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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (25 page)

BOOK: El beso del exilio
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—Entonces llámame mañana hacia el mediodía —dije—. Tienes mi número de la mansión de Papa, ¿no?

—Aja —dijo Jacques, nervioso.

—Oh —dijo Mahmoud—, ¿ahora tú también te has vendido?

—Mira quién habla —dijo Jacques—. El señor lacayo del caíd Reda encuentra motivos para criticar.

—Yo no soy el lacayo de nadie —dijo Mahmoud medio levantándose de su asiento.

—Oh, no, claro que no —dijo Saied.

Ignoré su riña de chiquillos.

—Tengo el hardware, Jacques —dije—. He estado jugando con él y definitivamente parece un buen negocio para todos, así como para los propietarios de los clubs que se suscriban. No tendrás que preocuparte por nada ilegal, tenemos un montón de permisos de la ciudad y todo es trigo limpio.

—Entonces, ¿por qué está interesado Friedlander Bey? —dijo Mahmoud—. No creo que le interese nada que no sea como mínimo un poquito corrupto.

Medio Hajj se recostó en su silla y contempló a Mahmoud durante unos segundos.

—Ya sabes, amigo mío —dijo por fin—, algún día alguien te partirá la boca. Desearás no haber cambiado de sexo y unirte a los tipos grandes.

Mahmoud se rió con desdén.

—Cuando creas que eres lo bastante hombre, Saied —dijo.

El altercado fue interrumpido por la llegada de Yasmin.

—¿Cómo estáis todos? —preguntó.

—Muy bien —dijo el Medio Hajj—. Estamos aquí sentados al sol comiendo baklava y escuchando como nos despedazamos unos a otros. ¿Quieres un poco?

A Yasmin le tentó el pastel de miel, pero seguía un régimen más estricto de lo que yo creía.

—No —dijo, sonriendo—, no puedo hacerlo. Mis caderas están muy bien así.

—Yo lo corroboro —dijo Jacques.

—Eres un chico malo —dijo Yasmin.

—Escucha, Yasmin.

—¿Qué demonios quieres, hombre casado? —dijo amargamente.

—Sólo me preguntaba cuándo ibas a olvidar esos celos.

—¿Qué celos? —preguntó burlona—. ¿Crees que me paro a pensar en esas nimiedades de ti e Indihar? Tengo cosas más importantes en mente.

Sacudí la cabeza.

—Por lo que a mí respecta el Islam me permite casarme con hasta cuatro mujeres, si puedo mantenerlas a todas por igual. Eso significa que aún puedo buscar pareja, aunque esté casado con Indihar. Sólo estoy casado de nombre.

—¡Ja! —gritó Saied—. ¡Lo sabía! Nunca has consumado ese matrimonio, ¿no es cierto?

Le miré unos segundos.

—Yasmin —dije—, dame un respiro, ¿vale? Déjame invitarte a cenar algún día. Creo que necesitamos hablar.

Frunció el ceño, lo cual no era en absoluto alentador.

—Hablaremos —dijo—. Hablaremos esta noche en el club, si Indihar te permite salir.

Luego cogió un pedazo de baklava, se dio media vuelta y se largó Calle abajo.

Poco después me levanté y deseé a mis amigos un buen día. Después hice que Kmuzu me acompañara a casa de Papa. Aún tenía papeles que arreglar.

La tercera comida del día fue chez caíd Reda. Cuando regresé a casa después de la pausa para comer, intenté terminar cierto trabajo. Fue difícil. Sabía que Friedlander Bey contaba con mi contribución al proyecto del banco de datos y al floreciente negocio de estabilizar o desestabilizar las naciones musulmanas que acudían a nosotros en busca de ayuda.

Sin embargo, ese día en particular, no pude evitar cierta preocupación por los planes de Abu Adil. ¿Por qué nos había invitado a cenar? ¿Para terminar lo que había empezado cuando nos secuestró hace varias semanas?

Por ese motivo llevé una pequeña pistola de agujas en mi cinturón, le di la vuelta para que me quedase en la riñonera. Escogí la pistola de agujas porque estaba hecha completamente de plástico y los rayos X no la descubrirían. Estaba cargada con dardos reductores, no envenenados. La mitad de un cargador de esos mamones levantarían suficiente carne para ser memorable, si el blanco vivía para contarlo.

Había llevado mi mejor vestido a la recepción nupcial que me ofreció el caíd Mahali, y por tanto había quedado destruido con el rigor de los viajes por el desierto. También le había dado mi daga ceremonial al caíd Hassanein. Esta noche llevaría la mejor prenda que me quedaba, una larga gallebeya blanca decorada con flores bordadas a mano con un hilo de seda color crema. Era una gallebeya preciosa y estaba muy orgulloso de ella. Había sido un regalo de una familia del Budayén a la que había ayudado un poco.

Llevaba sandalias y una keffiya a cuadros blanca y negra. También una daga enfundada al estilo beduino, en el centro de la cintura, contra el vientre. Cuando me la colocaba en el cinturón, decidí preguntarle a Friedlander Bey si podíamos llevar a bin Turki con nosotros a la cena. Ya habíamos planeado llevar a Tariq y a Youssef. No queríamos entrar a la fortaleza del caíd Reda sin un pequeño ejército particular.

Papa estuvo de acuerdo en que bin Turki podía sernos útil, de modo que los cuatro le acompañamos a la mansión del caíd Reda, en el distrito occidental de la ciudad, Hâmidiyya. Abu Adil estaba agazapado como una rana en el centro de una de las peores zonas de la ciudad. Su finca sólo rivalizaba con la de Papa y la del caíd Mahali, pero el caíd Reda estaba rodeado por los edificios quemados, abandonados y derruidos de Hâmidiyya. Siempre me recordaba a Satán sentado en el centro de su reino infernal.

Atravesamos la puerta que se abría en el alto muro de ladrillos marrones que rodeaba la mansión y nos detuvimos para que el guardia nos identificara. Luego aparcamos el coche y los cinco fuimos hasta la puerta principal. Esta vez no permitiríamos que nos separasen.

No tuvimos problemas con el hombre que respondió al timbre. Nos condujo hasta un pequeño comedor donde habían puesto mesa para diez. Nuestro grupo tomó asiento en un extremo de la mesa y esperamos a que entrara Abu Adil.

Y eso es lo que hizo. Un corpulento guardaespaldas entró primero, seguido por el caíd Reda en una silla de ruedas empujada por su pequeño Kenneth. Detrás de ellos seguían dos matones. Sin duda el caíd había observado nuestra llegada desde algún sitio y elaboró una lista de invitados de entre sus empleados que nos igualara en número. Cinco contra cinco.

—Me alegra que hayáis decidido honrar mi casa —dijo Abu Adil—. Debemos reunimos más a menudo. Quizás entonces haya menos tensión entre nosotros.

—Te agradecemos la invitación, oh caíd —dije con suspicacia.

Kenneth me miraba evaluándome. Luego me ofreció una tranquila sonrisa y sacudió la cabeza. Sólo le inspiraba repugnancia, y no sabía por qué. Quizás si le rompía todos los dedos, le borraría esa mueca. Era una fantasía inocente, creo.

Los criados trajeron platos de cuscús, kebabs, cordero asado y verduras bañados en maravillosas y suculentas salsas.

—¡En el nombre de Alá, el clemente, el misericordioso, que os sea grato! —dijo el caíd Reda.

—¡Que tu mesa sea eterna, oh padre de generosidad! —dijo Friedlander Bey.

Papa y yo comimos frugalmente, esperando cualquier signo de traición por parte de Abu Adil o de sus musculosos hombres. Bin Turki comió como si nunca antes hubiera visto comida. Estoy seguro de que nunca había asistido a un banquete tan suculento.

Le susurré.

—El caíd Reda seguramente está tratando de seducirte para apartamos de nuestra casa.

En realidad no lo pensaba, era sólo un chiste.

Bin Turki se quedó pálido.

—¿No pensarás que mi lealtad está en venta, no?

Le empezaron a temblar las manos de emoción.

—Sólo estaba bromeando, amigo mío —dije.

—Ah —respondió—, bueno. A veces me resulta incomprensible tu humor de la ciudad. De hecho, ni siquiera sé lo que está sucediendo aquí esta noche.

—No eres el único —le dije.

Los esbirros de Abu Adil no dijeron nada, como era costumbre. Kenneth tampoco dijo nada, aunque rara vez me quitaba ojo. Comimos en silencio, como si esperáramos que de repente nos tendieran alguna horrible trampa. Por fin, cuando la comida empezaba a agotarse, el caíd Reda se levantó y dijo:

—Una vez más es un gran placer ofrecer un pequeño regalo a Marîd Audran. Demos gracias a Alá porque él y Friedlander Bey han regresados sanos y salvos de su odisea.

Repetimos en coro:

—¡Alabado sea Alá!

Abu Adil se inclinó y sacó una caja de cartón gris.

—Esto —dijo abriéndola—, es el uniforme propio del rango de teniente del Jaish. Mandas a tres pelotones de leales patriotas y últimamente están intranquilos, se preguntan por qué no asistes a nuestras reuniones ni ejercicios. Creo que es por un motivo: no tenías el uniforme apropiado. Bueno, ahora ya no tienes excusa. ¡Que el caíd Marîd lo disfrute!

Me quedé sin habla. Era aún más absurdo que la representación original. No sabía qué decir, así que farfullé unas palabras de agradecimiento y acepté la caja con el uniforme. Ya le habían añadido una insignia de teniente.

Poco después, cuando a ninguno de nosotros le cabía nada más, el caíd Reda se excusó y salió del comedor seguido por Kenneth y sus tres esbirros.

Bin Turki se inclinó hacia mí y me susurró:

—¿Qué le pasa? ¿Por qué va en silla de ruedas? Seguro que es lo bastante rico como para pagarse cualquier tipo de ayuda médica. Incluso en el Rub al—Khali hemos oído historias maravillosas sobre los milagros que realizan los médicos de la civilización.

Separé las manos.

—En realidad no es un inválido —expliqué en voz baja—. Su afición es coleccionar módulos de personalidad grabados de verdaderos sufrientes de todo tipo de enfermedades fatales. Es una perversión llamada Infierno Sintético. Disfruta, si se le puede llamar así, de los peores dolores e incapacidades, y cuando ya tiene suficiente se desconecta el moddy. Supongo que ha desarrollado una tolerancia poco frecuente para el dolor.

—Es penoso —suspiró bin Turki, frunciendo el ceño.

—Así es el caíd Reda Abu Adil —dije.

En dos o tres minutos, regresábamos al coche.

—¡Que os parece! —exclamó Tariq—. Para una vez que somos precavidos y vamos a su casa armados hasta los dientes, se limita a servirnos una comida magnífica y a soltarle un uniforme al caíd Marîd.

—¿Qué crees que puede significar? —preguntó Youssef.

—Creo que ya lo descubriremos —dijo Papa.

Sabía que estaba en lo cierto. La comida debía ocultar algo insidioso, pero no imaginaba qué.

¿Significaba eso que ahora estamos obligados a invitarlo? Si eso seguía así, más tarde o más temprano las dos casas terminarían yendo al cine, mirando combates de boxeo en el holo y bebiendo cerveza juntas. No podía soportarlo.

12

Esperé a Yasmin para hablar, pero esa noche no acudió a trabajar. Me fui a casa a las dos de la mañana y dejé que Chiri cerrara. Al día siguiente no me esperaba ningún desayuno de trabajo con Papa, así que le dije a Kmuzu que deseaba irme a dormir un poco más tarde. Me dio su consentimiento.

Cuando me desperté por la mañana, me di un largo baño caliente y volví a leer una de mis novelas de misterio favoritas escritas por Lufty Gad. Gad era el mejor escritor palestino del siglo pasado y, de vez en cuando, me preguntaba si yo no imitaba inconscientemente a su gran detective al—Qaddani. A veces caía en ese modo irónico de hablar de al—Qaddani. Ninguno de mis amigos se había percatado, aunque no creo que el grupo lea demasiado.

Cuando salí de la bañera me vestí y me salté el equilibrado desayuno que Kmuzu me había preparado. Me miró sombríamente, pero al cabo de unos meses había aprendido que no me apetecía comer. No comería. Aunque Papa lo pidiera.

Kmuzu me entregó un sobre en silencio. Contenía una carta de Friedlander Bey dirigida al teniente Hajjar, requiriendo que yo volviera a ingresar en el cuerpo de policía de la ciudad durante la investigación de la muerte de Khalid Maxwell. La leí y asentí. Papa tenía una curiosa habilidad para anticiparse con ese tipo de cosas. También sabía que podía «requerir» algo a la policía, porque lo complacerían.

Me guardé la carta en el bolsillo y me relajé en un cómodo sillón de cuero negro. Decidí que era el momento de consultar al Sabio Consejero. El Consejero era un módulo de personalidad que calibraba mi presente estado emocional, y me producía una fantasía superrealista que expresaba mis problemas y me brindaba una solución simbólica, a veces indescifrable.

—Bismillah —murmuré, y cogí el moddy para enchufármelo.

Audran se transformó en el gran poeta persa Hafiz. Llevaba una vida rodeada de lujos y sus poemas contenían imágenes que los musulmanes más estrictos desaprobaban. En el curso de los años, Audran se había ganado un gran número de enemigos. Por eso, cuando murió, los musulmanes estrictos dijeron que debía negarse a su cuerpo las bendiciones de la tradicional oración funeraria. Condenaron a Audran con sus propias palabras.

—¿Acaso no escribió el poeta sobre prácticas impías como son beber brebajes alcohólicos y caer en la promiscuidad sexual? —preguntaron—. Escuchad su poesía:

¡Acércate, acércate, copero! Pasa de uno a otro y ofrécenos una copa llena, pues el amor parece libre y tranquilo al principio, pero luego causa demasiados problemas.

Eso avivó una larga discusión entre los enemigos de Audran y sus admiradores. Finalmente, determinaron que se decidiría en función de lo que dijese uno de sus poemas elegido al azar. Para ese fin, escribieron una amplia selección de versos de Audran en hojas de papel y las metieron en una urna. Pidieron a un niño inocente que sacara un verso de la urna. Éste es el pareado que sacó el niño:

Al funeral de Audran alegres asistimos, pues por pecador que haya sido, en el cielo se abrirá camino.

El veredicto fue aceptado por ambos bandos y así Audran tuvo un funeral con las celebraciones pertinentes. Cuando la historia acabó, Audran se desconectó el moddy.

Me encogí de hombros. Esas fantasías en las que aparecía muerto y flotaba sobre mi propio funeral siempre me producían escalofríos. Ahora debía pensar en su significado, en qué relación guardaba conmigo. Hacía quince años que no escribía un poema. Archivé la visión como algo a discutir muy pronto con Kmuzu.

Era el momento de hacer averiguaciones sobre Khalid Maxwell y su muerte violenta. Decidí que el primer paso era ir a la comisaría y echar un vistazo a las actividades del Budayén a cargo del teniente Hajjar. No odiaba a Hajjar, simplemente me ponía la carne de gallina. No era de la clase de personas que se divierten arrancando las alas de las moscas, era de los que se van a la habitación de al lado y observan, desde un agujerito secreto, cómo lo hace otro.

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