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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (9 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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»Sin embargo él insistió en atacar a los polacos impulsado por un irresistible deseo de emular los triunfos de sus antepasados. Así que, ataviado con una armadura de cota de malla que perteneció a sus antepasados y a la cabeza de un numeroso ejército, salió de Andrinópolis, en la parte europea del Imperio Otomano, dispuesto a darles una lección a los polacos.

»Para cuando había cruzado el Danubio y llegado a las orillas del Dniéster, era pleno y duro invierno. La larga marcha se vio interrumpida por motines y otros desastres. Cuando al fin se encontró con los polacos en el campo de batalla, fue incapaz de enardecer a sus propias tropas, a pesar de su valor personal. Sufrió una derrota y se vio obligado a hacer un llamamiento de paz.

«Regresó a Estambul casi a escondidas, vestido como un soldado raso y sin pompa y solemnidad. A pesar de ello, alegó una victoria que nadie se creyó.

«Antes de continuar —dijo Lale—, me gustaría hacerte una pregunta: ¿qué es mejor para un Sultán: que se le ame o que se le tema?

—Que se le ame —contestó Jaja sin vacilación.

—Sabía que ésa iba a ser tu respuesta, amado amigo —dijo Lale con un gruñido—. Demuestra, una de dos, o que eres todavía demasiado joven o que has leído demasiado el
Ghazal
. ¿No sabes que la solemne promesa de amor se puede romper con facilidad e impunidad, mientras que el vínculo que engendra el temor no se puede romper sin sufrir una inmediata retribución? Te digo, Jaja, que mi larga vida me ha enseñado que es mejor para un Sultán que se le tema a que se le ame, con tal de que evite que se le odie. Porque el temor es compatible con la ausencia de odio, además de bastar por sí mismo para hacer que la gente se comporte como debe comportarse. Por otra parte el odio invalida el temor y una vez suscitado, la vida del Sultán estará, antes o después, en peligro.

»La primera equivocación de Osmán fue el hacer que todo el mundo lo odiara, además de temerlo. Para agravar el estigma de su fracaso en la guerra, empezó a irritar a los jenízaros y al resto de sus subditos con una serie de cambios en la ley y, aun peor, con afrentas personales a todos los que tenía a su alrededor. Su codicia le incitó a pagar al ejército con moneda devaluada y a reducir sus provisiones. Y como si esto no fuera bastante, suscitó el odio de todos con su comportamiento personal.

»Con unos cuantos oficiales, elegidos por él, se dedicaba a merodear por la noche en torno a las casas y tabernas de Estambul, vestido como un vulgar ciudadano. A todo aquel a quien sorprendía consumiendo vino o tabaco o infringiendo otra cualquiera de sus enojosas leyes, se le aplicaban severos castigos. A los spahis, jenízaros y ciudadanos ordinarios, si no se los arrojaba al Bosforo, se los mandaba como esclavos a pasar el resto de su vida en la bodega de una galera.

»Así empezó el descontento general y el intenso odio que se apodera de un país cada vez que un gobernante se inmiscuye en los asuntos triviales de sus subditos.

»Fue entonces cuando Osmán cometió su segundo y fatal error.

Lale tenía al hablar un aspecto meditabundo, y no se quitaba la pipa de la boca, lo cual hacía muy difícil para Jaja seguir la complicada serie de acontecimientos, sin aguzar los oídos para poder comprender cada una de sus palabras.

—Organizó una conspiración pero se retrasó en ponerla en marcha. Eso es fatal cuando se trata de conspiraciones. Cuanto más se retrasan, más peligro hay de que se las descubra. Osmán se dio cuenta —con razón— de que los jenízaros y los spahis, que fueron en otros tiempos las mejores tropas del mundo, eran ahora la ruina del imperio. Hacía tiempo que habían perdido su sentido de la disciplina. Habían empezado a casarse en lugar de mantenerse célibes, como antes. Aceptaban sobornos y cuando no estaban conspirando contra los spahis o el palacio, conspiraban los unos contra los otros. Opinaban que se les recompensaba menos de lo que se merecían.

«Muchas veces les oí quejarse: ¿un mero ducado por la cabeza de un enemigo decapitado en el campo de batalla? Y por una suma así, ¿iba uno a arriesgar la vida? Se amotinaban y atracaban casas y tiendas en Estambul, cuando les apetecía. El imperio se estaba evidentemente hundiendo. Los galeones de los cosacos devastaban las costas meridionales del mar Negro; los navios venecianos bloqueaban el Mediterráneo; Anatolia era ingobernable; los persas amenazaban Bagdad. De hecho, las órdenes del Sultán apenas iban más allá de los muros de palacio. ¿Cómo iba a poder controlar a su propio ejército y restaurar así su propio poder?

»La conspiración que había fraguado era totalmente osada y demasiado enfocada hacia el futuro. Con la ayuda de Dilawar Bajá, su Gran Visir, y de Abaza Mehmet Bajá, gobernador de Erzurum en Armenia, concibió un plan ingenioso. Reclutaría un nuevo ejército con los belicosos turcos de Asia y los duros curdos de Siria. Fortalecería éste con mercenarios dignos de confianza, procedentes de Egipto, de manera que, en total, tendría un inmenso ejército de unos cuarenta mil hombres. Una vez reunido éste, él se dirigiría al Oriente, hacia Anatolia central, pero volvería secretamente a Estambul para acabar, de una vez para siempre, con los indómitos jenízaros y spahis.

«Para cuando estuvo reunido el ejército y Osmán anunció su intención de ir con su escolta en peregrinación a La Meca, como pretexto para salir de Estambul, sus verdaderas intenciones eran un secreto a voces. Y en una acción que no se puede calificar más que de inconsciente traición a sí mismo, Osmán cometió la estupidez de organizar el traslado de sus tesoros con él.

»Esta vez la rebelión de los jenízaros y los spahis tenía el pleno apoyo del Mufti, que no había olvidado cómo Osmán había menoscabado su poder, aunque a un mismo tiempo Osmán se había casado con su hija. Un antiguo ministro, Daoud Bajá, que odiaba a Osmán por no haberle nombrado Gran Visir, jugó un papel decisivo en el comienzo de los disturbios. Los soldados amotinados se reunieron en la Mezquita Azul, la de los seis minaretes construida por el padre de Osmán, el sultán Ahmed I, y exigieron que Osmán renunciara a su peregrinación a La Meca, alegando como pretexto que había una crisis gubernamental y que por lo tanto su ausencia pondría en peligro al imperio.

«Fueron aún más lejos. Dándose cuenta de que una manera de debilitar al Sultán era atacar a sus ministros, obtuvieron del Mufti un fetva, un escrito en forma de pregunta y respuesta:

»-¿Qué se les debe hacer a personas que corrompen al Sultán y roban los tesoros de los musulmanes, dando así lugar a rebeliones y disturbios? —La respuesta del Mufti no pudo ser más clara:

»-Se los debe ejecutar.

«Cuando el Sultán se negó a aceptar tal orden, los soldados amotinados se desparramaron por las calles de Estambul, allanando y saqueando los palacios del Gran Visir, el de Omer Efendi, el tutor del Sultán, y los hogares de muchos otros oficiales de la corte. Al ver que no podía apaciguar la rebelión, Osmán accedió a cancelar su peregrinación. Pero esto ya no era suficiente para satisfacer a los rebeldes. Pidieron las cabezas del Gran Visir, del tutor del Sultán, Omer Efendi, y del Kizlar Agá, y por supuesto las de todos los oficiales sospechosos de haber tomado parte en la conspiración.

»Hasta entonces y a pesar de las críticas contra la persona del Sultán, no se exigió su deposición o ejecución. De hecho, las peticiones de las cabezas de sus cómplices se habían disfrazado con diversos pretextos que no explicaban claramente las verdaderas razones de la rebelión. Al Gran Visir se le iba a ejecutar porque algunos jenízaros habían sido asesinados mientras saqueaban su palacio. Otros ministros y el Kizlar Agá iban a perecer porque se habían dejado sobornar o corromper. Así que la conspiración original había generado una contraconspiración y entre una y otra se aseguraron de que nada apareciera como realmente era.

»Fue cuando Osmán se negó a entregar a los hombres que se le exigían, cuando los soldados irrumpieron en Topkapi. Estaba vigilado solamente por los bustanches, que salieron corriendo aterrorizados. Los rebeldes entraron con facilidad en el segundo patio y, a través de la Puerta de la Felicidad, invadieron el casi sagrado tercer patio. Vieron entonces que Osmán y sus ministros se habían atrincherado en el edificio del harén.

»De repente y en medio de un gran tumulto, se oyó un grito: "¡Queremos a Mustafá!". Los excitados rebeldes reaccionaron inmediatamente al oírlo y, como no habían logrado encontrar a Osmán, se precipitaron ahora por las dependencias de palacio en busca del loco de Mustafá.

«Encontraron los Kafes sin dificultad alguna, pero descubrieron que Mustafá, en uno de esos repentinos momentos de obstinación que tienen los locos, rehusó abrir la puerta o parlamentar con ellos. Los soldados tuvieron que subir al tejado del edificio y abrir una brecha en él. Al mirar hacia abajo, vieron a Mustafá sentado en un cojín entre dos odaliscas negras, sonriendo con una expresión ausente. Hasta desde su nueva posición estratégica se dieron cuenta enseguida de que Mustafá no iba a atender a sus ruegos de salir y establecerse en el trono. Desesperados, ensancharon la brecha para que uno de ellos pudiera bajar sostenido por una soga, esperando que, personalmente, pudiera convencer a Mustafá de sus buenas intenciones. Pero éste se negó empecinadamente a dejarle abrir la puerta. Al no tener otra alternativa, ataron a Mustafá con una soga y lo subieron a la fuerza a través del tejado.

«Estaba al borde del colapso. No le habían dado ningún alimento durante tres días; los que lo vigilaban alegaron que la rebelión los tenía confusos. El plan de los rebeldes de poner a Mustafá sobre un caballo y hacerlo desfilar delante de la multitud como el nuevo Sultán, se tuvo que abandonar. En su lugar se le dio suficiente agua para saciar su sed antes de llevarlo al Salón del Trono para coronarlo por segunda vez.

«Mientras tanto continuaba el asedio del harén. Esperando, en el mejor de los casos, aplacar a los rebeldes y, en el peor, ganar tiempo, Osmán decidió sacrificar a su Gran Visir, Delwar Bajá y al Kizlar Agá. Se les entregaron ambos a los rebeldes por una puerta en el harén y fueron inmediatamente despedazados. Pero lo que al principio habría satisfecho a los rebeldes, ya no era suficiente. El olor de la sangre les confirmó en su determinación de capturar su presa principal.

«Al fin un spahi descubrió a Osmán escondido en una habitación de palacio. Estaba encogido de terror y llevaba sólo su ropa interior y un sencillo solideo. En ademán de mofa, el spahi se quitó su propio turbante y lo puso en la cabeza del Sultán. Pero el deseo de humillar a Osmán era tal que muy pronto se le puso a horcajadas en un jamelgo y se le condujo por las calles hasta los cuarteles de los jenízaros, entre los aullidos e imprecaciones de la multitud.

»En los cuarteles de los jenízaros se le permitió a Osmán que defendiera su caso en presencia del nuevo Gran Visir, Daoud Bajá, y otras personalidades. Quitándose el turbante en gesto de humildad y casi a punto de llorar, Osmán pidió perdón, echándole la culpa de sus acciones a la irresponsabilidad de su juventud y los malos consejos que había recibido. Al darse cuenta de que sus quejas caían en oídos sordos y de que la muerte se le avecinaba, suplicó que le permitieran dirigirse a las tropas que estaban reunidas fuera. Se le concedió su petición y se abrió una ventana para que pudiera hablar con las tropas. Sus palabras no surtieron efecto alguno. Tal era el odio que sentían por él que cuando les preguntó si ya no lo querían, contestaron con un bramido que no lo querían ni a él ni a sus descendientes.

»Fue conducido de nuevo por las calles, abarrotadas esta vez, para esperar su fin en la prisión de las Siete Torres. No tardó mucho en llegar. Esa misma noche el Gran Visir, Daoud Bajá, y tres de sus camaradas entraron en la celda de Osmán. Se le despertó bruscamente y a continuación se le echaron encima. Pero era joven, sólo tenía dieciocho años, valeroso y de fuerte complexión. Defendió su vida con ferocidad.

»Nadie sabe cómo murió finalmente Osmán —concluyó Lale—. Unos dicen que le dieron un golpe en la cabeza con un hacha, otros que un sable lo cortó en dos. A fin de cuentas, no importa. Lo principal es que su asesinato fue el primer regicidio en los anales de nuestro imperio.

VI

—Siempre me he preguntado a qué se debe que unos locos sean tranquilos y hasta dulces y otros violentos y peligrosos —dijo Lale—.Tal vez sea la manera en que los tratamos. He visto muchas veces a un grupo de dementes a quienes se ha sacado de sus mazmorras para divertir al público durante la fiesta de Bairam. Sucios, cubiertos de andrajos o completamente desnudos, los llevaban o sujetos con cadenas o arrastrados de un ronzal que les ponían alrededor del cuello. Sus guardianes los maltrataban continuamente para obligarlos a que se rieran o lloraran, o escupieran o profirieran juramentos, según exigieran los espectadores. Siempre terminaban volviéndose violentos y recibiendo duras palizas de sus guardianes.

Y como si de repente estuviera acordándose de algo, le preguntó a Jaja:

—¿Te dejan ya salir de palacio durante el día?

—No, Agá, no he salido una sola vez de palacio desde que entré en él.

—Lo harán pronto, una vez que hayas terminado tu educación. Primero te permitirán dos horas al día y esto subirá hasta cinco horas… Me lo dirás cuando ocurra, ¿verdad? Te pediré entonces que me compres cosas en el mercado en lugar de tener que depender de esos asquerosos guardianes. Me despluman por los pequeños favores que me hacen.

»Me resulta difícil encontrar evidencia absoluta de la locura de Mustafá —dijo Lale, cogiendo el hilo de su historia.

»Era moderado y de vez en cuando mostraba chispas de una inteligencia poco corriente. Ésa es la razón por la que algunos creyeron que era un santo. Cuando le contaron que habían ejecutado a Osmán, ordenó que se castigara a los que estuvieran implicados en el regicidio. Pero en otras ocasiones, se olvidaba de que Osmán había muerto y erraba por palacio llamando a su sobrino difunto para que apareciera y lo aliviara de la terrible carga que llevaba sobre sus hombros.

»Una noche, ya tarde, yo iba paseando por el Altinyol camino de mi cuarto cuando de repente me encontré cara a cara con el Sultán. Te puedes imaginar mi sorpresa dado lo avanzado de la hora y el espectáculo de esta aparición que parecía haber surgido de la nada. Estaba en los huesos, pálido y desmelenado, con ojos de terror que miraban furtivamente de un lado a otro. Antes de que yo tuviera tiempo de inclinarme ante él, me había sujetado el brazo y me formulaba su eterna pregunta:

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