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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (10 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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Eddie el Rojo.

Eddie el Rojo es un menda hawaiano, japonés, chino, portugués, inglés y californiano que estudió en Harvard y tiene el cabello rojo como los conos de tráfico. Ya, ya, ya: los conos de tráfico no son rojos, sino anaranjados, y el nombre de pila de Eddie no es Eddie, sino Julius, pero ¿quién tiene cojones para llamarlo «Julius el Anaranjado»?

Desde luego, ni Boone, ni David el Adonis, ni Johnny Banzai, ni siquiera el Marea Alta, porque Eddie el Rojo suele estar rodeado como mínimo por media docena de mokes hawaianos extragrandes y a Eddie ni se le ocurre salir sin sus muchachos.

Eddie el Rojo trafica con
pakololo
.

Su viejo, que era el propietario de varias docenas de tiendas de comestibles en Oahu, Kauai y la Isla Grande, o sea Hawai, envió a Eddie desde la costa septentrional de Oahu a Harvard y después a la Facultad de Administración de Empresas de Wharton, de modo que Eddie regresó a la isla con un plan comercial sólido. Fue Eddie el que llevó la hierba a Maui y les enseñó a colocarse con marihuana de cultivo hidropónico. Trae enormes cantidades de droga por barco. La arrojan al agua en recipientes de plástico herméticos, que los maromos de Eddie salen a recoger por la noche en Zodiac, las pequeñas lanchas a motor con dos flotadores.

—Vengo a ser un misionero —dijo una noche Eddie a Boone en The Sundowner—. ¿Te acuerdas de que los misioneros fueron en barco de América a Hawai a predicar la buena nueva y a joderles la cultura? Os estoy devolviendo el favor, con la diferencia de que mi buena nueva es benévola y a vuestra cultura ya le va bien que la jodan un poco.

La benevolencia ha sido buena con Eddie el Rojo, ya que le ha proporcionado una mansión con vista al mar en La Jolla, una casa en la playa en Waimea y un yate a motor de 33, 5 metros, amarrado en el puerto de San Diego.

Eddie el Rojo es un ejemplar típico de la comunidad del Pacífico, el arquetipo del actual ambiente económico y cultural de la costa oeste, que es una mezcla de californiano, asiático y polinesio.

«Como una buena salsa —piensa Boone—, a la que añades un poco de mango y un poco de piña.»

Boone y Eddie se conocen desde hace mucho.

Como tantas historias en esta parte del mundo, esta comenzó en el agua.

Eddie tiene un hijo, fruto de un desliz que cometió cuando estaba en el instituto.

El chaval no vive con él, sino con su madre, en Oahu, pero Eddie
keiki
viene de visita de vez en cuando. Tenía alrededor de tres años, en una de esas ocasiones, cuando llegó a la costa una gran marejada y a la idiota de la niñera de Eddie
keiki
no se le ocurrió nada mejor que llevarlo a pasear a La Jolla Cove para que viera las grandes olas. (¡Como si el niño no hubiera visto ninguna en la Costa Norte, en Oahu!) Una de aquellas olas inmensas chocó contra el espigón y arrastró consigo a Eddie keiki, con lo cual el chavalín tuvo ocasión de mirar las grandes olas bien de cerca.

Por lo general, estas cosas acaban mal. Vamos, que la buena noticia es que han encontrado el cadáver.

Llámese buena suerte, llámese Dios, llámese karma… La cuestión es que Boone Daniels, con su ADN hecho especialmente para aquella ocasión, también estaba allí mirando las grandes olas y aprovechando la amplia perspectiva que tenía desde La Jolla para buscar el mejor rompiente. Oyó un grito, vio a la niñera que señalaba hacia el mar y divisó la cabecita de Eddie
keiki
que flotaba en el oleaje. Boone se zambulló bajo la ola siguiente, agarró al niño y evitó que los dos se estrellaran contra las rocas.

Salió en el
Union-Tribune
:

«SURFISTA LOCAL RESCATA A UN NIÑO».

Al día siguiente, Boone estaba dando vueltas en su casa, pasando el rato tras la sesión de grandes olas que había tenido después de sacar del agua al chavalín, cuando llamaron a la puerta. Al abrirla, encontró a aquel hombrecillo pelirrojo, con tatuajes en cada centímetro de piel que quedaba a la vista, salvo el rostro.

—Cualquier cosa que quieras —dijo el tío—, lo que se te antoje.

—No quiero nada —dijo Boone.

Eddie le ofreció dinero, drogas; quiso comprarle una casa alucinante, un barco. Finalmente, Boone aceptó una cena en el Marine Room. Eddie quiso comprarle el Marine Room.

—No me veo en el negocio de la restauración —dijo Boone.

—¿En qué negocio te ves? —preguntó Eddie—. ¿Quieres entrar en mi negocio, hermano? Di una sola palabra y lo arreglo.

—Es que juego para el otro bando —dijo Boone, con lo cual no quería decir que remase en los equipos femeninos de canoas hawaianas, con las lesbianas, sino que era policía.

Claro que eso no fue un obstáculo en su amistad. Boone no pertenecía a la Brigada de Estupefacientes ni emitía juicios. Había probado un poco de hierba en su época de grumete y, aunque se había desenganchado, no le importaba demasiado lo que hicieran los demás.

De modo que Eddie y él empezaron a salir juntos de vez en cuando. Eddie se convirtió en algo así como un miembro adscrito al Club del Amanecer, aunque no era muy asiduo, porque para él el amanecer es como a la una de la tarde, más o menos. Sin embargo, aparecía de vez en cuando, conoció a David y al Marea Alta, al Doce Dedos, a Sunny e incluso a Johnny, que mantenía cierta distancia, debido al carácter potencialmente contradictorio de sus respectivas profesiones.

Boone, David y el Marea Alta iban a veces a la casa de Eddie a ver los combates de artes marciales mixtas en su pantalla de plasma. Eddie está muy metido en las artes marciales mixtas, que surgieron en Hawai, y patrocina un equipo de luchadores, llamado —¡quién lo diría!— el Equipo de Eddie. De modo que se juntan y ven los combates o acuden con el séquito de Eddie a los espectáculos en vivo en Anaheim y Eddie incluso logró que Boone se alejara tanto del mar como para llegar hasta Las Vegas para ver algunos combates con él y con David.

Además, la mayor parte del Club del Amanecer asistió a la tristemente célebre fiesta de inauguración de la casa de Eddie en La Jolla.

La extensa mansión modernista de Eddie abarca cuatro mil metros cuadrados sobre un acantilado con vista al mar en Bird Rock. Los vecinos estaban digamos que consternados con tantos mokes yendo y viniendo, las fiestas, la música atronadora, los ruidos del tubo de
skateboard
de Eddie (dicen que Eddie desmontó el techo de su casa para hacer el barril), su campo de tiro al plato y sus carreras de un lado a otro de la calle en su bicicleta de montaña, protegido por un escuadrón de guardaespaldas armados. De modo que Eddie tenía totalmente revolucionado al mundillo de los que usan camisetas tipo polo rosadas y pantalones de golf amarillos que vivían a su alrededor, pero qué le iban a hacer.

Nada.

Pues eso, nada de nada.

No iban a ir a quejarse por el ruido, no iban a llamar a la policía, no iban a presentarse ante la Junta de Zonificación a preguntar si estaba permitido instalar un campo de tiro al plato o un parque de
skateboard
privado en su vecindario, hasta entonces tan tranquilo. No iban a hacer ninguna de estas cosas, porque los vecinos de Eddie el Rojo estaban cagados de miedo.

A Eddie le daba no sé qué y, para paliar su preocupación, un domingo por la tarde invitó a todo el barrio a una fiesta tradicional hawaiana.

Evidentemente, resultó un naufragio.

Una de las primeras personas a las que Eddie invitó a bordo del Titanic fue Boone.

—Tienes que venir —le dijo Eddie por teléfono, después de explicarle lo que pretendía con la invitación—: necesito apoyo moral y trae contigo a toda tu
hui
, la
ohana
.

Con esto se refería al Club del Amanecer.

Boone se mostró reacio, por decirlo de alguna manera. Así como no hace falta una veleta para saber en qué dirección sopla el viento, no hacía falta ser Savonarola para prever cómo iba a acabar aquella reunión dominical. Sin embargo, como desgracia compartida, menos sentida, Boone sacó el tema durante el siguiente encuentro del Club del Amanecer y se sorprendió al ver que la mayoría manifestaba su intención de acudir incluso con entusiasmo.

—Os estáis quedando conmigo, ¿verdad? —preguntó Boone.

—No me perdería este circo por nada del mundo —dijo Johnny Banzai.

Pues, sí, en realidad tuvo mucho de circo.

Las bailarinas de hula-hula estuvieron bien, la combinación de ukelele, guitarra
slack-key
y
reggae
surfero resultó interesante, aunque algo esotérica, y los luchadores de sumo eran…, pues eso, luchadores de sumo. Aunque el Marea Alta se apuntó en el último momento, consiguió la medalla de bronce, mientras el Optimista preguntaba en voz alta qué coño hacían unos gordos con pañales chocando sus panzas en un círculo de arena.

«Por el momento, todo va bien —pensaba Boone—. Podría ser mucho peor.»

Puede que fuera cuando Eddie —transportado por el consumo de éxtasis, cannabis, Vicodina y cubatas y por la mera alegría de la buena vecindad— hizo una demostración de su técnica de meditación consistente en caminar sobre brasas e insistió para que algunos de sus invitados compartieran con él aquella experiencia trascendental que las cosas tomaron un cariz realmente extraño.

Cuando se marcharon los del servicio médico de urgencias, Eddie convenció a los invitados supervivientes de que se tumbaran uno al lado del otro entre dos rampas y saltó por encima de ellos con su bicicleta de montaña, tras lo cual soltó de su jaula a su rottweiler psicótico, Dahmer, y se puso a combatir
mano-a-pawo
con él y los dos acabaron rodando por el patio: volaron sangre, saliva, piel y carne hasta que Eddie, con una llave de estrangulamiento por detrás, finalmente inmovilizó al perro y este, con un ladrido, se dio por vencido.

Los invitados, bastante anonadados, lo saludaron con débiles aplausos, por lo que Eddie —sudando, sangrando, jadeando, pero enrojecido tras su victoria— se quejó a Boone:

—¡Por Dios! ¡Qué difíciles de entretener son estos
haoles
! Me estoy rompiendo el culo, hermano.

—¿Y a mí qué me cuentas? —dijo Boone—. Supongo que hay gente que no sabe apreciar los detalles más sutiles de las peleas entre humanos y perros.

Eddie se encogió de hombros, como diciendo «figúrate». Se inclinó y rascó el pecho de Dahmer. El perro, aunque sin aliento, ensangrentado, jadeando y avergonzado por la derrota, miraba a Eddie con adoración incondicional.

—¿Qué hacemos ahora, entonces? —preguntó Eddie a Boone.

—Tal vez relajarnos, simplemente —sugirió Sunny—, moderarnos un poquito y dejar que la gente disfrute la comida, que, por cierto, está buenísima, Eddie.

«La que está buenísima es Sunny —pensaba Boone—, con su sarong largo de estampado floral, una flor en el pelo y una manchita de salsa barbacoa en la parte izquierda del labio superior.»

—La hice traer por avión —dijo Eddie.

«Seguro que sí —pensó Boone—. Montones de
poi
, grandes fuentes de
orto
y
opah frescos
,
pulled pork
, arroz con chile, fiambre de cerdo enlatado a la parrilla y varios cerdos asados en hoyos que Eddie había hecho abrir en el jardín de atrás con excavadoras.»

—Tal vez sea hora del artista del tatuaje —dijo Eddie.

—Tal vez no tanto —dijo Sunny.

—¿Y el tragafuegos? —preguntó Eddie.

—Cojonudo —dijo Boone y, al ver que Sunny enarcaba las cejas, añadió—: ¿Qué pasa? A todo el mundo le gustan los tragafuegos.

De acuerdo, tal vez no a todo el mundo. Puede que la excepción sea la gente de campanillas de La Jolla que más bien suele entretenerse con orquestas de cámara tocando en el vestíbulo de algún museo, pianistas de bares de copas que gorjean melodías de Cole Porter o administradores de fondos de inversión que señalan un montón de diagonales ascendentes.

Los vecinos de La Jolla miraban fijamente al artista —cubierto tan solo de tatuajes del tobillo hasta el cuello y de algo parecido a un taparrabos, mientras se empujaba bastones de fuego garganta abajo con una habilidad propia de la Lovelace que habría hecho morir de envidia a cualquier superestrella porno— e imploraban a un montón de santos episcopalianos que a Eddie no se le fuera a ocurrir pedir más voluntarios entre el público. Echaban miradas furtivas a la puerta de entrada, con su promesa de seguridad y cordura relativas, pero ninguno de ellos quería llamar la atención de Eddie al marcharse primero.

Boone encontró a Eddie poco después junto a la piscina de agua salada («Es perjudicial para el vidrio. Es perjudicial para el vidrio», repetía Johnny Banzai, encantado), conversando con David.

—Eddie y yo estábamos hablando sobre
Centauros del desierto
—dijo David—. Para él, es inferior a
Solo ante el peligro
, aunque superior a
Fort Apache
.

—Para mí es mejor que las otras dos, aunque ni por asomo se puede comparar con
Dos hombres y un destino
—dijo Boone.

—Ah,
Dos hombres y un destino
—dijo David—. ¡Qué buena peli!

Para la fiesta, David se había puesto una camisa hawaiana de seda con pinta de cara, con motivos estampados de loros y ukeleles en rojos y amarillos, y unos pantalones blancos, con sus mejores sandalias de gala. Llevaba el cabello rubio bien cepillado hacia atrás y sus gafas de sol «sociales», en lugar de las «de trabajo», unas Nixon de marco curvado.


Raíces profundas
—dijo Eddie.

—Otra —dijo David.

Indudablemente, a la fiesta se le estaba acabando la cuerda, lo mismo que a Eddie, al cual, como no había parado con la marihuana, se le había pasado por fin la manía de tener que ser el anfitrión perfecto.

Los invitados —con mucho más miedo de Eddie que cuando llegaron— se marcharon llevando consigo objetos robados, aferrando con sus manos nerviosas las bolsas de regalo que contenían, entre otras cosas, cajas de discos compactos de Izzy Kamakawiwo’ole, iPods, relojes Rolex, bolitas de hachís envueltas en papel de plata de colores alegres, vales de regalo para un masaje con piedras calientes en un gimnasio cercano, bombones Godiva, condones con estrías, una selección de productos para el cuidado del cabello de Paul Mitchell y muñecas de cerámica de bailarinas hawaianas que menean la cabeza y con la palabra «ahola», mal escrita, en el estómago.

David se marchó con una bolsa de regalo y con dos invitadas más.

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