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Authors: Alfred Shmueli

Tags: #Histórico, Aventuras

El harén de la Sublime Puerta (7 page)

BOOK: El harén de la Sublime Puerta
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Es más: una noche que pasara el Sultán con una joven nueva no le preocupaba. Años de vivir con él le habían dado el firme convencimiento de que sólo un cierto tipo de mujer le atraía: una mujer que fuera al mismo tiempo maternal y estricta, y ella parecía sobresalir en estos atributos. Había llegado a la conclusión de que Ahmed era romántico por naturaleza y prueba de ello era que escribía poesía; si, de vez en cuando, cometía un acto de crueldad, era solamente para recalcarles a los demás que era un hombre.

Era ésta una teoría que ella iba a poner a prueba.

IV

Empezó cuando Kösem notó que el Sultán iba a visitar a su hermana con más frecuencia de la acostumbrada. Por añadidura fue en la época en que Kösem estaba muy avanzada en su embarazo y por lo tanto no podía compartir su lecho. Al empezar a concebir sospechas, dio la voz de alerta a su espías y recibió muy pronto un informe inquietante. Parecía ser que en el curso de esas visitas, se le servían refrigerios y se le entretenía con un espectáculo de un grupo de jóvenes esclavas que bailaban desnudas. A decir de todos, se había enamorado de una de ellas, una joven circasiana, llamada Salihe, que cantaba y bailaba de forma cautivadora.

La noticia hizo que Kösem mandara venir al Kizlar Agá para que éste diera órdenes de que se le trajera a su presencia a la joven en cuestión. En el momento en que Kösem vio a la muchacha se le encogió el corazón. Era esbelta, tan alta como Kösem, con la misma piel color de marfil y el cabello negro como el azabache. La única diferencia entre ellas era, además de la de la edad, el color de los ojos de la joven. Eran verde esmeralda, algo poco frecuente entre las mujeres circasianas, lo cual hacía su belleza aún más pecaminosa.

La joven, sin saber por qué se le había hecho venir a presencia de la Kadina, se quedó de pie respetuosamente ante Kösem, con las manos cruzadas delante del pecho, conforme a la costumbre.

—He oído decir que cantas y bailas extraordinariamente bien —dijo Kösem, recorriendo con sus ojos el cuerpo de la muchacha.

—Hago lo que puedo para agradar, Kadinefendi.

—Y ¿dónde has aprendido cómo agradar?

—En mi ciudad natal, Kadinefendi.

—Pareces muy joven, ¿cuántos años tienes?

—Diecisiete, Kadinefendi.

—Con tu belleza y tu inteligencia, debes volver loco a tu señor. —Gracias, Kadinefendi —contestó la muchacha sin perder su aplomo.

«Llegarás muy lejos», pensó Kösem.

Estaba a punto de despedir a la joven cuando se le ocurrió repentinamente una idea.

—¡Ven aquí, muchacha! —exclamó.

Kösem se quitó sus grandes pendientes de diamantes, los que le había regalado el Sultán, y se los ofreció a la muchacha. Ésta vaciló, pero sólo unos instantes. Los pendientes eran un regalo demasiado grande y ella no había esperado ninguno. Pero cuando Kösem insistió, la joven cogió los pendientes de las manos de Kösem sin mostrar la menor violencia.

—¡Vamos, muchacha, póntelos! —le instó Kösem.

La joven accedió.

—Ahora estás verdaderamente hermosa. Ve a mirarte en el espejo.

Asombrada de su suerte, la joven se inclinó hasta el suelo y salió de la estancia.

Era el día del fabuloso matrimonio del bajá Kapudan (el almirante de la flota) y la hija mayor del Sultán y Kösem, una niña de siete años. El matrimonio era típico de las costumbres de aquellos tiempos. A las muchachas de descendencia imperial se las casaba muy jóvenes y si su esposo moría, se las volvía a casar enseguida. Como Lale le iba a explicar a Jaja, entre maliciosas risitas, matrimonios así no eran lo que parecían. Aunque no podía por menos de cimentar la relación entre el Sultán y uno de sus importantes oficiales, un matrimonio así podía también resultar un verdadero castigo. La muchacha, demasiado joven para ser un objeto de deseo sexual, sería una carga más que un placer. Se la tenía que educar y mantener en circunstancias apropiadas a su rango como hija del Sultán. Mientras tanto el desdichado esposo tenía que despachar a todas sus atractivas mujeres y concubinas o al menos asegurarse de que sus momentos de placer con ellas se mantenían en secreto, después de haber sido manifiestos y despreocupados.

Después de la entrevista entre Kösem y la muchacha circasiana, aquélla y el Sultán estuvieron durante algún tiempo muy ocupados preparando el matrimonio. Había que llegar a un acuerdo acerca de los regalos nupciales y reunirlos, aunque por lo habitual era la costumbre el decidir de antemano en qué iban a consistir. Eran generalmente copas de oro cubiertas de piedras preciosas, juegos de diamantes y pulseras, collares de perlas, un ejemplar del Corán encuadernado en nácar e incrustado de diamantes, vajillas de plata y oro, cortes de gasa de color rosa pálido para camisolas, toneladas de tela de hilo inglés, fardos de seda y brocado, pantuflas de hilos de oro puro adornadas con turquesas y rubíes, innumerables tarros de perfume, cajas de jabones perfumados, peines de marfil y espejos en marcos de oro. Además, por supuesto, suficientes esclavos de ambos sexos para llenar diez carruajes. Todo esto con una dote en metálico de miles de monedas de oro.

No era que el Sultán sacara de su propio bolsillo el capital para esos dones. En ocasiones así, se esperaba que cada bajá del imperio prestara una contribución de acuerdo con sus medios y categoría. Para impedir que hubiera regalos idénticos, el chambelán del Sultán informaba a cada donante de lo que se necesitaba.

Durante estos ajetreados preparativos, Kösem y el Sultán pasaron más tiempo juntos. Él le consultaba a ella acerca de todo hasta el último detalle y defería, en la mayoría de los casos, a su juiciosa opinión. Hasta fueron juntos a consultar al astrólogo de la corte acerca de cuál sería la fecha más favorable para el matrimonio y la hora para el principio de la procesión de la novia desde Topkapi al palacio de su esposo. Después de muchos conjuros y ensalmos, el astrólogo sugirió fecha y hora. Iba a ser al mediodía del día del solsticio de verano, la hora y el día del cumpleaños de Kösem.

La ceremonia tuvo lugar en el Pabellón de la Sagrada Capa, en el tercer patio, donde se guardaban la capa y la espada del Profeta. Terminada la ceremonia, empezó la procesión al palacio del esposo que duró el resto del día. Mientras tocaban las bandas de música, un regimiento de spahis vino cabalgando desde Topkapi, seguido por un contingente similar de jenízaros a pie. A éstos los seguía un contingente de guardias de palacio y una procesión interminable de dignatarios y sus lacayos. Entonces venían los fabulosos regalos. Se exhibía cada una de las piezas o artículos en carruajes abiertos o en jaulas de entramado de plata transportadas por miles de pajes, para que el público los viera con los ojos desorbitados de asombro y se deshiciera en alabanzas. La procesión de los regalos, por sí sola, tenía una longitud de cerca de un kilómetro y terminaba con el regalo más preciado de todos, la propia novia, de siete años de edad.

No es que el público le pudiera ver la cara. Iba sola en un carruaje, con las cortinas corridas. El público se tenía que contentar con ver, admirado, el carruaje incrustado de joyas y los caballos extravagantemente enjaezados.

Años más tarde, esta ocasión le dio a Lale la oportunidad de contarle algo a Jaja:

«Cuando yo iba caminando detrás del carruaje, pude oír claramente a la chiquilla llorar y llamar a su madre… Aunque, por supuesto, nadie podía ayudarla. Además, más le valía hacerse a la idea y acostumbrarse… ¡Y que yo sepa, lo hizo!… Su madre la casó cinco veces, pasándola cada vez como si estuviera intacta… ¡Y probablemente lo estaba!… Sus cinco maridos eran todos hombres viejos y no habrían sido capaces de alzar su polla más de un cuarto de pulgada».

La noche de aquella primera boda, agotados pero eufóricos, se retiraron temprano a sus respectivos aposentos. El día podía bien haber sido propicio, pero fue también cálido y bochornoso y las festividades nupciales les dejaron sin un átomo de energía. Aun así, Kösem no podía descansar todavía, porque tenía cosas importantes que hacer. Esa misma mañana recibió un mensaje secreto informándola de que aquella noche la joven circasiana Salihe iba a visitar al Sultán en su alcoba. Con su decisión y energía habituales, Kösem había ya tomado las medidas necesarias para frustrar el placer del Sultán. Un grupo de sus fieles esclavos, que incluía dos corpulentos mudos, estaban encargados de desviar a la joven en su camino a la alcoba del Sultán y llevarla a la de Kösem. Y ahora, toda oídos y muy nerviosa, esperaba en su apartamento para enterarse del desenlace de su plan.

Al oír en el patio sonidos de pisadas que se aproximaban, abrió la puerta de par en par. El espectáculo que tenía ante sus ojos le proporcionó cierto alivio. Uno de los mudos llevaba a la muchacha circasiana sobre uno de sus hombros, como una alfombra enrollada, con la boca amordazada y las manos atadas detrás de la espalda. El otro conducía a los dos eunucos que habían acompañado a la joven. Sus brazos estaban atados y cada uno de ellos llevaba una cimitarra colocada encima del cuello por uno de los eunucos de Kösem.

Esta dio órdenes inmediatamente a los eunucos de que se llevaran a los dos prisioneros y los tuvieran bajo estricta vigilancia hasta la mañana siguiente. A continuación les hizo señas a los mudos para que entraran con su presa.

No había tiempo que perder. Primero ordenó a los mudos que le quitaran toda la ropa a la joven. Hecho esto, Kösem se inclinó sobre ella y con un movimiento rápido arrancó los pendientes de diamantes de las orejas de la muchacha. Los balanceó en triunfo durante unos instantes ante los ojos color de esmeralda de la joven, pero la mirada de ésta sólo manifestaba una atónita expresión de terror. Para no perder más tiempo en ella, Kösem se volvió hacia los mudos y les ordenó que la estrangularan y arrojaran su cuerpo al Bosforo.

Con la marcha de los mudos, terminaba la primera parte del plan de Kösem. Mandó ahora venir a una de sus propias esclavas y le ordenó que se pusiera la ropa de Salihe. Para ganar tiempo y a pesar de su extremo cansancio ayudó a vestirse a la muchacha lo mejor que pudo y la mandó con dos eunucos de escolta a la alcoba del Sultán.

Al fin podía relajarse e incluso sonreír al imaginarse la sorpresa del Sultán cuando descubriera que le habían privado de su placer. Le demostraría que ella, Kösem Mahpeyker, no permitiría que nadie, ni siquiera el propio Sultán, jugara con ella. ¿Acaso no había alcanzado una posición de importancia y no había pagado en cada ocasión el precio que se requería de ella? En esta vida era cuestión de luchar para vencer al adversario y todo el mundo se defiende a sí mismo. No era que ella hubiera pedido ser una Kadina, ni siquiera una simple Ikbala. Se habría contentado con permanecer para el resto de su vida como ayudante de la tesorera del harén. Pero todo el mundo, desde la Kahya hasta la más humilde Cariye, había insistido incesantemente para que fuera una Kadina. ¡Así sea, y así fue! ¡Que nadie se creyera que podía usurpar su puesto! ¿No le había dado dos hijos al Sultán? Y si era la voluntad de Dios, sería también un hijo lo que llevaba en su vientre. ¿Creían que había trabajado tan duramente al tomar en sus manos las riendas del poder, quitándole a ese tonto de Sultán ese peso de los hombros, para dejar que otra mujer ocupara su puesto?

Tumbada en la cama, agotada pero satisfecha de sí misma, dejó que se cerraran sus cansados ojos. Su último pensamiento antes de quedarse dormida fue que, si caía sobre su cabeza en cualquier momento un torrente de insultos, no había por qué permitir que esto la desvelara. Dejaría que las cosas siguieran su curso. Finalmente todo pasaría, reinaría de nuevo la calma y ella saldría ilesa del escándalo.

Durante la noche, nada pasó que alterara su sueño. Lo primero que pensó cuando se despertó fue que tal vez estaba equivocada en lo que pensaba del Sultán. Tal vez no era diferente del resto de su sexo, incapaz de distinguir una mujer suculenta de otra. Llamó a sus esclavas para que le ayudaran a lavarse y vestirse y al darse cuenta de que tenía hambre, encargó un abundante desayuno. La llamada del Sultán llegó a mitad de éste. Pero resolvió terminar de desayunar antes de acudir a su presencia. A menudo le hacía esperar un poco, pero hoy era uno de esos días en que no debía apresurarse. La prisa indicaría ciertamente un sentimiento de culpabilidad. Además, el Sultán tenía que darse cuenta de que su estado le obligaba a andar despacio y con cierta dificultad. Por casualidad o por deliberada decisión llevaba un caftán ceñido que hacía que su vientre pareciera enorme.

El Sultán estaba en el Salón del Trono, con aspecto enfurruñado. Estaba demacrado, como si no hubiera dormido en toda la noche, y tenía en la boca esa fea mueca que aparecía en ella cuando estaba a punto de cometer un acto cruel. Kösem decidió mantenerse inflexible, a cualquier precio.

Él le dirigió una mirada que rebosaba violencia y con una voz que temblaba de ira reprimida, le preguntó:

—¿Qué quiere decir todo esto?

—Yo estaba a punto de hacerle a mi Señor la misma pregunta —contestó ella, tratando de sonreír.

—¡No evadas mi pregunta, mujer! ¡Contéstala! —gritó.

—Mi Señor conoce ya la respuesta. No obstante, voy a explicársela de nuevo a mi Señor. Yo no permito que ninguna mujer usurpe el lugar que yo ocupo al lado de mi Señor. Le he dado a mi Señor varias hijas y dos hijos y, por la gloria de Alá, estoy a punto de darle un tercer hijo.

—¿Qué quieres decir con todo esto, mujer estúpida? ¿Es que no sabes que el Sultán se acuesta con quien le da la gana?

—No es el acto sexual a lo que me opongo, Señor, y bien lo sabéis.

—¡No lo comprendes, mujer! ¡Yo soy el Sultán y hago lo que quiero! —silbó entre dientes.

—¡Y yo os he dicho que soy Kösem y que ninguna mujer ocupará el lugar que me corresponde al lado de mi Señor! —contestó Kösem, con ojos que despedían fuego.

—¡Eso lo vamos a ver ahora mismo!

—¡Mi Señor puede hacer lo que desee!

—Y ¿qué has hecho tú con la joven?

—Si mi Señor quiere saberlo, se la puede hallar en el fondo del Bosforo —contestó ella con actitud desafiante y sin asomo de temor.

El Sultán la miró fijamente, incrédulo.

—¿Qué estas diciendo, maldita mujer? ¿Quieres decir que la has mandado ahogar?

—¡No, mi Señor! ¡La habían estrangulado ya cuando la arrojaron al Bosforo!

El rostro del Sultán se crispó en un rictus involuntario.

—¡Entonces tú morirás como murió ella!

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