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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (6 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Sin embargo, lo que más asombró a las otras muchachas e incluso a la Kahya, fue el que, a pesar de su indudable belleza, Kösem no hiciera el más mínimo esfuerzo para atraer las miradas del Sultán. Mientras que las otras jóvenes no perdían la menor oportunidad de hacerlo, Kösem se mostraba tan indiferente que ni se adornaba ni se vestía con elegancia. Parecía más interesada en progresar hasta ocupar un puesto de confianza y responsabilidad en la administración del harén, mostrando una actitud más parecida a la de las mujeres más viejas del harén, cuyas posibilidades de convertirse en las favoritas del Sultán eran muy remotas.

Aun así, aquellas personas encargadas de proporcionar placeres al Sultán no pudieron por menos de darse cuenta de su belleza; ésta fue la razón por la que un día se encontró en el Salón Real, vestida de seda y raso y adornada con joyas, al final de una fila de jóvenes que esperaban la inspección real. Los largos preparativos para este acontecimiento, que se consideraba normalmente como una oportunidad que podía cambiar el destino de una joven del harén para el resto de sus días, no habían logrado excitarla. Y ahora, plácida hasta el punto de parecer indiferente, Kösem permanecía de pie contemplando el ornado trono y las lujosas decoraciones de esta enorme estancia, mientras que las otras muchachas, con los nervios tensos hasta estallar, encontraban muy difícil el mantenerse serenas.

El Sultán entró por una puerta lateral, y Kösem vio a un joven de catorce años, cuya pequeña cabeza estaba ligeramente inclinada por el peso de su enorme turbante. Éste era blanco, coronado con una garceta también blanca de casi un pie de longitud, sostenida por un broche de diamantes y rubíes. Sus vestiduras, de un color rojo deslumbrante, estaban forradas de marta cibelina, y de su cintura colgaba una daga incrustada de diamantes. Todos los ojos estaban vueltos hacia él, excepto los de los eunucos negros que estaban alineados por las paredes y que mantenían sus miradas hacia adelante. El Sultán, tratando de disimular un ligero embarazo, arrugó el entrecejo e hinchó las mejillas mientras procedía a examinar a las jóvenes. Apenas las miraba a los ojos, conforme iba recorriendo la fila. Cuando llegó al final de ésta, donde estaba Kösem, se dio la vuelta y estaba a punto de volver sobre sus pasos cuando, súbitamente, se volvió otra vez y miró a Kösem a los ojos.

Tuvo que levantar los suyos ligeramente para poder hacerlo, porque ella era mucho más alta que él. Kösem sostuvo la mirada del Sultán con su acostumbrado aplomo. Hasta tuvo que reprimir una sonrisa. Porque la situación le parecía ridicula, y al final fue él quien tuvo que bajar los ojos antes de coger nerviosamente uno de los muchos pañuelos que llevaba bajo su faja y ponerlo rápidamente en la mano de Kösem. Ella se arrodilló como le habían enseñado a hacer, besó el pañuelo y se lo acercó a su regazo. Al ver esto, el Sultán sonrió y salió de la habitación.

Todas las jóvenes y damas de la corte celebraron con clamorosos aplausos el gran honor y predilección que Kösem había recibido, aunque mucho de este entusiasmo era probablemente falso. Mientras que el Kizlar Agá condujo a las otras muchachas a que las despojaran de las galas que se les habían prestado para la ocasión, la Kahya puso su brazo alrededor de los hombros de Kösem y la guió suavemente fuera de la habitación.

La Kahya hizo venir a su presencia, uno por uno, a los jefes de los diversos departamentos, todos ellos eunucos con experiencia, para que la ayudaran en la delicada tarea de preparar a Kösem para su primera noche con el Sultán.

El Guardián de los Baños la recibió primero. Supervisó cómo le afeitaban el cuerpo, le teñían con
henna
la región púbica, las manos y los pies, seguido por el lavado, perfumado y arreglo del pelo. Después de esto pasó a las manos de la Matrona de la Lencería, que la equipó con las más suaves camisas y bragas de gasa de seda, color de rosa. La Matrona de las Vestiduras completó el atuendo con amplios pantalones, chaleco y caftán, todos ellos hechos con el más fino brocado, adornados con hilos de oro y plata. Pusieron en sus pies chinelas de terciopelo, bordadas de oro, perlas y piedras preciosas.

Durante estos rituales que se llevaron a cabo con la máxima solemnidad, Kösem pasó de la indiferencia al temor. Su humor oscilaba entre la irritación de tener que aderezarse de esta manera para un muchacho de catorce años, por muy Sultán que fuera, y el desafiante temor de cómo iba a resultar todo. Lo que dominaba sus pensamientos era la inquietud de que no era virgen y de que se suponía que el Sultán realizaba el acto sexual solamente con vírgenes, al menos la primera vez. Por otra parte, trataba de convencerse a sí misma, no había sido ella quien había asegurado ser virgen. Que su primer señor se atuviera a las consecuencias.

Otro pensamiento la inquietaba. Apenas había subido Ahmed al trono cuando adquirió la reputación de ser cruel y tiránico, como algunos de sus antepasados. Cuando no había pasado un año de ser Sultán, desterró a su abuela, la vieja Safiye de la casa veneciana de Baffo, al viejo palacio. Allí se la encontraron un día estrangulada en su lecho. Dos semanas más tarde su propia madre fue ejecutada. Los susurros del harén implicaban al Sultán en ambos crímenes, pero Kösem no tenía medios de conocer la verdad.

Terminado el arreglo personal, se invitó a Kösem a que fuera a la
suite
de la Kahya, para que esta última, mientras tomaban una taza de café, le aconsejara cómo comportarse en la alcoba del Sultán.

—Nunca entres en la alcoba hasta que el Sultán se haya retirado —le advirtió la Kahya—. Los eunucos de guardia fuera de la habitación te indicarán con una señal cuándo puedes entrar. Una vez allí, no entres de ninguna manera en el lecho real por un lado. Acércate a los pies de la cama silenciosamente, levanta la colcha, llévatela a la frente y deslízate dentro humildemente. Después de esto, puedes ir ascendiendo hasta llegar al mismo nivel en que esté el Sultán… ¡Pero todo muy suavemente!

Kösem pensó en las tumultuosas proezas en el lecho de su primer amo….

Se le dieron otras instrucciones de naturaleza más íntima, todas ellas destinadas a ayudar a Kösem a conquistar al Sultán con sus encantos, de manera que fuera suya durante varias noches.

—Lo principal es que el Sultán te deje embarazada y que le des un heredero al trono —repitió la Kahya.

Se convertiría entonces en una Kadina, esposa oficial del Sultán, con su propio apartamento, ayudantes, esclavos y eunucos. Eso además de las riquezas fabulosas de que la colmaría el Sultán. Y si seguía teniendo suerte y uno de sus hijos llegaba a ser Sultán, se convertiría entonces en la Sultana Validé y no habría ningún obstáculo en su camino.

A las nueve de aquella misma noche, dos eunucos la llevaron en una silla a la puerta de la alcoba del Sultán. A cada lado de esa puerta estaba de pie un eunuco, como una estatua, con su piel del color del azabache reflejando la luz de las antorchas que allí ardían. Uno de ellos se hizo inmediatamente a un lado y le hizo una seña para que entrara. ¿Quería decir esto que el Sultán estaba ya en la cama? En contra de lo que esperaba, Kösem se lo encontró completamente vestido y lavándose las manos en la fuente de varios pisos que estaba situada a un lado de la habitación. Los ojos de ambos se encontraron de nuevo y él fue otra vez el primero que volvió la cabeza, diciendo, al hacerlo, con una voz ligeramente trémula: —Puedes quitarte la ropa y meterte en la cama. Ni al irse quitando la ropa ni al meterse en la cama notó que la mirada de Ahmed estuviera fija en ella. Terminó de lavarse las manos y la cara y a continuación se entretuvo con un libro iluminado que hojeó nerviosamente. Era imposible que estuviera leyendo nada en él, porque las arañas de cristal, que quemaban aceite de linaza, apenas daban luz para poder leer.

Finalmente tiró el libro en una de las alacenas empotradas en la pared y comenzó a desnudarse. El corazón de Kösem empezó a palpitar, no ante la expectativa del placer sino con un sentimiento de temor. Hizo un sitio para él a su lado, cerró los ojos y se quedó allí echada, rígida de miedo, resignada a su sino.

Todo terminó en el espacio de un minuto. ¿Habría notado él que ella no era virgen? Si fue así, no dio la menor indicación. Se quedó simplemente echado a su lado respirando entrecortadamente.

Y con el instinto de una mujer de experiencia, supo que el Sultán era uno de esos hombres que, por muchas mujeres que tuvieran, nunca se sentían seguro de sí mismos en el lecho.

—¿Vuelvo a mis aposentos, señor? —susurró Kösem, más para comprobar su reacción que para romper el largo y embarazoso silencio que se había hecho entre ambos.

—No, puedes quedarte.

Sintió tal alivio que una repentina oleada de gratitud la envalentonó y puso sus brazos alrededor del cuerpo de Ahmed en un amoroso abrazo. Los sentidos de él se despertaron y volvieron a hacer el amor.

Y esta vez él tuvo oportunidad de probar la sexualidad controlada que parecía permear todo ese suave cuerpo en el momento de la entrega.

Ahmed se levantó temprano para las oraciones del alba. Era la costumbre que, mientras él hacía sus abluciones, se le permitía a ella inspeccionar su ropa y coger legalmente todo lo que encontrara en sus bolsillos. Pero Kösem era demasiado lista para denigrarse como una concubina cualquiera de una noche, deseosa de apoderarse de lo que se le debía. Salió de la habitación confiada en que sería suya muchas más noches.

Él la mandó a buscar la noche siguiente, y la siguiente, y todas las noches que siguieron a éstas durante quince días, hasta que fue temporalmente imposible para ellos el hacer el amor, por la razón acostumbrada. Aun así, deseaba su constante compañía de día y de noche y no hubo lugar a dudas de que no podía ya vivir sin ella. Lo había cautivado con la suavidad de su cuerpo de marfil, pero por encima de todo le había hecho sentirse un hombre por primera vez.

Y durante aquellas semanas su posición en el harén mejoró considerablemente.

Se le habían dado un apartamento y esclavos propios, ropas fabulosas y, en su calidad de consorte del Sultán, se la dispensó de todos los otros deberes en el harén. Cuando al mes siguiente le dijo al Sultán que estaba embarazada, Ahmed le asignó extensas propiedades que devengaban grandes rentas. Como un regalo personal, le dio un par de pendientes, cada uno de ellos con un diamante tan grande como una castaña y debajo de él un rubí para realzarlo. El placer que Kösem experimentó al recibirlos habría sido menor si hubiera sabido que pertenecieron una vez a Baffo, la veneciana, la abuela del Sultán, que sufrió una muerte tan espeluznante.

Al acceder al trono muy joven y sin experiencia, Ahmed inevitablemente tenía que confiar en la gente que tenía alrededor de él. Primero fue el Kizlar Agá el que tuvo influencia sobre él. Después su tutor, el bajá Lala Mahomet, un bosnio, con considerable experiencia militar y administrativa. Pero pronto se empezó a notar la influencia de Kösem.

Había adoptado con el Sultán una actitud que garantizaba el poderlo someter a su voluntad. Conociendo su inseguridad en relación con su virilidad y segura de que lo había cautivado, empezó a hacerse desear. Nunca le pidió nada. Fingía estar por encima de todas las posesiones materiales. Al mostrarle una especie de plácida indiferencia, hacía muy difícil para él el lograr satisfacerla. Sólo en contadas ocasiones le mostró los placeres voluptuosos que le esperaban al adueñarse de una mujer como ella.

En asuntos de Estado, Kösem poseía las dos características indispensables para todo el que gobierna: resistencia y amor por la intriga. Su inagotable energía, sus encantos, su mente calculadora, su habilidad para fingir que su corazón estaba palpitando con sincera emoción mientras estaba urdiendo sus mentiras, todo esto, en suma, hacía de ella una formidable aliada o un adversario mortal. Sabía exactamente cuándo dar un paso o cuándo dar tiempo al tiempo y ponía buen cuidado en que todas sus acciones parecieran ser beneficiosas para su amado Sultán y para el imperio.

Las horas que había pasado una vez estudiando minuciosamente sus cuentas, las pasaba ahora junto a una pequeña ventana que daba al interior del Salón del Diván. Allí se reunía el Consejo de Estado desde el sábado al martes. Esa ventana, a donde se podía llegar desde el interior del edificio del harén, había sido deliberadamente construida por Solimán el Magnífico para poder seguir las deliberaciones del Consejo sin ser visto. Fue un don del cielo para Kösem. En muy poco tiempo llegó a convertirse en persona bien versada en los asuntos del gobierno.

Comprendió rápidamente que, además del Sultán, había tres centros de poder en el gobierno, cada uno de ellos en conflicto permanente con los otros dos: los jenízaros, los spahis y los ulemas. Los tiempos eran duros. La lucha contra los cristianos de Europa oscilaba, sin que hubiera un evidente ganador. La lucha contra los persas en el Oriente iba mal. El Sultán era demasiado débil para controlar los tres centros de poder.

Esta situación le proporcionó a Kösem una excelente oportunidad para manipular a cada centro de poder contra los otros dos, y al mismo tiempo para crear su propia facción en cada uno de esos centros. Su instrumento capital era la concesión de favores. Pero, siendo como era una hábil manipuladora, se aseguraba siempre de hacer que sus favores fueran difíciles de conseguir. Porque si no lo eran, no se valorarían debidamente.

Y mientras tanto, compartía el lecho del Sultán y lo rodeaba con sus espías que le comunicaban cada uno de sus movimientos. Su primer embarazo le dio al Sultán dos hijas gemelas… Una gran desilusión. Pero después dio a luz a tres varones, uno tras otro, y esto consolidó su posición.

En tanto que mantenía su control sobre el Sultán le pareció imprudente tomar ninguna decisión contra su principal rival, Mahfiruze, la madre de Osmán, el primer hijo del Sultán. De hecho, hasta le solía recordar al Sultán, de vez en cuando, que visitara a Mahfiruze, para cumplir con su deber, según el islam. Porque, aunque un musulmán puede tener cuatro esposas oficiales, le debe otorgar a cada una lo que le es debido, incluido el compartir con ella el lecho una vez a la semana; Kösem no iba a dejar que el Sultán, un devoto creyente, infringiera la ley por culpa de ella. Además sabía que no estaba interesado en Mahfiruze y por lo tanto estas visitas no iban a afectar el poder que ella tenía sobre Ahmed. Era más probable que mantuvieran contenta a Mahfiruze y que tal vez la disuadieran de intrigar contra Kösem.

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