Read El corazón del océano Online

Authors: Elvira Menéndez

Tags: #Aventuras, Histórico

El corazón del océano (10 page)

BOOK: El corazón del océano
7.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Una vez acabada la batalla, Ana y el caballero de la armadura dorada fueron aclamados por su valor y llevados a presencia del Emperador. Ana descubrió entonces que el caballero era nada menos que el príncipe de Constantinopla. Y él quedó patidifuso al ver que su valiente defensor era una doncella.

Para celebrar el triunfo, el Emperador ofreció un banquete. Como Ana no tenía vestido, le envió uno de seda blanca bordado en plata. La joven trenzó su cabello con flores blancas y lo cubrió con un velo finísimo de cuyo borde pendían pequeñas perlas. Estaba tan hermosa cuando entró en el salón, que todas las miradas se volvieron hacia ella. El príncipe se acercó a pedirle un baile.

Ana agachó la cabeza para ocultar sus mejillas enrojecidas. El príncipe era tan apuesto… ¡Y tan elegante! Vestía un jubón de terciopelo amarillo, ajustado con un cinturón de rubíes. Sus ojos, transparentes como el agua, sonreían. Ana deseó sumergirse en ellos.

Charlaron, rieron y bailaron durante toda la noche.

El Emperador sonreía desde su trono, consciente de que se habían enamorado.


Te doy permiso para casarte con ella, pues gracias a su valor estás vivo

le susurró a su hijo durante el brindis.

El príncipe llevó a Ana al jardín. Se puso de rodillas y le preguntó:


¿Queréis casaros conmigo?

Ana se estremeció.


No tengo sangre real.


Sois la doncella más seductora que he conocido: sagaz, valiente, exquisita, no puedo imaginar una reina mejor para mi pueblo.

La puerta de la estancia se abrió.

La corte de Constantinopla, su príncipe y su vestido de plata se desvanecieron al instante.

—¡Ah! Ana, ¿qué haces?

—Remiendo la ropa, madre.

—Me pareció oír que… conversabas… con alguien. —Miraba a un lado y a otro de la habitación—. Después de la siesta, el aya y yo vendremos a ayudarte, que hay mucha ropa para repasar.

Ana nunca le había hablado a nadie de sus ensueños. ¿Tendrían sus amigas alucinaciones como las suyas? No, no era probable, se dijo. Ellas soñaban con vestidos hermosos, joyas o caballeros que las requebrasen. En cambio, ella se perdía en fantasías. De haber nacido hombre, hubiera sido un caballero andante o un conquistador. Estaba a punto de partir hacia las Indias y quizá allí las cosas fueran algo distintas, pero seguiría siendo una mujer. Ahora que lo pensaba era extraño que quisieran llevar a tantas doncellas al Nuevo Mundo. Las razones que había dado doña Mencía no le parecían demasiado convincentes. Pero no le dirían la verdad. A las mujeres se les mentía con el pretexto de no inquietarlas, de que no sufriesen. De pronto, se le ocurrió que podría disfrazarse de hombre y, haciéndose pasar por su hermano, preguntarle al Adelantado por qué razón necesitaban llevar tantas jóvenes a Asunción. Buscó un jubón, unas calzas y unas medias de su hermano en el cesto de la ropa.

Ya vestida, se miró al espejo. Podría pasar por un mozalbete, si no fuera por su pelo. Lo trenzó con unas cintas que sujetó en la parte alta de la cabeza y se caló un sombrero de ala ancha. ¡Ahora sí parecía un mancebo!

Subió al desván, abrió el ventanuco, saltó al tejado y, desde allí, se deslizó por el canalón hasta la calle.

Llegó sin mayor tropiezo a la mansión del Adelantado. En el zaguán, se acercó a un criado y le preguntó ahuecando la voz:

—¿Puedo ver a don Juan de Sanabria?

—Está ocupado.

—Tengo una cita —mintió.

—En ese caso, os llevaré con su secretario.

La condujo a una estancia en la que un hombre enjuto, vestido de negro y con una golilla arrugada, escribía semioculto por un cerro de papeles. No pareció darse cuenta de su presencia.

—Deseo ver al Adelantado —dijo.

El secretario levantó la cabeza. Su cara parecía un puñetazo en la arena; blanda, con las mejillas descolgadas y la nariz hundida.

—No recuerdo que don Juan tuviera hoy ninguna cita. ¿De qué tema queréis tratar?

—Es… personal.

El secretario dejó la pluma sobre el recado de escribir y la miró fijamente.

Ana temió haber sido descubierta.

—¿Sois Alonso, verdad?

La joven dio un suspiro de alivio.

—Sí.

El secretario sonrió de una forma que a Ana le pareció siniestra:

—Vuestro cuñado, el conde de Lemos, está muy preocupado por vos. Hace unos meses le escribió a don Juan diciendo que, si por un azar veníais a Medellín, le informáramos de vuestra llegada. Dadme la lista —añadió con apremio.

—Yo… —balbuceó Ana, consciente de que se había metido en un lío.

—Aunque penséis lo contrario, vuestra familia desea protegeros. .. —Unos pasos interrumpieron la untuosa perorata del secretario. En la estancia entró un hombre vestido de gris, de unos cuarenta años, con la barba muy cuidada. Lo acompañaba un joven larguirucho y desmadejado de unos quince años, que llevaba un jubón de color amarillo con calzas y medias pardas. Ana se fijó en que tenía unos hermosos ojos oscuros.

—Don Juan —dijo el secretario señalando a Ana—, este mancebo es hijo del difunto Fernando de Andrade y de las Marinas, el viejo conde de Andrade, del que os hablé.

—No recuerdo.

—¿No os acordáis de la carta que nos mandó el yerno del conde?

—¡Ah, sí! Pasa a mi despacho, mancebo. Pedid que nos traigan un refresco de aloja, Pedro. Diego, tú quédate a repasar las cuentas que hemos hecho, para que te vayas instruyendo.

El joven se quedó con el secretario y el Adelantado hizo entrar a Ana en una habitación con las paredes cubiertas de ricos tapices. Junto a la ventana había un escritorio de roble, ricamente tallado. Se sentó detrás e hizo un gesto a Ana para que se acomodara en la silla.

—El conde quiere asegurar vuestro futuro aunque seáis ilegítimo. Me ha rogado que le dé aviso de vuestra llegada, pues quiere…

Ana no tenía más remedio que deshacer el malentendido; colorada hasta las cejas, confesó:

—Tenéis que perdonarme, señor. No soy Alonso.

—¿Quién sois entonces?

—Pablo de Rojas, el hermano de una de las muchachas que viajarán con vos al Nuevo Mundo.

—¿Qué edad tenéis?

—Trece años —mintió.

—¿Habéis venido a alistaros como grumete en uno de mis barcos?

Ana negó con la cabeza.

—Solo quiero preguntaros algo que me inquieta acerca del viaje que… mi hermana…

—Debería enfadarme, pero me parece admirable que alguien tan joven se preocupe de la suerte de su hermana… —se puso en pie y añadió—: Os llevaré con mi esposa, ella se encarga del asunto de las doncellas.

—Preferiría hablar con vos. Los hombres somos más…, quiero decir que una conversación entre hombres es…

El Adelantado la interrumpió:

—Mencía, pese a ser mujer, tiene un ingenio notable; sus opiniones y consejos valen tanto como los de cualquier hombre.

Se puso en pie y abrió la puerta que quedaba a la derecha. Era una habitación algo más pequeña, repleta de papeles y legajos. Doña Mencía escribía junto a la ventana, rodeada de carpetas.

—Esposa, este mancebo desea que le aclaréis algo relativo a su hermana.

La dama levantó la cabeza. Tras escudriñar al supuesto mancebo, dijo:

—Pasa, Ana. Tendré mucho gusto en disipar tus dudas.

La joven sintió que una vaharada de calor le congestionaba la cara. Y se juró que nunca volvería a hacer una cosa igual.

—¿Ana…? —Juan de Sanabria le quitó el sombrero, dejando al descubierto sus trenzas—. ¡Estas muchachitas de hoy en día son en verdad muy osadas, Mencía! Os la dejo para que la reprendáis —añadió mientras se alejaba.

El secretario se asomó por la puerta y miró asombrado las trenzas de Ana.

—Perdón —dijo. A continuación se fue.

Doña Mencía sonrió.

—Eres una joven sorprendente. No conozco a ninguna otra en todo Medellín con tu determinación. Pero no era preciso que te disfrazaras de muchacho para venir a hablar conmigo. ¿Qué te preocupa?

—No acabo de entender por qué lleváis a tantas doncellas al Nuevo Mundo.

—Ya te lo expliqué el día que viniste con tu madre.

—Sí…, pero…

—Te pareció que ocultábamos algo, ¿verdad? Bien, siéntate y escucha: el Consejo de Indias precisa que las tierras del Paraguay y del Río de la Plata se pueblen cuanto antes porque los portugueses aspiran a quedarse con ellas. Por otro lado, Irala se está peleando con los partidarios de Cabeza de Vaca, el anterior Adelantado, al que destituyó. Y no sabemos si aceptará el nombramiento de mi esposo.

—No sabía que la situación fuera tan complicada.

—Es preciso que lleguemos a Asunción cuanto antes a poner paz. Será una tarea ardua contentar a los dos bandos y frenar a los portugueses —añadió con un suspiro.

—Las otras muchachas y yo… ¿qué tenemos que ver en todo esto?

Doña Mencía la miró. Era demasiado inteligente como para dejarse engañar.

—El Consejo de Indias cree que cien hermosas doncellas ayudarán a que los rebeldes se pongan de nuestra parte, acaten a mi esposo…

—… y tengan muchos hijos para poblar esas tierras —concluyó Ana. La incomodaba que la tratasen como a un animal de cría.

—Eso es lo que se espera y conviene. Se me ha encargado escoger a cien jóvenes hermosas, sanas, fuertes y de buena cuna…

—Así que somos un cebo.

Doña Mencía entendió que se sintiera humillada.

—Si no quieres venir…

—¿Qué otra cosa puedo hacer?

—No has contestado a mi pregunta.

—Iré. De todas formas, en Medellín tendría un destino parecido: ser casada con quien hiciera la oferta más ventajosa.

—Ana, yo misma tuve que aceptar el marido que me escogieron. Es el destino de las mujeres.

—Mi familia no tiene dote que ofrecer por mí, señora.

Doña Mencía sonrió. Aquella jovencita altanera le recordaba a ella misma cuando era joven.

—Quiero hacerte una propuesta. No viajaremos a Sevilla hasta la primavera.

—Pensaba que saldríamos este otoño.

—Ese era nuestro deseo, pero los asuntos administrativos van muy despacio en este reino. Mi marido me ha encargado la resolución de algunos y necesito un secretario o una secretaria… ¿Te gustaría ayudarme?

—¿A qué, señora?

—A despachar correspondencia, solicitar documentos, certificados, seleccionar a las muchachas…

—No tengo experiencia.

—Pero sabes leer y escribir…, eres despierta y discreta
[15]
.

—Mi madre no lo permitirá. Quiere que me ocupe de terminar el ajuar.

—Le rogaré a mi esposo que hable con tu padre y le ofrezca un sueldo por tu colaboración.

Su madre no se atrevería a oponerse a la voluntad del Adelantado. Y ser secretaria de doña Mencía le parecía una ocupación más deseable que pasarse las tardes bordando su ajuar o zurciendo.

—¿He de venir a trabajar vestida de varón?

Doña Mencía se echó a reír.

—No será menester, Ana. Una mujer bien puede tomar a otra como secretaria.

IX
LUNES DE AGUAS

Salamanca. Primavera del Año del Señor de 1548

E
l primer lunes después de Semana Santa, a eso de las cuatro de la mañana, el dormitorio de los golondrinos sufrió una convulsión.

«¡Luneees de aguaaas!», gritó alguien.

Los estudiantes se levantaron como si les hubieran puesto un resorte y comenzaron a encender hachas
[16]
, velas, lámparas y linternas.

Tanto derroche de luz despertó a Alonso, que vio estupefacto como sus perezosos compañeros, de ordinario tan adictos al catre, corrían de un lado para otro a aquella hora tan temprana.

Tan solo Mendo, su vecino de la derecha, roncaba como una mula acatarrada.

—¡Eh, Mendo! —lo zarandeó—. ¿Qué pasa?

—¡Grrr!

—¿Por qué se levantan todos?

—¡Y yo qué sé!

—¿Qué es el lunes de aguas?

Mendo se restregó los ojos y bostezó.

—¿Lunes de aguas? ¿Cuántos años tienes, Alonso? —preguntó con los ojos empañados de sueño.

—Trece.

—Entonces no te incumbe. Sigue durmiendo.

En ese instante llegó Nicolás, con sus mejores calzas en la mano.

—¿Adónde vas tan temprano? —le preguntó Alonso.

—A enamorar.

—¿A enamorar…? —bromeó Mendo—. ¡Con ese aliento, más que enamorar vas a producir desmayos!

Nicolás se sentó en el lecho de su amigo y acercó la boca a su nariz.

—¿Tan mal me huele el aliento?

Mendo reculó.

—¡Aaaggg!

—¿Qué…?

—¿Quieres que te mienta?

—¡Pchss…! No… Miénteme lo justo.

—¡Te huele fatal!

—¡Qué sinceridad! ¿Alguien tiene una pastilla de olor?

—Yo tengo tres de alcorza —respondió uno desde el otro lado de la estancia.

—Y yo, dos de menta —dijo otro.

—¡Tirádmelas!

Comenzaron a llover pastillas, que Nicolás se metía en la boca a puñados.

—Deberías enjuagarte la boca antes de masticar las pastillas —le sugirió Andrés, que, como licenciado en medicina, gustaba de dar consejos higiénicos.

—¿Por qué?

—Surten más efecto con la boca limpia.

—¡Disiento! Los perfumes o las pastillas de olor sirven para no tener que lavarse.

Mientras acababan de vestirse, los pupilos empezaron a discutir, entre risas y chanzas, sobre si era más conveniente lavarse o usar perfumes.

—¡Mejor es el agua, que ni empobrece ni envejece! —decían los menos.

—¡Poco baño, poco daño! —rebatía la mayoría.

Mendo se subió encima de la cama y con los brazos en alto dijo:

—¡Escuchemos al experto, golondrinos! Andrés, tú, como médico, dinos con qué frecuencia conviene bañarse.

—Una vez al año…, ¡se necesite o no!

—¿Tan a menudo…?

—Y lavarse los pies, cada dos meses o tres.

—¡A fe mía que no son los pies lo que necesitamos lavarnos hoy! —replicó Nicolás, muerto de risa.

—¿Qué os tenéis que lavar? —preguntó Alonso.

Los estudiantes estallaron en carcajadas.

—¡Lo que ha de usarse! —le respondió al fin Nicolás.

—¿Qué ha de usarse? —insistió Alonso, enfadado con tanto secreteo.

—Tú, nada, hasta dentro de tres o cuatro años. Quédate en cama, duerme ¡y no salgas!

BOOK: El corazón del océano
7.38Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Partnership by Anne McCaffrey, Margaret Ball
Surrender to an Irish Warrior by Michelle Willingham
The Sun in Your Eyes by Deborah Shapiro
Aaron's Revenge by Kelly Ilebode
4th Wish by Ed Howdershelt
A Worthy Wife by Barbara Metzger
Broken Lion by Devon Hartford
Darkest by Ashe Barker