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Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (2 page)

BOOK: El corazón del océano
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—Es el viento que mece las plantas, madre.

—Me pareció ver una sombra.

—Habrá sido una raposa.

Vivían a una legua de la villa y era raro que alguien se internase por aquella zona tan agreste.

—Ve a ver —insistió.

Un ataque de tos nerviosa la obligó a apoyarse en la pared.

Alonso se acercó con desgana a la ribera. La bruma que entraba desde el mar se acumulaba sobre las aguas de la ría formando picos de niebla que amenazaban con tragarse el puente que unía las orillas del Eume y que había acabado por dar nombre a la villa: «A Ponte do Eume» o «Pontedeume».

—¿No ves a nadie?

—No, madre.

—¿Y en el camino?

—Tampoco.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Pues entra a desayunar y echa el cerrojo, por si acaso.

Alonso obedeció, aunque no acababa de entender a qué venía tanta precaución.

María puso delante de su hijo una taza en la que flotaban unas cuantas hojas de berza y comenzó a desmigar en el caldo un mendrugo de pan de mijo.

—¿Vos no vais a comer, madre?

—No tengo hambre.

Parecía muy preocupada y Alonso supuso que se debía a que les quedaba poco grano.

—¿Ya no queda mijo?

—Queda, no te preocupes.

—Mañana cumpliré trece años; ya soy un hombre.

—Lo sé —dijo ella, conmovida por su ingenuidad.

—Tengo edad para ser admitido en el ejército, me alistaré en las mesnadas del conde para guerrear en Europa y regresaré con dinero.

—¿De saquear a desgraciados como nosotros? —masculló tan bajo que su hijo no pudo oírla—. No vas a enrolarte en ninguna guerra, ¿lo entiendes? —le dijo en voz alta—. Quiero que el padre Xoán me ayude a explicarte algo que…

Se interrumpió al oír unas pisadas rápidas, como de gente que se acercaba corriendo. Siguieron unos recios golpes en la puerta, mezclados con el silbido de varias espadas al salir de sus vainas.

Alonso se sobresaltó. Su madre estaba aterrorizada.

—¡Abrid! —gritó una voz ronca, aguardentosa, al otro lado de la puerta.

María tapó la boca de su hijo para que no respondiera.

—¡Voto al diablo! ¡Abrid de una vez! —insistió la misma voz, aunque esta vez coreada por murmullos y risas.

—¿Quiénes son? —susurró Alonso.

—Sal por la cuadra y corre hasta el monasterio —masculló su madre—. Yo los entretendré.

—¡Abrid si no queréis que os hagamos chicharrones! —insistió la voz ronca.

—¿Qué quieren, madre?

—¡Vete, Alonso! ¡Deprisa!

Los golpes arreciaron.

—¡Voto al diablo! ¡Si no abrís, os quemaremos vivos!

—No me iré sin vos, madre.

—¡Es a ti a quien buscan! ¡Quieren matarte!

—¿Por qué?

Sin contestarle, lo empujó hasta el pasadizo que comunicaba la casa con el corral. Abrió la puertezuela y le dijo:

—¡Huye antes de que te corten el paso! ¡Deprisa!

El corredor era tan estrecho que tuvo que apartar un par de gallinas para poder llegar al corral. Lo atravesó de puntillas, tratando de hacer el menor ruido posible, pero, al quitar el cerrojo del corral, alguien que vigilaba al otro lado de la portezuela gritó:

—¡Eh! ¡Venid, que se escapan por la cuadra!

Una lluvia de flechas se clavó en la delgada puerta de madera y alguna la atravesó, aunque sin alcanzarle.

—¡Vuelve a la casa, hijo! —le urgió María.

Alonso hizo el camino de vuelta tan deprisa que se dejó jirones de ropa en el angosto pasadizo. Una vez dentro, María puso la tranca en la portezuela para que sus perseguidores no pudieran entrar.

Comenzaron a oírse hachazos en la entrada principal.

—¡Intentan derribar la puerta! —gimió Alonso, despavorido. El pánico que aquellos esbirros habían provocado en su madre le pareció exagerado. Ahora, el aterrorizado era él.

—Tranquilo,
filio
, que la puerta es gruesa y aguantará un rato —replicó María con un temple que asombró a su hijo. Se arrodilló y comenzó a buscar dentro del arcón que había a los pies de su cama.

Alonso oyó silbidos de flechas, seguidos de los chasquidos que hacían al clavarse sobre el techo de paja. Poco después, se extendió un tufillo a humo.

—¡Disparan flechas de fuego al techado, madre! ¡Quieren quemar la casa!

La cubierta ardía a una velocidad endiablada y Alonso iba de un lado para otro tratando de apagar a pisotones las pajas llameantes que caían del techo. María, ajena al peligro, seguía buscando en el arcón.

—Aquí están —dijo al fin, sacando dos velas.

La techumbre crepitó y una lluvia de briznas ardientes cayó sobre ellos.

—¡Nos van a quemar vivos! ¡Debemos salir de aquí cuanto antes, madre!

—Entonces sí que nos matarían. Ten calma,
filio
.

Tres minutos después, caían del techado ascuas y trozos de ramas encendidas. Madre e hijo se sacudieron las ropas para evitar que ardieran.

Un fuerte crujido atrajo la atención de Alonso.

—¡Las vigas se han prendido! ¡Se nos va a caer el techo encima! —Al gritar, fuera de sí, inhaló tanto humo, que comenzó a toser.

—Cuídate del humo, que es más dañino que el fuego, Alonso —decía la madre entre toses—. Coge las mantas de la cama y ayúdame a mojarlas.

—¡Vamos a morir abrasados, madre!

—Las mantas mojadas nos protegerán. ¡Inclina la
sellé
!

Alonso estaba paralizado por el terror y María empapó las mantas ella misma con agua de la
sella
. Puso una sobre la cabeza de su hijo y se echó la otra encima.

—¡Agáchate y sígueme, que a ras de suelo hay menos humo!

Entre toses, se arrastró hasta la chimenea. Apartó las ascuas con ayuda del rastrillo y tiró de un adoquín de la pared.

Para sorpresa de Alonso, la losa de granito se deslizó hacia el fondo de la chimenea y dejó al descubierto unos escalones que se hundían en las tinieblas.

María encendió una vela en las ascuas y la puso en manos de su hijo.

—Baja… Al final de esas escaleras hay un pasadizo que sale al bosque a unas cien varas
[1]
de la casa. —La tos le impedía hablar con fluidez—. Corre al monasterio de Caaveiro y pídele ayuda al padre Xoán.

—¿Y vos?

—No me esperes; ¡corre, por amor de Dios!

Empujó a su hijo escaleras abajo. Antes de seguirlo, prendió fuego a los jergones y dejó tizones encendidos sobre los escasos muebles que había en la casa, para que ardiesen.

Una vez dentro del pasadizo, tras bajar el primer tramo de escalones, María accionó una palanca. Con un ruido sordo y quejumbroso, la losa de granito volvió lentamente a su sitio. María sonrió. Sus perseguidores nunca entenderían cómo habían logrado escapar. Lo atribuirían a la magia, pues no en vano tanto su difunta madre como ella tenían fama de ser un poco brujas o
meigas
, como se decía en aquellas tierras. O aún mejor, creerían que habían sido consumidos por las llamas. El conde, que no era tan supersticioso e ignorante como sus esbirros, encontraría más lógica esta explicación.

Echó a andar arrastrando los zuecos por el pasadizo. No podía correr. Cada vez que lo intentaba, sentía un dolor agudo en el pecho, como si le clavasen un puñal. Después de cada inspiración, temía no ser capaz de hacer la siguiente.

Alonso había desobedecido su orden de escapar y la esperaba a la salida del túnel, escondido bajo unos helechos.

María le indicó por señas que guardara silencio y se incorporó por encima de la vegetación para mirar. La casa crepitaba envuelta en llamas y una docena de hombres esperaban, entre bromas y risotadas, a que salieran chamuscados.

La niebla y el humo hacían el aire irrespirable. María se tapó la boca con la saya para ahogar el sonido de sus toses.

—Vámonos antes de que se apague el fuego.

Madre e hijo se arrastraron bajo los helechos, hasta que la niebla protectora los engulló.

II
MONASTERIO DE CAAVEIRO

Fraga del Eume, entre los ríos Eume y Sesín. Víspera de San Juan del Año del Señor de 1547

L
a niebla descendía sin prisa por las laderas de las montañas y, donde tocaba tierra, los árboles y las rocas parecían flotar sobre las nubes. Pero ni Alonso ni María prestaban atención a aquel paisaje de belleza sobrecogedora, pues todo su afán era llegar cuanto antes al monasterio. Ella se quedaba con frecuencia sin resuello y su hijo la arrastraba como podía.

Para colmo, aunque la llovizna era muy fina, casi imperceptible, al cabo de un rato estaban empapados. Alonso lo achacó a la niebla enredada en los helechos, que se les pegaba al cuerpo.

Cuando llegaron a la primera hondonada, donde no podían oírlos, se detuvo y preguntó:

—¿Quiénes eran esos hombres, madre?

María inspiró profundamente, para hacer acopio de aire.

—Esbirros de los Andrade.

—¿Por qué quieren matarnos?

—Te lo contaré cuando lleguemos al monasterio. Me falta el aliento y… si hablo no puedo caminar —añadió entrecortadamente.

La niebla, que se espesaba por momentos, apenas les dejaba ver a dos varas de distancia. Tuvieron que orientarse por el rumor del agua para encontrar el río que los guiaría al monasterio de Caaveiro.

—¿Queréis que descansemos un momento, madre? — preguntó Alonso, ya cerca de la orilla.

—No,
fillo
, hemos de llegar cuanto antes.

Siguieron el curso del río durante más de dos horas hasta un puente de piedra. Nada más atravesarlo divisaron, por fin, el monasterio de San Xoán de Caaveiro, un imponente conjunto de edificios amurallados construidos en lo alto de un cerro circundado por dos ríos. Tras atravesar los bancales de cultivo, llegaron a la interminable escalera de piedra que, pegada al ábside de la iglesia, conducía a la puerta del monasterio.

La ascensión se le hizo a María tan fatigosa que Alonso tuvo que sostenerla casi en vilo para que pudiera subir el último tramo de escaleras. Arriba, la luz era más clara y se percató de lo quebrantada que estaba su madre: tenía las mejillas hundidas y la piel violácea. Un mal presentimiento le heló el corazón: ¿y si se muriese?

El tornero les dijo en un primer momento que el prior estaba ocupado y que no quería que se le molestase. Pero al ver sus caras desencajadas por el agotamiento y la desesperación, accedió a llevarlos junto al él.

Los condujo, bordeando la huerta y los establos, al edificio que albergaba las estancias de los monjes. Estaba pegado al de la biblioteca, donde tantas horas había pasado Alonso leyendo y estudiando. Tras subir al primer piso y recorrer un largo pasillo, el tornero se paró delante de una puerta y la tocó con los nudillos.

—Padre Xoán, María y Alonso solicitan permiso para verlo. Dicen cine es muy urgente.

—Que pasen —se oyó.

El fraile se hizo a un lado y madre e hijo penetraron en la estancia. Era bastante más grande que la de los frailes comunes. Al lado de la chimenea —disfrutaba del inusual privilegio de poder calentarse— había una cama, una mesilla, útiles de aseo, un cofre, un bargueño y un arcón. Junto a la ventana, un escritorio y un armario lleno de libros. Y un poco más allá, una mesa rodeada de
seis
sillas. Todos los muebles eran austeros, aunque de calidad.

Al prior, que escribía junto a la ventana, se le mudó la faz al ver sus caras tiznadas.

—¿Qué os ha ocurrido? —preguntó poniéndose en pie.

María rompió a llorar.

—¡Han intentado quemarnos vivos! —dijo entre sollozos.

—Ese hombre es un desalmado, ¡aún peor que su suegro! —masculló el prior—. ¿Cómo habéis escapado?

—Por el pasadizo secreto que los
irmandiños
excavaron en tiempos de mi bisabuelo. Solo mi madre y yo sabíamos de su existencia.

—¿Os creen muertos?

María se encogió de hombros.

—Incendiaron la casa y el corral. Nadie podría salir vivo de un incendio así…

—Eso nos da cierta ventaja —farfulló el prior—. Aun en el peor de los casos, pasarán unas cuantas horas antes de que puedan rebuscar entre las cenizas y se den cuenta de que no hay rastro de vosotros.

Alonso, harto de no entender nada, los interrumpió:

—¿Quién quiere matarnos? ¿Y por qué?

El prior lo miró fijamente.

—¿Sabes quién fue tu padre? —le preguntó.

María emitió un quejido sordo, estremecedor.

Alonso se sobresaltó; más de una vez se había preguntado si no sería hijo del padre Xoán. Este siempre lo había tratado con cariño. Le había enseñado gramática, latín, griego, retórica, aritmética… y le había permitido usar la biblioteca del monasterio. Ningún joven de su edad tenía acceso a los libros excepto, quizá, los hijos de los señores, y dudaba de que estos dispusieran de una biblioteca como aquella, en la que podían encontrarse ¡hasta crónicas del Nuevo Mundo! Observó al religioso con atención. No, definitivamente, no se parecía a él. El monje tenía el pelo oscuro y la piel cetrina, y él era rubio, de piel clara, como su madre.

—No, no sé quién era mi padre —contestó al fin.

El prior miró a María y ella musitó con la cabeza gacha:

—Fue Fernando de Andrade.

—¿El viejo conde…? Pero si tú lo odiabas, madre.

El monje intervino con voz cortante:

—No eres hijo del amor, sino de la violencia… y del abuso de poder.

—Yo solo tenía trece años cuando… me tropecé con él en el bosque —contó María con voz ausente—. Era graciosa, bonita como una mariposa… y bisnieta de su mayor enemigo. Vio la ocasión de satisfacer sus deseos y de demostrar lo peligroso que es oponérsele. «Si te ha gustado, ven a la torre y lo repetiremos», me dijo entre risas cuando me devolvió la ropa que me había arrebatado.

Dio muestras de ahogo y el prior la hizo sentar y le dio un poco de agua para que pudiera continuar hablando.

—Dos meses después —prosiguió María—, al descubrir que estaba preñada, me presenté en la torre con un cuchillo escondido entre las ropas. Pretendía matarlo, pero me fallaron las fuerzas… o el valor… Solo conseguí herirlo… Fingió perdonarme y me dejó ir. Pero, al día siguiente, mi padre y mi hermano aparecieron asesinados… ¡Por mi culpa! ¡Por mi culpa!

Dando rienda suelta a un dolor recóndito que la aprisionaba desde hacía años, rompió a llorar con tal desesperación que sobrecogió a su hijo.

Al ver que era incapaz de continuar, el prior intervino:

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