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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (8 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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—Tú quédate en la camioneta —dice Boone— y haz como si estuvieras encabronada.

—¿Como si estuviera qué?

—Cabreada —traduce Boone—, molesta, disgustada, enfadada.

—No me costará mucho —dice ella.

—Lo suponía. —Se quita el reloj pulsera y se lo da—. Ten. Ponlo en tu regazo.

—¿Pretendes que te tome el tiempo?

—Hazme caso, por favor.

—El Optimista dijo que usabas un reloj de sol —dice ella, sonriendo.

—Sí, claro; si es para partirse de risa…

Boone atraviesa el aparcamiento y entra en el despacho. Un joven etíope tiene el sillón echado hacia atrás y los pies encima del escritorio. Casi todas las empresas de taxis de San Diego están en manos de inmigrantes del este de África. Los que manejan los taxis de la Triple A son todos etíopes —Boone lo sabe—, mientras que los de United Taxi son de Eritrea. En ocasiones se producen escaramuzas fronterizas en la cola de los taxis del aeropuerto, pero por lo general se llevan bien entre ellos.

—¿En qué puedo servirte? —pregunta el dependiente a Boone en cuanto entra.

Es un chavalín recién salido de la adolescencia. Flacucho, vestido con un raído jersey marrón sobre unos vaqueros 501 nuevos que parecen recién planchados. No baja las Air Jordán del escritorio. Boone no va vestido como el tipo de cliente al que se debe tratar con formalidad.

—Tronco —dice Boone, arrastrando las vocales—, lo tengo chungo.

—¿Una avería?

—Una ruptura —responde Boone—. ¿Ves a la muñeca de la camioneta?

El dependiente baja los pies del escritorio, apoya todas las ruedas del sillón en el suelo, se ajusta las gafas gruesas a la nariz y mira por la ventana hacia el aparcamiento. Ve a Petra sentada en el asiento del acompañante de la camioneta.

—Está cabreada —dice el dependiente.

—Como una mona.

—¿Y por qué?

Boone le presenta su muñeca izquierda, donde se puede ver la piel blanca en la forma exacta de un reloj y su correa.

—Te falta el reloj —dice el dependiente.

Boone hace un gesto afirmativo hacia Petra.

—Me lo regaló para mi cumpleaños.

—¿Y qué ha sido de él?

Boone suspira.

—¿Sabes guardar un secreto?

—Sí.

«Espero que no», piensa Boone, y dice:

—Es que anoche me fui de marcha con unos coleguis. Nos encontramos con unas chavalas y estuve algo cariñoso con una; puede que demasiado cariñoso, ya me entiendes, y cuando me despierto ya no está… Y mi reloj tampoco.

—Estás jodido.

—Bien jodido —dice Boone—. Le dije a mi maroma que fue mi compañero de habitación, David, el que estuvo con la estríper, pero que fue a mi habitación porque Johnny estaba en la suya y que yo me quedé frito al lado de la piscina, ¿no?, pero que había dejado el reloj en mi habitación y que la bailarina esta, la tal Tammy, pues, que se lo llevó, ¿no?, pensando que era de David, porque está cabreada con él por haberle llamado un taxi. Por eso se me ocurrió que tal vez me puedas decir adónde fue.

—No puedo hacer eso —dice el dependiente—, a menos que seas de la pasma.

—Tío —dice Boone, señalando hacia la ventana—, que no vuelvo a pegar un clavo hasta que recupere mi reloj. Vamos, ¿la has mirado bien?

El dependiente la mira.

—Está como un camión.

—Está cañón.

—No deberías haber salido con la otra —dice el dependiente, que parece totalmente indignado a favor de la chica guapa de la camioneta.

—Estaba trompa —dice Boone—, pero tienes razón, hermano. ¿Te parece que puedes echarle un cable a un colega en apuros? ¿Puedes averiguar si enviasteis un taxi al número 533 de Del Vista Mar a buscar a una chati llamada Tammy? ¿Adónde la llevasteis? Ya te haré yo un favor a ti en alguna ocasión.

—¿Como cuál?

«Es increíble lo bien que los etíopes se han adaptado al modo de vida americano —piensa Boone—: la MTV, la comida rápida, el capitalismo. Efectivo en el acto.»

Se saca la billetera del pantalón y le muestra un billete de veinte dólares.

—Es todo lo que tengo, hermano.

Lo cual es bastante cierto.

El dependiente coge el billete, consulta su libro y le suelta:

—¿Has dicho que se llamaba Tammy?

—Sí. Gilooley… Gilbert…

—¿Roddick?

—Eso es —dice Boone.

—Uno de nuestros chóferes la llevó al motel Crest.

«Mecachis», piensa Boone y dice:

—Aquí mismo, en Pacific Beach.

—A las cinco de la madrugada.

«¿Una estríper en movimiento a las cinco de la mañana? —piensa Boone—. Las estríperes no se levantan a las cinco, a menos que sigan levantadas a las cinco…»

—Oye, gracias, hermano —dice.

—Tu maroma…

—¿Qué tiene?

—Es que es guapísima.

Boone mira por la ventana hacia donde el dependiente mira fijamente. Petra está sentada bien erguida en el asiento, mirándose al espejo mientras se pinta los labios.

«Pues, sí —piensa Boone—, sí que lo es.»

Regresa a la camioneta y se sienta.

—Seis minutos con treinta y ocho segundos —dice ella, tras consultar el reloj.

—¿Qué dices?

—Me has pedido que te tomara el tiempo —dice ella—. Has tardado bastante más de lo que cabría esperar de un profesional con tu reputación.

—Tammy fue al motel Crest —dice Boone—, aquí mismo, en Pacific Beach. Me debes veinte dólares.

—Quiero un recibo.

—¿Cómo me vas a pedir un recibo por un untaje?

Ella se lo piensa.

—Dame cualquier clase de recibo, Boone.

—Dabuten. —En realidad, es la primera cosa dabuten que le oye decir—. Ahora vayamos a buscar a tu testigo.

«Así me puedo deshacer de ti —piensa Boone—, me proveo de todo lo que necesito para el gran oleaje y me meto en el agua mucho antes de que llegue.»

Lo primero que ve al aparcar la camioneta frente al motel Crest es una inquietante barrera de cinta amarilla.

La cinta de la policía.

Con policías detrás.

Entre ellos, Johnny Banzai, de la Brigada de Homicidios del Departamento de Policía de San Diego.

«Algo no va bien», piensa Boone.

Capítulo 19

Lo mismo piensa Johnny al ver a Boone.

Por lo general, Johnny se alegra de verlo —por lo general, todo el mundo se alegra de ver a Boone—, pero no allí ni en aquel momento: no junto al cadáver de una mujer que se ha arrojado desde un balcón del tercer piso y ha caído a apenas sesenta centímetros de la piscina, donde ha quedado despatarrada y con el cabello rojizo desparramado sobre el brazo estirado, mientras la sangre forma otro charco, fuera de lugar.

Tiene tatuado un ángel diminuto en la muñeca izquierda.

Detrás de la piscina se alzan las cuatro plantas del motel Crest, construido en dos alas en forma de ángulo, uno más de la docena de hoteles feos e indefinidos que se construyeron a principios de la década de 1980 para turistas con poco presupuesto, prostitutas de medio pelo y adúlteros que quieren pasar desapercibidos. Cada habitación dispone de un «balcón» minúsculo que da al «complejo de la piscina», con su pequeño natatorio rectangular y el imprescindible
jacuzzi
que —según Johnny— consiste fundamentalmente en una masa giratoria y burbujeante de potenciales infecciones por herpes.

Pasa por debajo de la cinta e intercepta a Boone.

—Lárgate antes de que te vea el teniente —dice Johnny.

Boone echa un vistazo al cadáver por encima de su hombro.

—¿Quién es?

—¿Qué haces tú aquí?

—Una investigación matrimonial.

Johnny ve a la mujer en la camioneta de Boone.

—¿Con la esposa a la zaga?

—Algunas personas tienen que verlo con sus propios ojos —dice Boone y apunta con la barbilla a la escena del crimen, donde el forense, en cuclillas junto al cadáver, practica su vudú. El teniente Harrington está en cuclillas a su lado, de espaldas a Boone—. ¿Quién es la saltadora?

Su instinto ya sabe la respuesta, pero, como es optimista, tiene la esperanza de que se equivoque.

—Una tal Tammy Roddick —dice Johnny.

«Instinto, uno; optimismo, cero», piensa Boone.

—Se registró a primera hora de esta mañana —dice Johnny—. Se marchó poco después.

—Dirías que ha sido un suicidio.

—Yo no diría nada —dice Johnny— hasta tener el resultado del análisis de sangre.

«Por supuesto —piensa Boone—: para saber qué drogas corrían por su torrente sanguíneo. Siempre pasa lo mismo en una ciudad marchosa como San Diego: a una chica le da por pensar que las drogas son Peter Pan y que ella es Wendy y el País de Nunca Jamás no solo parece bonito, sino accesible. El problema…, bueno, uno de los problemas… es que, en cuanto salta, se da cuenta de que ha cometido un error y aún dispone de unos cuantos segundos interminables para lamentar su impulso, sabiendo que no puede volver atrás.»

La gravedad es la gravedad.

Cualquier surfista conoce esa sensación.

Esa gran ola en la que uno entra, pero entra mal, y entonces es demasiado tarde y uno se encuentra allá arriba, sabiendo que está a punto de caer, y lo único que puede hacer es aceptar la caída y limitarse a esperar que el agua tenga suficiente profundidad para frenarlo antes de que uno se estrelle contra el fondo.

Puede que Tammy esperase poder caer en la piscina.

—Ahora lárgate de aquí antes de que Harrington te descubra —dice Johnny.

Demasiado tarde.

Harrington se endereza, se vuelve para buscar a Johnny Banzai y lo ve charlando con Boone Daniels.

Un perro y un gato, un Hatfield y un McCoy, Steve Harrington y Boone Daniels. Harrington cruza la cinta, mira a Boone y le dice:

—Si vienes a buscar las latas y las botellas, lo siento mucho: los tíos de la basura ya han pasado por aquí.

El rostro de Harrington parece de alambre de espino: tiene los huesos tan afilados que cualquiera pensaría que cortan. Hasta lleva afilado el cabello rubio, cortado bien corto y con gel para que parezca hirsuto, y la boca da la impresión de haber sido abierta con un cuchillo entre sus labios finos. Lleva una chaqueta gris de espiguilla, camisa blanca con corbata marrón, pantalones negros y zapatos negros relucientes.

Harrington pertenece al núcleo duro.

Siempre ha sido así.

—¿Qué haces en mi territorio, surfista? —le pregunta Harrington—. Pensaba que estarías demasiado entretenido dejando morir a niñitas…

Boone arremete contra él.

Johnny Banzai agarra a Boone.

—Suéltalo —le dice Harrington—. Por favor, John, hazme un favor y suéltalo.

—Hazme un favor tú a mí —dice Johnny a Boone—: vete.

Boone retrocede.

—Bien hecho —dice Harrington y a continuación añade—: gallina.

A Boone se le aclara la cabeza lo suficiente para ver pasar a Petra tan campante junto a todos ellos y dirigirse a grandes zancadas hacia el escenario del crimen.

—¡Oiga! —grita Harrington.

Demasiado tarde. Petra está de pie junto al cadáver. Boone la ve mirar hacia abajo, a continuación enderezarse y caminar a toda prisa otra vez hacia la camioneta. Apoya las dos manos sobre el coche, como si la estuvieran cacheando. Tiene la cabeza gacha.

Boone se acerca a ella.

—Adelante, vomita —dice—. Todo el mundo lo hace la primera vez.

Ella sacude la cabeza.

—Vamos —dice él—, puedes ser humana. Está bien.

Pero ella vuelve a sacudir la cabeza y dice algo, aunque él no acaba de entenderlo.

—¿Cómo dices? —pregunta.

Ella habla un poco más alto.

—Esa no es Tammy Roddick —dice.

Capítulo 20

Boone mete a Petra en la camioneta a toda prisa.

El vehículo arranca a la primera y se alejan dos manzanas, hasta que él para y pregunta:

—¿Cómo dices?

—Que esa no es Tammy Roddick —repite Petra.

—¿Estás segura?

—Claro que estoy segura —dice ella—. La he interrogado media docena de veces, ¡por Dios!

—Está bien.

—Y no es que quisiera vomitar —dice ella—; solo quería que te alejaras de los policías, para poder decírtelo.

—Perdona: en ningún momento he querido dar a entender que fueras un ser humano de carne y hueso —dice él, aunque ella parece más pálida, suponiendo que fuese posible—. Mira, ¿quieres que te dé un consejo?

—No.

—Deberíamos regresar ahora mismo a decirles que se han equivocado en la identificación —dice Boone—. Como oficial de justicia, si ocultas información esencial para la investigación de una muerte sin testigos…

—¡Alto ahí! —dice ella, levantando la mano—, que aquí la abogada soy yo: me gradué en Stanford y fui la primera de la clase.

—Y si el que oculta información soy yo, podrían retirarme la licencia.

—Entonces, olvida que te lo he dicho —dice ella—. No te preocupes, que juraré que no te lo había dicho, ¿de acuerdo?

—¿Y qué nota te pusieron en Ética? —pregunta Boone.

—Sobresaliente —dice ella, como diciendo «¿Qué otra cosa podía ser?».

—¿Cómo? ¿Te copiaste en el examen final?

—Pero, vamos a ver, ¿desde cuándo eres tan santurrón? —pregunta ella—; si yo pensaba que te lo tomabas todo con mucha tranquilidad…

—Necesito mi licencia de detective privado para ganarme la vida a duras penas —dice Boone.

En cuanto las palabras salen de su boca se da cuenta de que suena muy poco convincente. Las normas no están hechas para que uno se las salte, pero siempre pueden ceder un poco, y el detective privado que no las retuerza al máximo no va a durar mucho en su profesión.

«Además —piensa Boone—, hay una razón de peso para no decirle al Departamento de Policía de San Diego que la mujer que murió en el motel Crest no es Tammy Roddick. La difunta se registró en el motel haciéndose pasar por Tammy por algún motivo. Es posible que alguien se lo creyera y la matara por eso, de modo que la auténtica Tammy, que anda suelta por ahí, está a salvo hasta que se sepa la verdad.»

El problema es encontrarla antes de que el asesino se dé cuenta de su error.

Petra está diciendo algo así como «… podría ponerla en peligro».

—Ya he llegado a la misma conclusión —dice Boone.

Lo cual, para su sorpresa, la hace callar.

«Ha de ser por la impresión», piensa.

Al ver que se le ha adelantado en la ola, decide llegar hasta el final.

—Entonces, lo primero que hay que hacer es averiguar, si la muerta no es Tammy…

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