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Authors: Mike Lee Dan Abnett

La maldición del demonio (3 page)

BOOK: La maldición del demonio
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Su nauglir,
Desgarrador
, era una bestia gigantesca, un tercio más larga que la de Malus,
Rencor
, y media tonelada más pesada. Una gran parte del peso de la criatura lo constituían las patas posteriores, de enormes músculos; cuando estaba dotado de una larga cola poderosa, un gélido era capaz de veloces carreras e incluso largos saltos si se lo ordenaba el jinete. Las patas delanteras, ligeramente más pequeñas, entraban en juego cuando caminaba o trotaba en los recorridos largos, y para sujetar a las presas más grandes contra el suelo mientras las enormes fauces y los colmillos afilados como navajas cortaban la carne y pulverizaban los huesos.

La gruesa piel escamosa de
Desgarrador
era de color gris verdoso oscuro, con una cresta de escamas más grandes y gruesas, gris acero, que corría desde el romo hocico cuadrado hasta la punta de la cola. Un par de pesadas riendas bajaban desde una anilla de la silla de montar y se sujetaban a unos aros de acero que perforaban las mejillas del gélido; aunque su aspecto era impresionante, garantizaban poco control real sobre la enorme criatura. Los nauglirs eran poderosos y casi insensibles a las heridas, pero también tontorrones.

Los jinetes conducían las monturas con fuertes golpes de espuelas en forma de perilla y, ocasionalmente, del extremo del asta de la lanza, y usaban las riendas más para sujetarse ellos que para cualquier otra cosa. Lhunara llevaba la lanza en posición vertical, apoyada sobre el estribo derecho, y los pendones verde oscuro restallaban en el fuerte viento.

—Sólo el croar de un sapo —gruñó Malus, oscilando ligeramente en la silla cuando
Rencor
retrocedió un poco ante la presencia del nauglir de mayor tamaño—. Ese lameculos de Fuerlan ha besado todas las botas de Hag Graef, y ahora ha puesto los ojos en las mías.

Lhunara frunció el entrecejo, cosa que hizo resaltar claramente una cicatriz que tenía en el rabillo de un ojo.

—¿Fuerlan?

—El rehén de Naggor. Mi primo —se burló Malus—, como ha puesto buen cuidado en mencionar. —Se le ocurrió una idea y se volvió a mirar al encolerizado señor del puerto—. Señor Vorhan, ¿cuándo llegó esta carta?

—Hace dos días, temido señor —replicó Vorhan con palabras contenidas y cuidadosamente neutrales—. Fue entregada por un mensajero especial, que venía directamente de Hag Graef.

Lhunara alzó una ceja ante la respuesta.

—Un sapo, pero uno muy bien informado —reflexionó la guardia.

—En efecto —convino Malus—. ¿Cuánto falta para que estemos listos para partir?

—Los esclavos y el resto del equipaje ya han sido descargados —replicó Lhunara—. Vanhir aún está en la ciudad, reuniendo provisiones.

Malus lanzó un juramento.

—Saciando su apetito de
courva
y piel suave, más probablemente. Ya nos dará alcance por el camino, y le haré arrancar una tira de piel por cada hora que se retrase. —Se puso de pie sobre los estribos—.
¡Sa’an’ishar
! —gritó, para que se le oyera desde el otro lado del muelle—. Preparaos para la marcha.

Sin pronunciar una sola palabra, Lhunara hizo que el nauglir girara y avanzara a saltos hacia el final de las filas de esclavos. Con la práctica de semanas de incursiones y marchas, la partida de guerra entró en formación con rapidez y profesionalidad, y la compañía de lanceros se dividió en dos filas que echaron a andar junto a la formación de esclavos, que arrastraban los pies. La mitad de la caballería de nauglirs formó en retaguardia a las órdenes de Lhunara, mientras que Malus tomó el mando de la otra mitad, en vanguardia de la columna.

—¡Arriba,
Rencor!
—gritó Malus al mismo tiempo que espoleaba a la montura en dirección al Camino de los Esclavistas.

Cuando la gran bestia comenzó a avanzar a grandes zancadas, el noble extendió un brazo hacia la parte trasera de la silla de montar y cogió una negra ballesta de repetición del gancho del que pendía.

El caballo del señor del puerto pateó el suelo y sacudió la cabeza, pero esa vez el jinete lo controló con un enfurecido siseo y un brusco tirón de riendas.

—¿Mi temido señor desea algo más? —preguntó mientras se tocaba el largo bigote—. ¿Barrdes de licor para las frías noches? ¿Un carnicero, tal vez? Perderás algo de mercancía antes de llegar a los pozos de esclavos, te lo aseguro.

—Ya tengo quien se ocupe de las provisiones —replicó Malus en tanto accionaba el complicado mecanismo que tensaba la poderosa cuerda de la ballesta, y metía una saeta de punta de acero en la estría—. Y mis jinetes son diestros en separar la carne del hueso. Sin embargo, tendrás el honor de escoltarnos a través de la ciudad hasta la Puerta del Cráneo.

Los ojos del señor del puerto se agrandaron. Era un druchii joven para un puesto de tan alto rango, cosa que delataba su astucia y ambición. A juzgar por el corte de sus ropas, el kheitan de buena calidad teñido de rojo y las joyas que destellaban en las empuñaduras de sus espadas, ya se había hecho rico forrándose los bolsillos con los sobornos que obtenía del comercio fluvial.

—¿Escoltaros, temido señor? Pero eso no es responsabilidad mía...

—Lo sé —replicó Malus a la vez que dejaba la ballesta cargada sobre su regazo—. Pero insisto. Sin un guía, a mí y a mi valioso cargamento podría acaecemos algún mal, y eso sería... trágico.

—Por supuesto, temido señor; por supuesto —tartamudeó Vorhan, cuyo delgado rostro se puso ligeramente pálido.

A regañadientes, taconeó y maldijo al asustadizo caballo para que siguiera a los nauglirs.

Las calles de Clar Karond estaban hechas para matar a los incautos. Al igual que todas las ciudades druchii, casas de altos muros se encumbraban sobre angostas calles serpenteantes perdidas en sombras. Estrechas ventanas —troneras para ballesteros, de hecho— contemplaban a los transeúntes desde lo alto. Cada casa era una ciudadela por derecho propio, fortificada contra los intrusos procedentes de la calle y contra las familias vecinas de ambos lados. Muchas calles y callejones no conducían a ninguna parte, cerrados por un extremo y con pozos mortales, o llevaban a las ponzoñosas cloacas de debajo de la ciudad. Era un lugar por el que los desconocidos caminaban con prudencia, y Malus luchaba por ocultar su inquietud mientras la columna avanzaba lentamente por el Camino de los Esclavistas.

Las marquesinas de las casas los protegían, en parte, de la aguanieve y la lluvia, pero el viento aullaba como un demonio por las estrechas calles e impulsaba a muchos de los habitantes a buscar placeres en el interior de los edificios. Apenas había espacio para que tres hombres caminaran juntos, cosa que hacía que la columna avanzara en apretada formación. El señor Vorhan marchaba entre los lanceros, que guardaban las filas de esclavos, y la amenazadora falange de nauglirs encabezaba la marcha; de vez en cuando, Malus se volvía para mirar al señor del puerto y escrutaba su rostro en busca de elocuentes signos de traición. Era de esperar algo semejante cuando había tanta riqueza en juego.

Lo mejor era salir de los confines de la ciudad antes de que las puertas fuesen cerradas al anochecer. Si la columna quedaba atrapada dentro durante la noche, Malus no tenía ni idea de dónde podrían hallar un lugar lo bastante espacioso para acampar y mantener vigilada la mercancía. Estarían a merced de todas las bandas y degolladores de la urbe, luchando en un entorno donde su caballería estaría en desventaja. Malus no tenía ganas de enfrentarse con esas probabilidades.

A pesar de los riesgos, avanzaron a buen paso y atravesaron la mitad occidental de la ciudad en poco más de una hora. Con el señor Vorhan a su lado, habían hecho el recorrido con rapidez, evitando los desvíos costosos. El sol estaba muy bajo y las sombras de los altos edificios eran profundas. La pálida luz bruja de color verde que emanaba de las altas ventanas destellaba en los puntiagudos cascos de la infantería y a lo largo de los brillantes filos de las lanzas. Pero la Puerta del Cráneo estaba cerca; Malus había comenzado a atisbar brevemente las puntiagudas almenas entre los edificios y sus picudos tejados.

Apretó los dientes. Si iba a producirse una emboscada, tendría que ser pronto. Se volvió en la silla de montar para supervisar el orden de la columna, pero la fila era tan larga que no pudo ver más de un tercio porque el resto se perdía de vista en un recodo. No había habido ni rastro de Vanhir y las provisiones; hasta donde sabía Malus, podría haberse reunido con la retaguardia de Lhunara, o podría estar tumbado y sumido en el sopor en una de las casas de placer de la ciudad.

Malus reconoció que se había pasado de listo al aceptar el juramento de servicio del noble en lugar de destriparlo. La prolongada humillación y un medio para chantajear a otra familia noble le habían parecido una buena idea en su momento. «Ahora es él quien me veja a mí a cada paso», pensó Malus con tristeza.

El señor Vorhan se irguió en la silla de montar al malinterpretar las intenciones de la feroz mirada del noble.

—Ya no falta mucho, temido señor —gritó—. Sólo tenemos que girar en esa esquina de allí delante.

—¿De verdad? —preguntó Malus. Alzó una mano y la columna se detuvo—. La vanguardia continuará —ordenó con voz lo bastante alta para que pudieran oírlo los guardias reunidos—. Y tú —señaló a Vorhan— nos acompañarás.

Sin aguardar respuesta, Malus espoleó a la montura para que avanzara.

La calle se prolongaba otros treinta metros y luego viraba bruscamente a la derecha. Las dos columnas de la vanguardia giraron en la esquina, con las lanzas en alto. Malus encabezaba la marcha con una mano posada suavemente sobre la empuñadura de la ballesta. Al otro lado del recodo, la calle se abría a una plaza pequeña, la primera que veía Malus desde que habían salido del muelle. Justo delante estaban las puertas de la ciudad, aún abiertas. Un destacamento de guardias se hallaba de pie, bajo el relativo cobijo del alto arco.

En la plaza no había nadie. Malus observó la escena con prevención. Las altas ventanas estaban bien cerradas para proteger el interior de los edificios de la creciente tormenta, y una fina capa de hielo que cubría el empedrado evidenciaba que ningún destacamento numeroso de hombres había cruzado la plaza poco tiempo antes. «La Madre Oscura me sonríe hoy», pensó Malus. Le hizo una señal a uno de los jinetes para que volviese atrás a llamar a la columna.

El señor Vorhan avanzó a caballo y se aclaró la garganta.

—El capitán de la puerta esperará una muestra de... cortesía... con el fin de mantener la puerta abierta durante el tiempo suficiente para que salga la columna. Por supuesto, me complacerá facilitar la transacción...

—Si hay que pagar un soborno, lo pagarás tú mismo —le espetó Malus—. Como cortesía hacia mí, ya me entiendes.

El señor Vorhan se tragó la réplica, pero el odio que brillaba en sus ojos era inconfundible. «Podrías resultar un problema la temporada que viene, señor Vorhan —pensó Malus—. Creo que tu carrera va a tener un final trágico y repentino.»

Tal vez porque leyó las intenciones en la mirada de Malus, el señor del puerto palideció y apartó los ojos.

—Adelante,
Rencor
—ordenó Malus al mismo tiempo que taconeaba a la bestia. Como un solo hombre, la vanguardia avanzó.

Si el capitán de la puerta había estado pensando en enriquecerse, la vista de una partida de caballería noble y el aire ceñudo del que iba en cabeza lo persuadieron rápidamente de lo contrario. A instancias del capitán, los guardias salieron de debajo de la arcada y quedaron expuestos a la lluvia y el aguanieve para que los nauglirs tuvieran espacio de sobra cuando entraran en el resonante túnel que conectaba las puertas interiores y exteriores.

La Puerta del Cráneo conducía a un camino situado al otro lado del valle, que atravesaba campos sembrados de piedras a lo largo de unos cuatrocientos metros antes de desaparecer en un bosque de pinos negros. Por experiencia, Malus sabía que el camino discurría a través del bosque durante unos cuantos kilómetros más antes de salir a terreno abierto, con campos de cultivo y tierras de pastura. En ese punto, una bifurcación que se dirigía al noroeste era el comienzo de la marcha de una semana hasta Hag Graef. Una vez que salieron de debajo del ominoso peso de la puerta de la ciudad, Malus apartó a
Rencor
de la columna y se quedó a un lado del camino para observar el paso del resto de la partida de guerra. Acarició ociosamente con los dedos la empuñadura del cuchillo para desollar que llevaba al cinturón, y abrigó la esperanza de ver al señor Vanhir y la caravana de carga aparecer tras la retaguardia.

La tropa de caballería de Lhunara ya casi había salido por la puerta exterior cuando Malus oyó un furioso bramido de uno de los gélidos de vanguardia, que entonces estaban a casi cien metros de distancia. De repente,
Rencor
dio un respingo cuando dos objetos agudos se le clavaron en una paletilla.

Malus recibió en la hombrera de la armadura el impacto de algo pequeño y punzante. El proyectil rebotó y le pasó zumbando a un par de centímetros de la nariz. «¡Ballestas!» Su mente trabajaba a toda velocidad mientras él se volvía de un lado a otro sobre la silla de montar en un intento de mirar en todas direcciones al mismo tiempo.

Un pandemónium reinaba a lo largo de toda la columna.

Los esclavos chillaban y se lamentaban mientras por el aire zumbaban más proyectiles. Los capataces pusieron a trabajar afanosamente los látigos y porras para obligar a la mercancía a volver a la fila, y los oficiales de infantería situados a ambos lados de la carretera les gritaban órdenes a sus hombres. En la vanguardia sonaron más bramidos de furia; probablemente, los gélidos habían olido sangre fresca. Había dos saetas de plumas negras clavadas en el flanco derecho de
Rencor
, y de las pequeñas heridas manaban finos regueros de icor. Era evidente que la escamosa piel de la bestia había absorbido la mayor parte del impacto.

«¡Allí!» Malus atisbo un pequeño grupo de figuras que se acuclillaban entre las rocas que había a la derecha del camino y, de manera desorganizada, disparaban flechas contra la columna. Llevaban ropones de color pardo y gris que se camuflaban perfectamente en el rocoso terreno.

Con un grácil movimiento, Malus guardó la ballesta en la parte posterior de la silla de montar y desenfundó la espada, que salió con un tintineo.

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