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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (9 page)

BOOK: El beso del exilio
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Me pregunté cómo podía vivir el cedro en ese lugar tan árido y me respondí a mí mismo que la única explicación era que alguien debía cultivarlo. Alguien había planeado que ese cedro estuviera allí y se esforzaba para que creciera.

Abrí los ojos y me di cuenta de que no había ningún cedro en esa duna. Quizás había sido una visión inspirada por Alá. Quizás Dios me estaba diciendo que debía hacer planes y trabajar duro y perseverar. No había tiempo para el descanso.

Levanté un poco la cabeza y vi que los Bayt Tabiti se habían acostado en el suelo cerca del fuego, del que no quedaba más que unas tímidas y débiles brasas. Uno de los beduinos había sido encargado de la vigilancia, pero permanecía sentado contra una pared de arena con la cabeza caída y la boca abierta. Su rifle descansaba en el suelo a su lado.

Pensé que los seis estaban dormidos, pero no me moví. Durante una hora no hice más que contemplar los segundos parpadear en el cristal de mi reloj. Cuando estuve seguro de que todos los Bayt Tabiti dormían profundamente, me senté con cuidado y toqué a Friedlander Bey en el hombro. Se despertó enseguida. Ninguno de nosotros dijo una palabra. Cogimos las cantimploras y nos levantamos lo más silenciosamente que pudimos. Dudé unos instantes en robar comida y rifles, pero al final decidí que habría sido suicida acercarme a los camellos durante el sueño de los beduinos. En lugar de eso, Papa y yo nos internamos en la noche.

Caminamos hacia el oeste largo rato antes de que ninguno de los dos pronunciara una palabra.

—¿Nos seguirán cuando descubran que nos hemos escapado? —pregunté.

Papa frunció el ceño.

—No sabría decirlo, hijo mío. Tal vez se limiten a dejarnos marchar. Estarán convencidos de que en cualquier caso moriremos en el desierto.

No tenía respuesta para ello. A partir de entonces, nos concentramos en poner toda la distancia que pudimos entre nosotros y ellos, dirigiéndonos en ángulo recto con respecto a la dirección hacia la que habíamos viajado durante el día. Recé para que si nos tropezábamos con un rastro en el curso de la noche lo viéramos. Era nuestra única esperanza de encontrar un pozo.

Nos guiábamos por las estrellas, caminamos hacia el oeste durante dos horas, hasta que Papa anunció que debíamos detenernos y descansar. Habíamos estado viajando contra las dunas, que van de oeste a este debido a los principales vientos. La ladera oeste de cada duna era suave y gradual, pero la vertiente oeste este, que debíamos escalar, solía ser alta y empinada. En consecuencia, dábamos grandes rodeos al intentar atravesar una colina por uno de sus salientes bajos. Era una marcha lenta, agotadora, zigzagueante y no debíamos llevar más de un kilómetro y medio o dos, mientras la arena dejaba escapar su lamento.

Nos sentamos jadeantes en la base de otro monstruoso promontorio de arena. Abrí la cantimplora y di un trago antes de percatarme de lo salobre y alcalina que era.

—Alabado sea Alá —gruñí—, tendremos suerte si esta agua no nos mata antes de que lo haga el sol.

Papa también bebió.

—No es agua dulce, querido —dijo—, pero existe poca agua dulce en el desierto. Ésta es el agua que los beduinos beben casi todos los días de su vida.

Sabía que los nómadas vivían en condiciones duras y extremas, pero empezaba a creer que había subestimado sus capacidades para subsistir en un medio tan adverso.

—¿Por qué no se van a otro sitio? —pregunté, tapando mi cantimplora.

Papa sonrió.

—Son gente orgullosa. Les satisface su habilidad para subsistir aquí, en un lugar que significa la muerte para el extraño. Se burlan de la placidez y el lujo de pueblos y ciudades.

—Sí, tienes razón. Lujos como agua fresca y comida de verdad.

Nos levantamos y volvimos a caminar. Era casi media noche. El camino a través de las dunas no se hizo más fácil, y en un momento pude escuchar la pesada respiración de Papa. Me preocupaba el estado del anciano. Mi propio cuerpo empezaba a protestar ante ese ejercicio desacostumbrado.

Las estrellas giraron despacio por encima de nuestras cabezas y cuando volví a mirar el reloj era la una y media. Quizás pudiéramos recorrer otro kilómetro.

Papa estimaba que el Rub al—Khali tendría unos mil kilómetros de este a oeste y unos quinientos de norte a sur. Imaginé que era probable que el helicóptero militar nos hubiera dejado caer justo en el medio, de modo que, calculando generosamente que hacíamos un kilómetro y medio por hora, caminando ocho horas cada noche, saldríamos de la Región Desolada en, oh, precisamente en cuarenta y seis días; siempre que contáramos con la ayuda de una caravana gigantesca cargada con equipo de asistencia y provisiones pisándonos los talones.

Hicimos otro receso, bebimos más agua amarga y proseguimos la última etapa del viaje nocturno. Ambos estábamos demasiado cansados para hablar. Bajé la cabeza ante el viento que constantemente nos arrojaba arena a la cara. Me limitaba a poner un pie delante de otro. Me dije a mí mismo que si Friedlander Bey tenía el coraje para seguir andando, yo también.

Llegamos al límite de nuestras fuerzas a eso de las cuatro y nos derrumbamos de cansancio extremo. El sol no saldría hasta al cabo de una hora o así, pero la idea de seguir caminando estaba fuera de lugar. Nos detuvimos bajo la ladera vertical de una duna gigantesca, que nos proporcionaba cierta protección del viento. Allí bebimos toda el agua que pudimos y nos preparamos para dormir. Me quité mi hermosa túnica azul real y cubrí a Papa con ella. Luego me acurruqué en posición fetal dentro de mi gallebeya y me sumí en un sueño gélido y agitado.

Me despertaba y me volvía a dormir, me asediaban sueños turbios y desasosegantes. Al cabo de un rato fui consciente de que el sol se había alzado y supe que lo mejor que podía hacer era dormir todo lo que pudiera durante el tórrido día. Tiré de mi gallebeya hacia arriba para protegerme la cara y la cabeza de las quemaduras. Luego me hice a la idea de que todo andaba bien y cerré los ojos.

A eso de las diez me di cuenta de que no iba a poder dormir más. El sol chocaba en mí y notaba las quemaduras en las zonas de piel expuestas. Entonces, también Friedlander Bey se despertó y no parecía haber descansado mejor que yo.

—Ahora debemos orar —dijo.

Su voz sonaba rara y ronca. Alisó la arena que tenía ante él y se la quitó de la cara y las manos. Yo hice lo mismo. Rezamos juntos, agradeciendo la protección de Alá y pidiéndole que, si era su voluntad, nos permitiera sobrevivir a estas penalidades.

Cada vez que rezaba con Papa, me llenaba de paz y esperanza. De algún modo, el hecho de estar perdido en el desierto me aclaraba el significado de mi religión. Hubiera preferido no llegar hasta tal extremo para comprender mi relación con Alá.

Cuando acabamos, bebimos toda el agua que pudimos. Ya no quedaba mucha en las cantimploras, pero no creímos necesario hablar de ello.

—Hijo mío —dijo el viejo—, creo que sería prudente enterrarnos en la arena hasta la tarde.

Eso me pareció una locura.

—¿Por qué? —pregunté—. ¿No nos coceremos como un pastel de cordero?

—La arena más profunda está más fría que en la superficie. Eso evitará que se nos queme más la piel y nos ayudará a reducir la pérdida de agua debida a la sudoración.

Una vez más, cerré la boca y aprendí algo. Excavamos profundos hoyos y nos cubrimos con la arena. En cierto sentido, comprobé lo parecido que era a estar en una tumba. Me sorprendió descubrir que mi cuerpo disfrutaba de la experiencia. La tibia arena aflojó mis doloridos músculos y pude relajarme por primera vez desde que fui secuestrado de la fiesta del emir. De hecho, después de un rato, me sumí en un ligero sueño escuchando el murmullo de los insectos.

El día transcurrió despacio. Tenía la cabeza cubierta por mi gallebeya, de modo que no podía ver nada. No podía hacer nada más que tumbarme allí en la arena y pensar y planear y ceder a las fantasías.

Después de unas horas, me alertó un siseo vibrante. No imaginaba qué podía ser, aunque, al principio, pensé que me zumbaban los oídos. Pero no remitió, sino que se hizo más fuerte.

—¿Oyes eso, oh caíd?

—Sí, hijo mío, no es nada.

En aquel momento estaba convencido de que se trataba del susurro premonitorio de una nave que se aproximaba. No sabía si eran buenas o malas noticias. El ruido se hizo más fuerte hasta convertirse en un clamor. No podía incorporarme, ni verlo, de modo que saqué las manos de la arena y me bajé el cuello de la gallebeya.

No había nada. El zumbido creció en intensidad hasta que la nave debía de haberse visto por encima de nuestras cabezas, pero el cielo estaba vacío y azul. De repente, cuando el viento cambió de dirección, todo regresó al silencio. El fuerte ruido no disminuyó, sino que desapareció bruscamente.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté perplejo.

—Era el famoso «canto de la arena». Oírlo es un raro privilegio.

—¿La arena hace ese ruido? ¡Era como el rugido de un motor!

—Dicen que lo hace una capa de arena deslizándose sobre otra, ni más ni menos.

Me sentí estúpido por preocuparme tanto por un pequeño zumbido creado por una duna. No obstante, Papa no se rió ni se burló de mí y yo se lo agradecí. Volví a cubrirme de arena y me recriminé a mí mismo ser tan idiota.

A las cinco, emergimos de nuestro lecho de arena y nos preparamos para el ejercicio nocturno. Rezamos, bebimos el agua salina y luego nos encaminamos hacia el oeste. Al cabo de media hora de camino tuve una brillante idea. Saqué mi ristra de software neuro—lógico y me enchufé el daddy especial que bloquea la sed. De inmediato me sentí recuperado. Era una ilusión peligrosa, porque, aunque no tenía sed —y no la tendría mientras llevara el daddy enchufado—, mi cuerpo seguía deshidratándose al mismo ritmo. Sin embargo, me sentí capaz de seguir más tiempo sin agua y le di mi cantimplora a Papa.

—No puedo dejarte sin ella —dijo.

—Claro que sí, oh caíd. El potenciador evitará que sufra mientras nuestras cantimploras hacen lo mismo por ti. Mira, si no encontramos agua pronto, ambos moriremos.

—Eso es cierto, querido, pero...

—Caminemos, abuelo.

El sol empezaba a ponerse y el aire se hacía más frío. Descansamos al cabo de un rato y oramos. Papa terminó el agua de una de las cantimploras. Luego nos pusimos en marcha.

Empezaba a tener mucha hambre y caí en la cuenta de que, a excepción de los penosos dátiles de los Bayt Tabiti, mi última comida había sido hacía casi cuarenta y ocho horas en el palacio del emir. Estaba de suerte, porque tenía un daddy que también bloquea el hambre. Me lo conecté y desapareció el doloroso vacío de mi vientre. Sabía que Papa debía estar hambriento, pero no podía hacer nada. Vacié mi mente de todo menos de recorrer el resto de la Región Desolada.

Una vez, cuando coronamos la cima de una elevada duna, me volví para mirar atrás. Detrás de una duna remota creí ver una nube de polvo bajo la pálida luz de la luna. Recé a Alá para que no fueran los Bayt Tabiti persiguiéndonos. Cuando intenté señalársela a Friedlander Bey no pude encontrarla. Quizás la había imaginado. El vasto desierto era excelente para ese tipo de alucinaciones.

Al cabo de la segunda hora tuvimos que descansar. El rostro de Papa estaba ojeroso y fatigado. Abrió la otra cantimplora y la vació. Ahora nos habíamos quedado sin agua. Nos miramos mudos durante un momento.

—Doy fe de que no hay más dios que Alá —dijo Papa en voz muy serena.

—Doy fe de que Mahoma es el profeta de Dios —añadí.

Nos levantamos y reemprendimos la marcha.

Después de un rato Papa cayó de rodillas y empezó a tener arcadas. No tenía nada en el estómago para vomitar, pero sentía fuertes y violentos espasmos. Deseé que no hubiera perdido mucha agua. Sabía que la náusea era uno de los primeros signos de la deshidratación grave. Al cabo de unos minutos, movió la mano débilmente para hacerme saber que quería continuar caminando. A partir de entonces, me asusté más que nunca. Me quedaba la ilusión de que sólo un milagro podía salvarnos.

Empecé a experimentar severos calambres musculares y por tercera vez recurrí a mi ristra de moddies. Me enchufé el daddy bloqueador del dolor, sabiendo que me encontraría en muy baja forma si vivía para desconectármelo. Como dice mi amiga Chiriga: «Las resacas son unas putas».

Alrededor de la media noche, después de otro período de descanso, noté que Papa empezaba a tambalearse. Fui hacia él y le toqué en el hombro. Me miró, pero tenía la mirada perdida.

—¿Qué ocurre, hijo mío? —dijo con voz recia y palabras vagas.

—¿Cómo te encuentras, oh caíd?

—Me encuentro... extraño. Ya no tengo hambre, lo cual es una bendición, pero tengo un terrible dolor de cabeza. Ante mis ojos lucen muchos puntitos brillantes; casi no veo lo que tengo delante. Y siento un molesto hormigueo en los brazos y en las piernas. Malos síntomas.

—Sí, oh caíd.

Me miró. Por primera vez desde que lo conocía, sus ojos estaban verdaderamente tristes.

—Ya no quiero seguir andando.

—Sí, oh caíd. Entonces, yo te llevaré.

Protestó, pero no consiguió nada. Le pedí perdón, luego lo cogí y me lo cargué a hombros como hacen los bomberos. No habría sido capaz de transportarlo ni diez metros sin los daddies, que inhibían cualquier señal desagradable que mi cuerpo enviaba al cerebro. Proseguí con una alegre y completamente falsa sensación de bienestar. No tenía hambre, ni sed, no estaba cansado y ni siquiera me dolía. Incluso tenía otro daddy que podía utilizar si empezaba a sentir miedo.

En un instante, me percaté de que Papa deliraba. Era cosa mía salir de aquella penosa situación. Apreté los dientes y seguí caminando. Mi cerebro operado estaba ridículamente seguro de que saldría victorioso contra el desierto más asesino del mundo.

Pasó la noche. Yo caminaba sobre la arremolinada arena como un robot. Todo el tiempo mi cuerpo sufría los mismos efectos debilitadores de la deshidratación que aquejaban a Papa y el cansancio envenenaba mi cuerpo.

El sol salió a mi espalda y sentí crecer el calor en el dorso de mi cabeza y en la nuca. Yo caminaba penosamente en la mañana. Papa ya no hacía ningún ruido. De repente, hacia las ocho de la mañana me fallaron las piernas y los brazos. Dejé caer a Papa pesadamente al suelo y me desplomé a su lado. Me permití un pequeño respiro. Sabía que estaba abusando de mi cuerpo. Pensé que quizás tumbarme allí inmóvil serviría de algo.

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