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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (6 page)

BOOK: El corazón del océano
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—¡Me mataréis igual!

—Sí, pero sin hacerte daño —rio Mantecas. Pese a su gran tamaño tenía una risita aguda, que sonaba como el chirrido de un gozne.

—¿Dónde la has escondido? —Tuerto le dio varios cintarazos con la vaina de su espada—. ¡Canta de una vez!

Alonso sentía tal dolor que ni siquiera podía hablar, tan solo retorcerse.

—¡Mátalo para que se esté quieto, Tuerto!

—¡No seas lerdo, Mantecas! Si no lleva la lista encima y lo matamos, ¿cómo vamos a averiguar dónde está?

—¡Dándole tormento!

—¿Después de muerto? ¡Los muertos no hablan, alcornoque!

—A lo mejor… la ha escondido en la puerta trasera. ¡Ji, ji, ji! ¿Quieres que le registre el ojo moreno, Tuerto?

—No me seas marión, Mantecas, que ahí no le cabe. ¡Quítale el jubón y la camisa, a ver si la lleva entre la ropa!

Encontraron la bolsa encerada, bajo su sobaco, y sacaron las cartas.

—«Al reee… tor… dee la uniiiver…» —leyó con dificultad el tuerto—. Esta no es. ¡Qué letra tan mala, pardiez! A ver esta otra: «Al Aaadelantado…». Sí, ¡esta es la que nos interesa! —dijo tirando las otras dos cartas al suelo.

Alonso comprendió que su fin era inminente. Y le invadió una desesperación terrible. No quería morir, pero tampoco estaba en su mano evitarlo. Por mucho que llorase, se arrastrase o suplicase, aquellos dos tenían orden de acabar con él y lo harían.

—¿Puedo matarlo ya, Tuerto?

El interpelado asintió.

Mantecas se agachó y dijo:

—Voy a mandarte al infierno… despacito… —soltó una risita libidinosa mientras tanteaba las vergüenzas de Alonso con la punta de la espada.

De pronto, un joven vestido de la cabeza a los pies de color escarlata entró corriendo por la calle que quedaba en el extremo contrario de la plaza y, al ver que se disponían a clavarle una espada a Alonso, gritó:

—¡Quietos! ¡Soltad a ese mancebo, murcios
[11]
!

—¡Largo de aquí y no te metas donde no te llaman si no quieres recibir una estocada, entrometido!

—¡Dejad libre a ese niño, cobardes!

—¿Quién diablos será ese necio? ¡Acaba con este mientras yo me ocupo de él, Mantecas!

Alonso cerró los ojos y apretó los dientes al ver que Mantecas se disponía a atravesarle la garganta. Pero en vez del esperado tajo en el cuello oyó un silbido agudo, seguido de un «¡Ahh!» sordo como el quejido de una alimaña. Abrió los ojos. Mantecas, herido de muerte, se desplomaba junto a él. Tenía un puñal clavado en el corazón que el joven de escarlata le había lanzado desde un par de varas de distancia.

Tuerto, al ver a su compinche muerto en el suelo, se enfureció:

—¡Vas a morir como un perro por meterte donde no te llaman!

Arremetió con furia contra el joven de rojo, pero este era un fabuloso espadachín que se movía y saltaba con una agilidad asombrosa. Los rapacejos de sus ligas bailoteaban sin parar. Divertido, repelía, uno tras otro, los envites de Tuerto, que se enfurecía por momentos.

—¡Maldita lagartija encarnada! ¡Cuando te enganche te arrancaré los
compañones
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de un tajo!

—De la lengua no habéis dicho nada y es mi segundo órgano favorito —bromeó el joven, consciente de su superioridad.

Tuerto le escupió en la cara. El joven cerró los ojos y el bandido aprovechó para arrancarle la espada de la mano de una patada.

—¡Ya eres mío! —rugió con los ojos inyectados de sangre.

—¡Huid! ¡Poneos a salvo! —gritó Alonso.

Pero su defensor esperó al Tuerto con una sonrisa desafiante.

Cuando se acercó lo suficiente, lo agarró del cinto y lo lanzó por encima de su cabeza.

El cráneo de Tuerto crujió al chocar contra el suelo y Alonso apretó los dientes. Después miró a su salvador con asombro.

—¿Cómo habéis logrado que saliera disparado por el aire? —le preguntó.

—Usando su propia fuerza. Es una forma de lucha que me enseñó un morisco. Vístete y vámonos de aquí cuanto antes. Con el ruido que hemos armado… me habrán localizado. Deben de estar a punto de llegar.

—¿Os persiguen?

—¡Sí, date prisa!

Alonso recogió las cartas, el monedero y el resto de sus cosas del suelo. Apenas había metido las cartas en la bolsa, bajo el sobaco, oyeron pasos precipitados que provenían de la calle por la que había entrado su defensor.

—¡Alto, deteneos en nombre del Santo Oficio!

Era un clérigo, seguido de varios corchetes
[13]
.

Alonso y su salvador corrieron calle abajo. Ambos eran ágiles y lograron sacar ventaja suficiente para llegar a otra plaza sin que les dieran alcance. El lugar estaba repleto de estudiantes que escuchaban a un hombre que impartía una lección, situado junto a una columna.

Gatearon entre las piernas de los escolares. Cuando llegaron al centro de la plaza, el joven de escarlata susurró:

—Escondednos, camaradas.

—¡Es Di! Están persiguiendo a Di —farfulló alguien.

Los estudiantes se movilizaron. Un grupo se encargó de obstaculizar el paso a los corchetes. Otro les proporcionó un par de capuces y unas togas, para cubrir sus ropas y que fuera imposible distinguirlos de los demás estudiantes.

Media hora después, los corchetes, hartos de dar vueltas y recibir empujones, abandonaron la plaza.

Un estudiante vestido con un sayo y una beca que le ceñía los hombros y el pecho se acercó al joven de escarlata.

—¿Quién es este, Di? —señaló a Alonso.

«¿Di…? Mi salvador tiene un nombre extraño», pensó el muchacho.

—Un amigo… Aunque todavía no sé su nombre —sonrió.

—Ándate con cuidado, Di, que la única compañía que no engaña es la propia sombra.

—Bah. El miedo es mal compañero. ¿Hay noticias nuevas, Lope?

—Han mandado corchetes a registrar los colegios. Se dice que el mismo príncipe ha dado orden de requisar los libros. Pero hemos logrado ponerlos a salvo. ¿Tienes un lugar seguro donde esconderte?

—Se me acaba de ocurrir uno donde no me buscarán. Ya os avisaré.

Se despidió con un gesto de su amigo y le hizo una seña a Alonso para que lo siguiera.

Tras atravesar varias calles, pasaron por delante de un palacio con las paredes adornadas con calaveras de piedra que llamó la atención de Alonso. Di se detuvo en la siguiente bocacalle y señaló un edificio de piedra, cuya puerta principal estaba vigilada por dos guardias.

—Nos esconderemos ahí.

—¿No teméis que nos descubran?

—El dueño de esta casa está muy ocupado… ¡persiguiéndome!

Dio la vuelta al edificio, se encaramó al alféizar de una ventana y le dio la mano a Alonso para que subiera. Una vez dentro, cerró las contraventanas y la estancia se oscureció.

—Necesitamos luz. —Di sacó de su faltriquera una piedra de pedernal, un hierro y una pajuela
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.

Frotó el pedernal contra el hierro hasta que salieron chispas y se encendió la pajuela. La estancia se impregnó de olor a azufre.

—En esa mesa debe de haber una lámpara, tráela, deprisa —le dijo a su compañero.

Alonso buscó medio a tientas. Halló recado de escribir, polvos secantes y barras de lacre y dedujo que se trataba de un despacho.

Por fin, dio con un candil. Se lo llevó a Di, que lo encendió con la pajuela.

La estancia se iluminó con la luz mortecina del candil. Alonso miró a su salvador, pues con la tensión y las carreras no había tenido ocasión de fijarse bien en su cara. Era muy apuesto. Tenía la nariz prominente, los labios gruesos, el pelo ensortijado y los ojos bordeados por largas pestañas oscuras.

—Os debo la vida —murmuró tocándose los brazos magullados por la paliza—. Si no llega a ser por vos…

—No podía dejar que esos matones te degollaran. El deber de un caballero es acudir en defensa de… ¿Cómo te llamas?

—Alonso, para serviros.

—Yo Bernardí, aunque todos me llaman Di. Tu acento no es ele aquí.

—Soy de Pontedeu… Pontevedra —rectificó rápidamente—. Vos tampoco parecéis de estas tierras.

—Yo soy… —vaciló un instante— vizcaíno, ¡pero no chueta!

—¿Chueta?

—En… las islas llaman así a los judíos.

Después de un instante de silencio, Alonso replicó:

—En Vizcaya no hay islas.

—¡Vaya! Veo que eres un mancebo instruido. En Castilla llaman vizcaínos a todos los que tienen un acento extraño. Será mejor que te cuente la verdad. Nací en Manacor, una pequeña ciudad del Reino de Mallorca. A mis padres, Joana y Ponç, los persiguieron por envidias e intrigas políticas. Los acusaron de ser chuetas; una calumnia, para quedarse con su fortuna. Antes, ellos me mandaron a estudiar a Salamanca para alejarme del peligro. Pero los brazos de los poderosos son muy largos. El Santo Oficio me acusa de esconder y difundir la lectura de libros prohibidos. Creo que, desde Mallorca, han recibido el encargo de acabar conmigo y usan los libros como pretexto. Por cierto, esta es la casa del Inquisidor Mayor. —Alonso se sobresaltó—. Tranquilo, este es el último lugar de Salamanca donde se les ocurrirá buscarnos.

Alonso paseó la mirada por las ropas llamativas de Di.

—¿Te preguntas por qué llevo ropas de pasar «apercibido», verdad? —Alonso asintió—. Actuaba como señuelo para que otros… El caso es que llevaba bastante ventaja a mis perseguidores, cuando vi que esos dos sicarios te atacaban y me entretuve más de la cuenta. Aunque todo ha salido según lo planeado… Pero ¿qué querían de ti ese par de esbirros?

—Quitarme un documento… y matarme. —Se le llenaron los ojos de lágrimas. Di lo abrazó.

Por alguna razón, aquel joven de sonrisa luminosa le infundía confianza, así que Alonso le contó todo lo sucedido desde el día que quemaron su casa.

—No me explico cómo me han encontrado.

—Quizá te esperaban en Salamanca.

—Supongo… No sé qué hacer, ni dónde esconderme —añadió, desesperado.

Bernardí no le respondió; se limitó a recorrer la estancia con zancadas largas y flexibles mientras pensaba en la forma de ayudar a aquel muchacho, casi un niño, que nunca había abandonado su aldea. Por fin, se paró delante de él y le preguntó:

—¿Confías en mí?

—Sí.

—Muéstrame la carta que tienes que entregar.

Alonso dio un respingo.

—¿Para qué?

—Para falsificarla. Tengo cierta habilidad para imitar las letras.

—Juré que solo se la daría al Adelantado.

—Solo voy a copiar la letra; no la leeré.

Alonso se la dio. El prior había plegado el documento y lo había envuelto en otro papel, a modo de sobre, en el cual había escrito el nombre del destinatario y había puesto cuatro lacres.

Di examinó la letra con detenimiento. Se aproximó al escritorio, cogió una hoja de papel, mojó la pluma en el tintero y escribió con cuidado, imitando la letra del prior:

Al excelentísimo señor don Juan de Sanabria, Adelantado del Río de la Plata.

Volvió la hoja y escribió en el reverso:

Señor Adelantado:

Esta carta es un señuelo; la auténtica os llegará por otro conducto.

Que Dios Nuestro Señor guarde a vuestra ilustrísima muchos años.

Xoán Menéndez Varela, prior del monasterio de Caaveiro.

—¡Es imposible distinguir una letra de la otra! —exclamó Alonso.

Bernardí puso cuatro puntos de lacre en los mismos lugares donde estaban los del documento auténtico. Se pinchó el dedo corazón con la punta de su daga y manchó la falsa carta con sangre.

—Dejaré la carta entre las ropas de los sicarios que te atacaron. Cuando los encuentren, dejarán de prestarte atención para buscar al auténtico mensajero.

—¡Es una gran idea, Bernardí! —De pronto, se dio cuenta del peligro que eso suponía—. Pero… ¿y si os capturan por el camino?

—Mejor para ti, diré que encontré estos documentos en tu cadáver. Ve a la universidad y pide protección al rector de mi parle. Se llama José Luis de Varea.

—¿José Luis de Varea? Precisamente el padre Xoán me dio una carta para él rogándole que me ayude a llegar a Medellín.

—Lo hará; es un hombre de bien.

—Gracias, Bernardí.

—Adiós, Alonso.

Le obsequió con una sonrisa luminosa, antes de desaparecer.

Cuando estuvo seguro de que su amigo estaba lejos, saltó a la calle y corrió sin parar hasta una plazuela con soportales. Allí se apoyó en una columna para recuperar el aliento. Y notó, con horror, que le tiraban de la capa.

—No te asustes, mancebo. —Era el falso ciego—. Veo que has salido con vida del trance en que te dejé.

—Sí, aunque no gracias a vuestra ayuda.

—¿Qué te querían esos matones?

—Nada. Me confundieron con otro.

—¿Eres gallego, verdad? A mí no puedes engañarme, soy muy viajado y reconozco tu acento. ¿Sabes que tienes un pariente en la universidad?

—No…, no conozco a nadie en esta ciudad.

—¿Cómo que no? ¡Ven!

Alonso, intrigado, lo siguió. Después de todo, tenía que ir a la universidad a buscar al rector.

Pasaron por delante de un palacio con las paredes adornadas con conchas, que tenía unas rejas muy hermosas. La calle desembocaba en una plaza rectangular. El joven se quedó sobrecogido al ver el edificio que quedaba a la izquierda. Su fachada parecía un encaje de piedra.

—Estamos en la universidad —le informó el falso ciego.

—¿Sabéis dónde puedo encontrar al rector?

—Primero ven a ver lo que hace tu pariente.

Lo arrastró hasta el edificio que tanto le había impresionado. Subieron por una hermosa escalera de piedra, labrada con adornos vegetales, hasta una estancia de grandes dimensiones repleta de estanterías. Era la biblioteca más grande e impresionante que Alonso había visto nunca, pero a esa hora del almuerzo parecía vacía.

El mendigo señaló la pintura del techo que representaba el firmamento, con las constelaciones y los signos del zodíaco.

—Ese es
El cielo de Salamanca
. Lo pintó Fernando Gallego…

—Aunque se llame «gallego», no es mi pariente.

En ese instante, sonaron unas campanadas y el mendigo salió corriendo.

—¡Espera! ¡Aún no me has dicho dónde puedo encontrar al rector!

Un mancebo de pelo rojizo asomó la cabeza por detrás de una pila de libros y dijo:

—¡Es la hora del reparto y ese sopista tiene mucha prisa!

—¿Sopista…?

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