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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (11 page)

BOOK: El beso del exilio
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»Bueno, el rey dudó de que fuera cierto, pero envió a sus soldados a casa de Salim, donde encontraron el resto del oro. Arrestaron a Salim y lo encerraron, cargado de cadenas, en la más profunda y sucia mazmorra real. Salim sabía quién lo había traicionado y maldijo su estupidez por desoír los consejos de los animales y haber liberado al imán.

»Salim languidecía en la penumbra de su celda día tras día y noche tras noche, cuando de pronto recordó las palabras de la loba. Sacó los bigotes de la loba y los quemó. En menos que canta un gallo la loba estaba ante él. "¿Qué deseas de mí?", le preguntó.

»"Sólo tú puedes librarme de este terrible encierro, igual que yo te saqué del pozo", dijo Salim.

»"Esta noche serás libre", dijo la loba y se coló por debajo de la puerta de su celda.

»Pasaron muchas horas hasta que llegó el cuarto más oscuro de la noche. De repente llegaron gritos de terror desde el dormitorio del joven hijo del rey y heredero. El rey entró corriendo en la habitación y vio a la loba con la cabeza del muchacho atrapada entre sus largos y afilados dientes. Cada vez que el rey o uno de sus soldados o consejeros intentaban aproximarse, la loba soltaba un fuerte y fiero gruñido. Nadie podía hacer nada para salvar al joven príncipe.

Inevitablemente, la noticia se difundió por todo el palacio. Los guardianes de la mazmorra hablaban de ello en voz alta y Salim los oyó. "Llevadme ante el rey —pidió— y yo salvaré la vida del príncipe.”

»Los guardias se echaron a reír, diciendo que los más valientes de su tropa no podían hacer nada, así que ¿cómo esperaba lograrlo un simple religioso? Por fin, Salim convenció a los guardias de que lo llevaran ante el rey. Se apresuraron hasta la cámara del príncipe. En cuanto Salim entró, la loba empezó a mover el rabo y a emitir unos sonidos como los de un perro feliz al ver a su amo. "La loba se marchará sin hacer daño al muchacho —dijo Salim—, pero sólo si le ofreces el corazón del antiguo imán de Ash—Shám.”

»El rey ordenó a sus soldados que se dieran prisa, salieron de la ciudad y buscaron al imán malvado. Lo arrestaron, lo llevaron otra vez a palacio y le cortaron la cabeza. Luego le abrieron el pecho, le arrancaron el corazón y lo pusieron en un cuenco de oro. Salim colocó el cuenco de oro ante la loba. El animal le lamió la mano, cogió el corazón del imán malvado en la boca y escapó libremente del palacio.

»El rey estuvo tan contento que perdonó a Salim y le concedió la mano de su hija.

Esperé un momento para asegurarme de que la historia había acabado por fin.

—¿Se supone que debo arrancarle el corazón al doctor Sadiq Abd ar—Razzaq? —dije.

—Sí, y dárselo de comer a un perro —dijo Noora con fiereza.

—¿A pesar de que en la ciudad ya no hagamos esas cosas? Quiero decir, estamos hablando de teología, no de Hitler ni de Gengis Kan.

Noora me miró atónita.

—¿Quiénes son ésos? —preguntó.

Yo me sonreí.

—No importa.

Me retiró el plato y el cuenco vacíos y salió de la tienda. Friedlander Bey entró casi inmediatamente. Se sentó a mi lado y me cogió la mano.

—¿Cómo te encuentras, querido? —me preguntó.

Me alegré de verlo.

—Es voluntad de Alá, oh caíd —dije.

Él asintió.

—Mira, tienes la cara muy quemada del sol y del viento. ¡Y las manos y los brazos, de llevarme! —sacudió la cabeza—. He venido a verte todos los días, incluso cuando estabas inconsciente. He asistido a tu sufrimiento.

Respiré hondo.

—Era necesario.

De nuevo asintió.

—Supongo que estoy intentando expresarte mi gratitud. Siempre es...

Levanté la mano que tenía libre.

—Por favor, oh caíd, no hagas que ambos nos sintamos incómodos. No me des las gracias. Hice lo que pude para salvar nuestras vidas. Cualquiera habría hecho lo mismo.

—Sin embargo tú fuiste más allá de todo límite humano, te dañaste el cuerpo y la mente por mi culpa. Yo te di esos malditos implantes e hice de ti mi arma. Ahora tú me recompensas con un valor sin límites. Me siento avergonzado.

Cerré los ojos unos segundos. Si eso se prolongaba mucho más, sería tan insoportable como la caminata por el desierto.

—No deseo seguir hablando de eso —dije—. No tenemos tiempo para ser complacientes con nuestros sentimientos. La única esperanza que tenemos de salir vivos de ésta, de regresar a la ciudad y recuperar nuestra posición, es centrarnos claramente en un plan.

Papa se frotó la mejilla, en la que la pelusilla gris se estaba convirtiendo en una frondosa barba. Le observé morderse el labio mientras meditaba. Era evidente que había tomado una decisión, porque a partir de entonces se convirtió en el viejo Friedlander Bey que todos conocíamos en el Budayén.

—Con los Bani Salim no corremos peligro —dijo.

—Bien. No sabía de qué lado estaban.

—Han aceptado la responsabilidad de cuidarnos hasta que lleguemos a Mughshin. Seremos considerados huéspedes de honor y nos tratarán con la mayor cortesía. Debemos evitar abusar de su hospitalidad, porque nos darán su comida aunque eso les suponga pasar hambre. No deseo que eso suceda.

—Yo tampoco, oh caíd.

—Nunca he oído hablar de Mughshin, supongo que se trata de una comunidad de cabañas y tiendas alrededor de un gran pozo, en algún lugar del sur. Nos equivocamos al pensar que el sargento de Najran había ordenado que nos soltaran en el centro de la Región Desolada. El helicóptero viajó más de lo que nos pensábamos, nos arrojaron en la parte noreste de las Arenas —yo fruncí el ceño, y Papa explicó—: Sí, así llaman los beduinos a este enorme desierto: sencillamente las Arenas. Nunca han oído hablar del Rub al—Khali.

—A nosotros nos era indiferente dónde estuviéramos —dije—. Si los Bani Salim no nos hubieran encontrado, hace tiempo que hubiéramos muerto.

—Debimos caminar en dirección opuesta, hacia el este. Estábamos más cerca de Omán que del extremo occidental.

—Tampoco hubiéramos podido llegar a Omán. Pero, ¿vamos a viajar hacia el sur con los Bani Salim?

—Sí, hijo mío. Podemos confiar en ellos. Eso es más importante para nosotros que el tiempo o la distancia.

Levanté las rodillas como experimento, sólo para ver si aún funcionaban. Así era y me alegró mucho, aunque las tenía muy débiles después de dos semanas de descanso forzoso.

—¿Has planeado cuál será nuestro futuro cuando lleguemos a Mughshin?

Miró hacia arriba, por encima de mi cabeza, como si mirase a la lejanía hacia el Budayén y hacia nuestros enemigos.

—No sé dónde está Mughshin y ni siquiera el caíd, Hassanein puede mostrármelo. Los Bani Salim no tienen mapas ni libros. Algunos beduinos me han asegurado que desde Mughshin existe un viaje fácil a través de montañas hasta una ciudad ribereña llamada Sálala. —Papa sonrió fugazmente.— Hablan de Sálala como si fuera el lugar más maravilloso de la tierra, con todo tipo de lujos y placeres.

—Montañas —dije tristemente.

—Sí, pero no grandes montañas. Además, Hassanein nos ha prometido encontrar guías dignos de confianza en Mughshin.

—¿Y luego?

Papa se encogió de hombros.

—Una vez lleguemos a la costa, viajaremos en barco hasta una ciudad que tenga aeropuerto de lanzaderas suborbitales. Debemos tener mucho cuidado cuando regresemos a casa, porque encontraremos espías...

Noora regresó, esta vez con ciertas prendas dobladas.

—Esto es para ti, caíd Marîd —dijo—. ¿Quieres ponerte ropa limpia y dar un paseo conmigo?

No tenía ninguna prisa por poner a trabajar mis doloridos músculos, pero no podía negarme. Papa se levantó y salió de la tienda. Noora le siguió y dejó caer las cortinas delanteras y traseras de la tienda, para que pudiera vestirme en la intimidad.

Me levanté despacio, dispuesto a retirarme a descansar en caso de notar dolores fuertes. Desdoblé la ropa limpia. En primer lugar había un trozo de tela gastada que me coloqué a modo de ropa interior. No estaba muy seguro de cómo se la ponían los hombres Bani Salim y no iba a averiguarlo. Por encima de eso me puse una larga y blanca bata que los beduinos llamaban thobe. Los pobres de la ciudad llevaban algo muy similar; Friedlander Bey solía vestir una, que revelaba sus orígenes. Encima de la thobe me puse una camisa blanca larga totalmente abierta en el pecho, con mangas amplias y largas. Para la cabeza tenía una keffiya limpia de algodón pero había perdido mi akal en alguna parte. Me la coloqué en la cabeza, atándola tal como la llevaban esos beduinos del sur. Luego me puse mi túnica azul, ahora gastada y manchada por el viaje, que los Bayt Tabiti habían admirado tanto. No había sandalias con el resto de las ropas. Imaginé que podía ir descalzo.

Daba gusto volver a levantarse, vestirse y estar preparado para la acción. Cuando salí de la tienda, me sentí orgulloso porque mi atuendo me hacía parecer un rico caíd de un mundo decadente y decrépito del otro lado del Rub al—Khali. Era consciente de que los ojos de todo el campamento estaban fijos en mí.

Friedlander Bey, Noora y su tío Hassanein me estaban esperando. El caíd de los Bani Salim me saludó con una amplia sonrisa.

—Toma —dijo—, aquí tienes tus pertenencias. Las cogí para guardarlas. Temía que algunos de nuestros hombres más jóvenes cayeran en la tentación de tomarlas prestadas.

Me dio mis sandalias, mi daga ceremonial y mi ristra de moddies y daddies. Me alegré mucho de recuperarlas.

—Por favor, oh caíd —dije a Hassanein—, me honraría que aceptaras este regalo. Sólo es una muestra de todo lo que os debo.

Le ofrecí la daga espléndidamente encastada.

La tomó en sus manos y la contempló. Permaneció en silencio unos minutos.

—¡Por la vida de mis ojos —dijo por fin—, esto no es para mí! Esto es para un noble príncipe o un rey.

—Amigo mío —dijo Papa—, tú eres tan noble como cualquier príncipe de sangre real. Acéptalo. Esta daga tiene una larga historia, es digna de ti.

Hassanein no balbuceó unas efusivas gracias. Se limitó a asentir y se ató el cinturón trenzado alrededor de la cintura. Llevaba la daga a la manera beduina, directamente delante, sobre el estómago. No dijo nada más, pero era evidente que el regalo le había agradado sobremanera.

Paseamos despacio entre las tiendas de negro pelo de cabra. Podía ver las caras de los hombres volviéndose para mirarnos. Hasta las mujeres nos miraban al pasar, mientras se ocupaban de sus quehaceres domésticos. No muy lejos, los niños apacentaban los camellos y las cabras hacia los matorrales bajos y miserables. No era el mejor alimento para los animales, pero en ese lugar desolado no tenía más remedio que serlo. Enseguida comprendí lo que Hassanein quería decir con eso de movernos. Allí había poco sustento para los animales.

El campamento consistía en una docena de tiendas. El terreno que rodeaba Bir Balagh se parecía al que Papa y yo habíamos atravesado. No había árboles que dieran sombra, ni palmeras, ni un verdadero oasis. Lo único que hablaba en favor de esa franja baja y plana que se extendía en una depresión entre dos cadenas de dunas era un solitario y ancho agujero en el suelo: el pozo. Cuando un viajero se acercaba a uno de estos pozos, a veces se pasaba horas excavando, porque las arenas movedizas no tardaban en cubrirlo.

Me di cuenta de lo desvalidos que Papa y yo habríamos estado, incluso de haber llegado a ese agujero enfangado. El agua solía estar a tres metros de la superficie, o más, y no había ni cubos ni cuerdas. Cada tribu de beduinos errantes acarreaba su propia cuerda para extraer el agua vivificadora. Aunque Alá nos hubiera concedido la buena suerte de encontrar uno de estos caudales salinos, podíamos haber muerto de sed a sólo tres metros en vertical del agua.

Eso me hizo estremecer y murmuré una oración de gracias. Luego los cuatro reanudamos el paseo. En una de las tiendas más próximas, unos cuantos hombres descansaban y bebían café en unas tacitas poco más grandes que dedales. En el campamento ésa era la principal ocupación de los hombres beduinos. Uno de ellos me vio y dijo algo, arrojando su taza de café al suelo. Se armó un alboroto entre sus amigos, se puso en pie de un salto y se apresuró hacia mí, gritando y gesticulando como un loco.

—¿Qué significa esto? —pregunté a Hassanein.

El caíd interceptó al enojado hombre.

—Son nuestros huéspedes —dijo Hassanein—. Cállate o nos deshonrarás a todos.

—¡Él es quien nos ha traído el deshonor! —gritó el beduino furioso, señalándome con un dedo largo y huesudo—. ¡Lo está haciendo ante nuestras narices! ¡Intenta echarla a perder! ¡La seduce con sus impías maneras de ciudad! ¡No es un verdadero musulmán, maldita sea la religión infiel de su padre! ¡No le preocupa ella en absoluto, la deshonrará y la abandonará para volver a su harén de mujeres corruptas!

Hassanein no logró contener al joven, que seguía gritando y apretando el puño ante mí. Intenté ignorarlo, pero pronto toda la tribu se había reunido a nuestro alrededor. El asunto se estaba saliendo rápidamente de su cauce.

Noora empalideció. La miré, parecía ausente. Temí que rompiera a llorar.

—No me lo digas —le dije—, éste es bin Musaid, tu admirador secreto, ¿no es cierto?

Me miró a la cara con impotencia.

—Sí —dijo en voz baja—. Está resuelto a matarte.

Pensé en que hubiera sido mejor declinar la invitación del caíd Mahali y en vez de ello salir a emborracharme.

6

Observé como los Bani Salim recogían el campamento. No tardaron mucho. Cada persona de la tribu tenía su tarea asignada y la realizaba con rapidez y eficacia. Incluso el resentido Ibrahim bin Musaid, al que habían contenido y convencido de que no me asesinase mientras me encontrara allí, estaba atareado juntando los camellos de carga.

Era un hombre de tez oscura, taciturno, de unos veinte años, y una cara alargada y estrecha. Al igual que algunos de los Bani Salim más jóvenes, no llevaba keffiya y un cabello rebelde y fibroso le cubría la cabeza. Tenía la mandíbula superior algo prominente, lo que le daba una desafortunada expresión estúpida, y sus ojos negros contemplaban el mundo bajo unas pobladas cejas.

La situación entre él y Noora era más complicada de lo que pensaba. No se trataba simplemente de un amor no correspondido, lo cual en la cerrada comunidad de una tribu beduina habría sido bastante malo. Hassanein me contó que bin Mussaid era el hijo de uno de los dos hermanos del jefe y Noora era hija del otro. Entre los Bani Salim, una muchacha está comprometida desde su nacimiento con su primo mayor y no se puede casar con nadie más, a no ser que él la libere del compromiso. Bin Musaid no tenía la menor intención de hacerlo, a pesar de que Noora había dejado claro que deseaba casarse con otro joven llamado Suleimán bin Sharif.

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