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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (4 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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Así que, cuando fue a verla para decirle que no quería ir a la universidad y le pidió perdón con lágrimas en los ojos por haberla defraudado, Eleanor dijo que la culpa era suya, por haber introducido a Emily en el mar.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó Eleanor.

—Quiero ser surfista profesional.

Eleanor ni se inmutó. Tampoco se rio ni discutió ni se burló. Se limitó a decir:

—Vale, pues sé una gran surfista.

Le dijo que fuera surfista, no que se casara con un surfista.

Claro que una cosa no quitaba la otra, pero ni Sunny ni Boone tenían interés en casarse o ni siquiera en vivir juntos. La vida estaba bien así: surfear, salir por ahí, hacer el amor y surfear. Todo era una y la misma cosa, una cadencia larga e ininterrumpida.

Fue una época feliz.

Sunny trabajaba como camarera en Pacific Beach, mientras continuaba su carrera de surfista. A Boone le gustaba ser poli, un policía uniformado del Departamento de Policía de San Diego.

La que lo fastidió todo fue una niña llamada Rain Sweeny.

Todo cambió después de Rain Sweeny. Cuando ella desapareció, Boone no volvió a ser el mismo. Era como si se hubiera abierto un abismo entre Boone y Sunny, como si los separase una corriente lenta y profunda.

Se acerca una marejada y los dos tienen la impresión de que trae consigo un cambio mayor.

Se detienen delante de la oficina de Boone.

—Nos vemos… más tarde —dice Sunny.

—Hasta luego.

Mientras se aleja, Sunny se pregunta si no será demasiado tarde.

Siente como si ya hubiera perdido algo que ni siquiera sabía que quisiese.

Capítulo 9

Boone entra en Pacific Surf.

El Doce Dedos levanta la vista de su videojuego y le dice:

—Arriba hay una
betty
foránea que quiere verte y el Optimista está de muy mala leche.

—El Optimista siempre está cabreado —responde Boone—. Si no, no sería el Optimista. ¿Quién es ella?

—Ni puta idea —el Doce Dedos se encoge de hombros—, pero, Boone, está de miedo.

Boone sube las escaleras. Más que estar de miedo, la mujer inspira un poco de miedo.

—¿Señor Daniels? —dice Petra.

—Presente.

Ella le tiende la mano. Boone está a punto de estrechársela, cuando se da cuenta de que en realidad le está dando su tarjeta.

—Petra Hall —le dice—, del bufete Burke, Spitz y Culver.

Boone conoce el bufete Burke, Spitz y Culver. Tienen un despacho en uno de los castillos de cristal situados en el centro de San Diego y le han enviado bastante trabajo en los últimos años.

Además, Alan Burke practica surf.

No es que surfee todos los días, pero sí muchos fines de semana, y a veces Boone lo ve en la zona de arranque durante la Hora de los Caballeros. Es decir, que conoce a Alan Burke, pero no a aquella hermosa mujercita de cabello negro azulado y ojos azules.

¿O serán grises?

—Debe de llevar poco tiempo en el bufete —le dice Boone.

Petra se queda pasmada al ver que Boone alarga la mano por detrás de su espalda y tira del cordón que va enganchado a una cremallera. La parte posterior del traje de neopreno se abre y Boone se quita con suavidad la manga derecha, a continuación la izquierda y después se lo enrolla sobre el pecho. Ella empieza a darse la vuelta cuando él se sigue enrollando el traje más allá de la cintura, pero entonces ve aparecer el motivo floreado de un bañador North Shore.

Frente a ella hay un hombre que aparenta veintimuchos o treinta y pocos años, aunque es difícil decirlo, porque tiene un rostro algo infantil; realza esta impresión el cabello marrón con mechones aclarados por el sol, despeinado y un poco demasiado largo, ya sea por deliberado descuido o, sencillamente, porque hace mucho que no se lo corta. Es alto —mide apenas cuatro o cinco centímetros menos que el anciano taciturno que sigue aporreando la máquina de sumar— y tiene las espaldas anchas y los músculos de los brazos largos, como todos los nadadores.

Boone no repara en que ella lo observa.

Está totalmente absorto, pensando en el oleaje.

—Viene una marejada desde las Aleutianas —dice, mientras acaba de enrollarse el traje de neopreno hasta los tobillos—. Va a llegar dentro de los próximos dos días y el Marea Alta dice que solo va a durar unas cuantas horas. La mayor marejada de los últimos cuatro años y puede que de los próximos cuatro. Unas olas monumentales.

—De MMB —dice el Doce Dedos desde las escaleras.

—¿Quién vigila la tienda? —pregunta el Optimista.

—No hay nadie abajo —responde el Doce Dedos.

—¿Qué quiere decir «MMB»? —pregunta Petra.

—«Material marrón para el bañador» —le aclara el Doce Dedos.

—Fantástico —dice Petra, arrepentida de su pregunta—. Gracias.

—La cuestión es —dice Boone, mientras entra en el cuartito de baño, abre la ducha y enjuaga con cuidado no su cuerpo, sino el traje de neopreno— que todo el mundo está listo para salir: Johnny Banzai va a pedir el día libre por una cuestión de salud mental; el Marea Alta va a dar parte de enfermedad; David el Adonis está en la playa de todas formas, y Sunny…, bueno, ya sabes que Sunny va a estar allí. Todo el mundo está eufórico.

Petra le da la mala noticia.

Tiene un trabajo para él.

—Nuestro bufete —dice Petra— se ha hecho cargo de la defensa de la Coastal Insurance Company en un juicio que ha entablado contra ella un tal Daniel Silvieri, alias
Dan Silver
, el propietario de un club de estriptis llamado Silver Dan’s.

—No conozco ese lugar —dice Boone.

—Que sí lo conoces, Boone —dice el Doce Dedos—. David y tú me llevasteis allí el día de mi cumpleaños.

—Te llevamos al Chuck E. Cheese’s —dice Boone con brusquedad—. Vete.

—¿No me vas a presentar?

«Es alucinante —piensa Boone— que el Doce Dedos de pronto sea capaz de hablar correctamente cuando hay de por medio una mujer atractiva.»

—Petra Hall, el Doce Dedos —dice.

—¿Otro apodo? —pregunta Petra.

—Tiene doce dedos en los pies —dice Boone.

—Imposible —dice Petra. Después baja la vista y le mira las sandalias—. Pues sí: tiene doce dedos.

—Seis en cada pie —dice Boone.

—Me proporciona un agarre bestial sobre la tabla —dice el Doce Dedos.

—En realidad, lo del club de estriptis es irrelevante —dice Petra—. El señor Silver también es propietario de unos cuantos almacenes en Vista, uno de los cuales quedó totalmente destruido por un incendio hace varios meses. La aseguradora lo ha investigado y, a juzgar por las pruebas físicas, considera que el incendio ha sido provocado y se ha negado a pagar. El señor Silver la ha demandado por daños y perjuicios y también por mala fe. Reclama cinco millones de dólares.

—No me dedico a investigar casos de incendios provocados —dice Boone—. La puedo poner en contacto con…

—El señor Silver mantenía una relación con una de sus bailarinas —continúa Petra—, una tal Tamara Roddick.

—¿Así que el dueño de un club de estriptis se cepilla a una de sus bailarinas? —dice Boone—. Cuando uno pensaba que ya lo había visto todo…

—Recientemente —dice Petra—, el señor Silver rompió la relación y sugirió a la señorita Roddick que buscase trabajo en otro sitio.

—A ver si lo adivino —dice Boone—: a la joven que ha sido despreciada de pronto le remuerde la conciencia, decide que ya no puede seguir viviendo con esa culpa y acude a la aseguradora a confesar que ha visto a Silver prender fuego al edificio.

—Algo por el estilo, efectivamente.

—¿Y ustedes han picado? —pregunta Boone.

«Alan Burke es demasiado listo para llamar a declarar a la tal Tammy —piensa Boone—: el abogado de la parte contraria la haría picadillo y con ella, al resto de la defensa de Burke.»

—Ha superado airosa la prueba del detector de mentiras —dice Petra.

—Ajá —dice Boone. No se le ocurre nada mejor—. ¿Y cuál es el problema?

—El problema es que —dice Petra—, según lo previsto, la señorita Roddick tiene que prestar declaración mañana.

—¿Le gusta surfear? —pregunta Boone.

—No, que yo sepa.

—Entonces no hay ningún problema.

—Cuando ayer intenté ponerme en contacto con ella —dice Petra— para arreglar todo lo relacionado con su declaración… y para llevarle una ropa adecuada para el juicio que le había comprado…, no respondió.

—Una estríper con la que no se puede contar —dice Boone—. Insisto: ¡en qué mundo vivimos!

—Hemos hecho intentos reiterados para contactar con ella —dice Petra—, pero no responde al teléfono ni contesta los mensajes. Me he comunicado con su actual empleador, Chicas Completamente Desnudas, y el encargado me ha dicho que hace tres días que no va a trabajar.

—¿Han llamado al depósito de cadáveres? —pregunta Boone.

Cinco millones de dólares es mucho dinero.

—Desde luego.

—Entonces ha volado —dice Boone.

—Tiene usted mucho ojo para captar lo evidente, señor Daniels —dice Petra—, de modo que no le costará demasiado adivinar lo que necesitamos que haga.

—Quieren que la encuentre.

—Exactamente. Lo ha hecho muy bien.

—Me ocuparé de ello —dice Boone— en cuanto haya pasado la marejada.

—Mucho me temo que eso no será posible.

—No hay nada que temer —dice Boone—. Lo que pasa es que esta…

—Tamara.

—… la tal Tammy a estas alturas puede estar en cualquier parte —dice Boone—. Hasta podría estar con Dan Silver en un balneario de Cabo. De todos modos, dondequiera que esté o que no esté, para encontrarla va a hacer falta tiempo, así que no importa demasiado si empiezo hoy, mañana o pasado.

—A mí sí que me importa —dice Petra— y al señor Burke también.

—Es posible que no haya entendido lo que dije acerca del gran… —dice Boone.

—Le he entendido —dice Petra—: algo se está acercando y unas cuantas personas de sobrenombres rimbombantes están, por motivos que se me escapan por completo, eufóricas al respecto.

Boone se la queda mirando fijamente.

Al cabo de un momento se pone a hablarle como si fuera una niña pequeña:

—Pero, vamos a ver, Pete, deja que te lo explique de una manera fácil de comprender. Unas olas muy grandes, de esas que solo se ven más o menos una vez con cada cambio de gobierno, están a punto de llegar a la playa de ahí fuera y van a durar un solo día, de modo que lo único que voy a hacer durante esas veinticuatro horas será fichar en el mar, conque ya puedes ir a decirle a Alan que le encontraré a su testigo en cuanto pase la marejada.

—¡El mundo no para en seco por unas «olas grandes»! —dice Petra.

—Por supuesto que sí —dice Boone.

Desaparece en el cuarto de baño y cierra la puerta tras él. Lo siguiente que se oye es el ruido del agua que corre. El Optimista mira a Petra y se encoge de hombros, como diciendo: «¿Y ahora qué va a hacer?».

Capítulo 10

Petra entra en el cuarto de baño, mete la mano en la ducha y abre el grifo de agua fría.

—¡Estoy desnudo! —grita Boone.

—Perdón, no me había dado cuenta.

Él alarga la mano y cierra el grifo.

—Eso fue una chuminada.

—No sé lo que significa.

Boone estira la mano para coger una toalla, pero cambia de idea y se queda ahí desnudo y chorreando, mientras Petra lo mira directamente a los ojos y le informa:

—Señor Daniels, tengo intenciones de llegar a ser socia del bufete en menos de tres años y no lo voy a conseguir si no cumplo.

—Petra, ¿no? —dice Boone. Coge un tubo de Headhunter y se frota la crema por todo el cuerpo, mientras prosigue—: Vamos a ver, tu padre se llamaba Pete y quería un hijo varón, pero, como no pudo ser, te puso Petra. Desde muy joven te diste cuenta de que, para ganarte el cariño de papi, lo mejor era añadir a la mezcla algo de testosterona, así que te convertiste en una abogada agresiva, lo cual explicaría de alguna manera el bulto ese que llevas a hombros, pero no que seas puñetera. Y supongo que por eso el bufete se sigue llamando Burke, Spitz y Culver, en lugar de Burke, Spitz, Culver y Hall.

Petra no se inmuta.

Sin embargo, el palo de ciego de Daniels no va muy errado. Efectivamente, es hija única y su padre, un importante abogado británico, había querido tener un hijo varón, de modo que ella, que creció en Londres, jugaba al fútbol en el jardín con su padre, iba a ver los partidos del Spurs y lo acompañaba a Silverstone, a ver el Gran Premio de Gran Bretaña.

Es posible que lo de ser abogada fuese otro intento para conseguir la aprobación de su padre, aunque estudiar en California había sido idea de su madre, que era estadounidense:

«Si haces la carrera en Inglaterra —le dijo—, siempre serás la hija de Simon Hall para todo el mundo, incluso para ti misma.»

De modo que Petra sacó la nota más alta en el Somerville College de Oxford, pero después cruzó el charco para estudiar Derecho en Stanford. Los cazatalentos de Burke la habían distinguido enseguida de la multitud y le habían hecho una oferta para que fuera a San Diego.

—Tu psicoanálisis improvisado —le dice sonriendo— resulta más gracioso por proceder de un hombre cuyos padres le pusieron de nombre Daniels, Boone.

—Les gustaba el programa de televisión —dice Boone.

Pero no es cierto. En realidad, fue David el Adonis el que, cuando estaban en los primeros años del instituto, le puso el nombre de «Boone», pero él no está dispuesto a revelárselo —ni su nombre de pila verdadero— a aquella plasta.

—¿Qué es eso que te estás poniendo en el cuerpo? —pregunta ella.

—Una crema para evitar el sarpullido.

—¡Vaya por Dios!

—¿Alguna vez has tenido un sarpullido provocado por el traje de neopreno?

—Ni provocado por ningún otro motivo.

—Mejor para ti —dice Boone.

—Ya lo creo. ¿Quieres la toalla?

Boone coge la toalla, se la enrolla alrededor de la cintura y regresa a la oficina.

Capítulo 11

—¿Cómo están mis finanzas? —pregunta Boone al Optimista.

El Optimista teclea unas cuantas cifras más en la máquina de sumar, mira el resultado y responde:

—O comes o pagas el alquiler, pero no te alcanza para las dos cosas.

Aquella lista breve de posibilidades no es una novedad para Boone. Su falta de liquidez permanente no se debe a que Boone sea malo como detective —la verdad es que como detective es muy bueno—, sino a que prefiere el surf. Es totalmente franco cuando dice que trabaja justo lo suficiente para salir adelante.

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