hasta el borde del agujero y comenzó a descender por los peldaños.

Dalvar avanzó rápidamente tras ella, pero Malus lo inmovilizó con una mirada terrible y entró en su lugar, con la ballesta preparada.

Unos seis metros más adelante el pasadizo comenzó a curvarse hacia la línea horizontal, hasta que los peldaños acabaron y Malus pudo ponerse de pie. Permaneció junto a Nagaira, y ambos aguardaron a que bajara el resto de la partida. Los únicos sonidos que se oían en el resonante espacio eran el raspar de los tacones de las botas sobre el hierro y un eco distante de agua que goteaba. En un momento dado, Malus le echó una furtiva mirada a su hermana, pero no pudo ver la expresión de ésta en las umbrías profundidades de la capucha con que se cubría; apenas distinguió la punta de la barbilla y un fugaz atisbo de la pálida garganta. Por el cuello de Nagaira ascendían los bordes del tatuaje en espiral, que parecía latir y moverse con vida propia.

Cuando la partida de incursión se ordenó en los dos grupos correspondientes, Malus organizó a sus guardias mediante suaves asentimientos de cabeza y gestos para que se mezclaran con los hombres de Nagaira. Si los dos bandos no podían separarse con mucha facilidad, difícilmente podrían sacrificarse el uno al otro ante la primera señal de problemas.

A Malus le resultaba claro que las madrigueras no habían sido hechas por un ser pensante, o al menos no por uno que estuviese cuerdo. Raramente eran del todo horizontales; ascendían y descendían, describían curvas, se cruzaban y volvían a cruzarse una y otra vez sin ningún propósito evidente. El avance era lento, aunque Nagaira parecía saber exactamente hacia dónde iba. Si había algún indicio o señal que indicara el camino, Malus no era capaz de identificarlos. Una lenta marea de inquietud comenzó a corroer los bordes de su acerada resolución, pero la hizo retroceder con una ola de negro odio. «Triunfaré —pensó con enojo—. Mientras tenga la espada y los sentidos alerta, no fracasaré.»

La partida de incursión avanzaba por los túneles en silencio, con los nervios tensos y los sentidos aguzados. El aire era húmedo y viciado, y un fango gélido cubría muchas de las curvas paredes. Las botas crujían a menudo sobre pilas de viejos huesos. Malus enseñaba los dientes a cada sonido, pues se preguntaba qué criaturas podrían sentirse tentadas de investigar el ruido.

Había numerosos lugares en que las madrigueras ascendían hacia la superficie y se encontraban con los cimientos de la fortaleza situada en lo alto. En ocasiones, el túnel atravesaba bodegas y mazmorras abandonadas, y en esos casos, Malus veía los restos de barrdes, mesas y herrajes aplastados por el peso de quien lo había cavado. Atravesaron varias estancias de ese tipo, cada una tan desierta como la anterior, y el noble comenzó a relajarse un poco. Fue entonces cuando casi cayeron en una trampa mortal.

La partida de incursión había llegado a otra espaciosa cámara, tan grande que al principio Malus pensó que la madriguera atravesaba una caverna natural, hasta que reparó en las losas del suelo. El resplandor de la luz bruja de Nagaira no llegaba hasta las paredes ni el techo del enorme espacio. Las zonas del suelo que Malus podía ver estaban cubiertas de desperdicios que le llegaban casi hasta la rodilla. Vio trozos de hueso y ropa vieja, herramientas oxidadas, objetos de cuero y restos de lo que podría haber sido carne reseca, además de muchos otros objetos irreconocibles.

Con Nagaira en cabeza, el grupo se adentró más en la estancia, pisando con cuidado entre las pilas de desperdicios. Ella se detuvo para orientarse, y en ese momento, Malus oyó el rumor. Era muy leve, casi como las pisadas de muchos pies pequeños, pero en el sonido había algo muy extraño, que el noble no pudo identificar. Alzó una mano a modo de advertencia.

—Que nadie se mueva —susurró—. Aquí hay algo.

Los druchii se detuvieron y volvieron la cabeza a un lado y otro, esforzándose por detectar el más leve movimiento en la oscuridad que los rodeaba. El rumor se oyó de nuevo: el rápido caminar de pies pequeños en algún lugar situado ante ellos. Algo golpeó una pila de desperdicios y desparramó por la estancia lo que por el sonido parecían trozos de loza y rocas sueltas. «Pies pequeños, pero cuerpo grande —pensó Malus—, y está intentando dar un rodeo para situarse detrás de nosotros.» Luego, volvió a oírse el sonido de pies, pero desde el otro lado del grupo. «Más de uno —comprendió el noble—. Pero ¿cuántos?»

Los druchii se movían entonces con inquietud, y la precavida expresión de los rostros en sombras sugería que el pensamiento de todos discurría más o menos por los mismos derroteros que el de Malus. Lhunara se acercó un poco más al noble, con las espadas gemelas dispuestas.

Malus volvió a oír el rumor, pero esa vez fue más fuerte y rápido; procedía del techo, directamente de encima de ellos.

Nagaira lanzó un grito, y el globo de luz bruja se avivó de repente como una hoguera y desterró a la oscuridad. Malus entrecerró los ojos ante la fuerte luz, y vio que se encontraban dentro de una espaciosa bodega de casi veinte metros de lado donde se amontonaban restos podridos de barrdes, canastas y estantes. Pálidas arañas cavernícolas, peludas, del tamaño de ponis, corretearon entre los desperdicios o se alzaron agresivamente a cuatro patas ante el repentino estallido de luz. Tenían ojos del color de la sangre fresca, y de los largos quelíceros goteaba veneno al volverlas locas de hambre el aroma a carne fresca.

Entre los druchii se alzaron gritos de alarma, y Malus intentó mirar en todas direcciones a la vez mientras se esforzaba por calcular cuántas arañas había. ¿Cinco? ¿Seis? Se movían con mucha rapidez y había demasiadas zonas en sombra para seguirles la pista a todas. El noble alzó la ballesta y apuntó a la más cercana, pero el disparo se perdió en el aire cuando Lhunara lo empujó hacia adelante para apartarlo del camino de la araña que saltó desde el alto techo de la bodega.

Malus rodó hasta quedar de espaldas mientras el resto de las arañas acometían a los druchii. Lhunara había caído bajo el arácnido, y el noble observó cómo los quelíceros de la criatura golpeaban una y otra vez el acorazado cuerpo de la oficial en busca de un punto débil a través del cual inyectar veneno. Soltó la ballesta y desenvainó la espada justo cuando la punta de una de las que empuñaba Lhunara hendía la parte posterior del tórax de la araña. La segunda espada describió un arco corto y cercenó uno de los quelíceros de la araña, de modo que empezó a manar una fuente de veneno verdoso. La araña pareció encogerse en forma de bola, con las patas en torno a la presa, pero Malus avanzó de un salto y le cortó tres extremidades de un tajo. Las espadas de Lhunara volvieron a destellar en la luz bruja, y el cuerpo de la araña, al haber perdido todas las patas, cayó hacia un lado.

El noble tendió una mano y cogió a la oficial por un antebrazo para alzarla con rudeza.

—¿Estás herida?

—No —replicó Lhunara al mismo tiempo que sacudía la cabeza. Por el frente del peto le corrieron gotas de veneno—. Pero ha faltado poco.

Malus volvió la cabeza violentamente de un lado a otro en busca de más arañas. Una vez que los druchii se habían recobrado de la sorpresa inicial, habían reaccionado con su salvajismo habitual. Dos arañas habían caído presas de las lanzas cortas de los guerreros de Nagaira, perforadas de lado a lado a causa del impulso de su propia acometida. Otras dos habían sido rodeadas y cortadas en pedazos, pues sus blandos cuerpos no ofrecían mucha resistencia a las hojas de acero. La quinta araña yacía a los pies de Nagaira, donde se disolvía lentamente en una humeante masa informe mientras la media hermana de Malus tapaba el frasco que había vaciado sobre la criatura y volvía a guardarlo en un bolsillo del cinturón.

El enfrentamiento había durado menos de un minuto y ninguno de los druchii había resultado herido, pero de no haber sido por la potente luz de Nagaira, las cosas realmente podrían haber salido de modo muy distinto. Ella le volvió la espalda a la araña que se disolvía y buscó el túnel que salía de la estancia.

—Por allí —anunció al mismo tiempo que señalaba hacia el otro lado de la bodega, y echó a andar como si no hubiese habido el menor contratiempo.

Malus recogió la ballesta y la recargó.

—Manteneos todos cerca —les dijo a los druchii reunidos—. Y no olvidéis mirar hacia arriba.

Continuaron caminando durante casi una hora más, atravesando cautelosamente otras bodegas y almacenes oscuros y abandonados. Al fin, en la entrada de una nueva cámara, Nagaira se detuvo y alzó una mano a modo de advertencia.

—Ya hemos llegado —anunció en voz baja.

Malus se quitó la capucha y se echó la capa hacia atrás por encima de los hombros. El resto de los incursores hicieron lo mismo, renunciando a la cautela a cambio de la visibilidad y la libertad de movimiento. Las espadas sisearon al salir de las vainas.

Nagaira tendió una mano con la palma hacia fuera en dirección a la entrada y la movió en un círculo cada vez más amplio, como si quisiera hacerse una idea de la forma de una estructura invisible. Lentamente, como si caminara contra un fuerte viento, atravesó el umbral y entró en la estancia. Malus se volvió a mirar a los incursores.

—Recordad, no toquéis nada. Matad en silencio y no dejéis testigos. —Luego, atravesó el umbral.

El noble reprimió un grito ante el frío —y la sensación de profunda inquietud— que lo inundó cuando entró en la estancia. Era como atravesar una membrana de carne viviente, una barrera que cedía ante su voluntad y, sin embargo, parecía viva y consciente.

Cuando recobró la lucidez, se encontró de pie en una habitación que en otros tiempos tenía que haber sido una bodega. Al igual que las otras cámaras, había un rastro de objetos aplastados y trozos de piedra que cubrían el camino del demente cavador, pero por lo demás la habitación estaba vacía. Una escalera de caracol recorría el perímetro de la estancia y acababa en un pequeño descansillo y una puerta de hierro oscuro.

En la sala había algo anómalo que al principio Malus no pudo determinar. Luego, cuando el siguiente druchii entró en ella y lanzó un audible grito de sorpresa, se dio cuenta de qué era: no había eco en la estancia de piedra. Simplemente, algo se tragaba el sonido, como si se hallaran al borde de un abismo sin fondo. Cuando estudió las paredes formadas por enormes bloques de piedra no pudo librarse de la sensación de que, de algún modo, eran porosas, como si pudiera atravesarlas con un dedo y llegar a algo que había al otro lado. No podía alejar la sensación, por muy sólida que la piedra pareciera ante sus ojos.

Uno a uno, los incursores entraron en la sala y cada uno quedó igualmente impresionado. Sólo Nagaira parecía imperturbable.

—Hemos atravesado la primera barrera de protecciones de la torre —susurró mientras comenzaba a ascender la escalera—. Espero encontrar una o dos más a medida que nos aproximemos al sanctasanctórum de Urial. A cada nuevo umbral las cosas estarán más... alteradas... que en el anterior.

Nagaira llegó a la puerta de hierro. Los siglos en desuso habían convertido el tirador y los goznes en masas de óxido apenas reconocibles. La druchii sacó un frasco pequeño de un bolsillo del cinturón y vertió algunas gotas de líquido plateado sobre la superficie de la puerta. Allá donde caían, aparecían manchas rojas, que se extendían rápidamente como grandes heridas en el metal carcomido. Se oyó el tintineo de algo que se quebraba, y de repente, la puerta se derrumbó en una pila de óxido que comenzó a oscurecerse.

Cuando ella devolvía el frasco al bolsillo, Malus pasó ágilmente junto a su hermana y tomó la delantera en el ascenso de la escalera que comenzaba al otro lado de la puerta. Nagaira alzó la cabeza y una severa reprimenda afloró a sus labios, pero Malus le hizo un gesto negativo.

—No podemos permitirnos que tú caigas en una emboscada —declaró con gravedad—. Será mejor que te mantengas en el centro del grupo. —«Y dejes que sea yo quien dé las órdenes», pensó Malus con petulancia—. Dalvar, cuida de tu señora.

Antes de que ella o Dalvar pudieran responder, Malus dio media vuelta y comenzó a subir con cautela. El ascenso duró más de un minuto. El druchii dejó atrás varios descansillos, pues si podía tomarse a Nagaira como ejemplo, esperaba que el sanctasanctórum de Urial estuviera en lo más alto de la torre. Finalmente, la escalera acabó en otra puerta, pero ésta se encontraba en mejores condiciones que la de la bodega.

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