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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (30 page)

BOOK: El beso del exilio
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Esperé a que él hablara primero. Me acomodé en el sillón, volviendo la cabeza de un lado a otro, viendo sólo estanterías de libros que desaparecían de la vista hacia el techo. Un peculiar olor, compuesto de papel viejo y amarillento, humo de puro y soluciones de limpieza con olor a pino, llenaba la habitación.

Me observó sentado algún tiempo. Luego se inclinó hacia adelante, ofreciendo la parte inferior de su rostro a la luz de la lámpara.

—Monsieur Audran —dijo en una voz vieja y agrietada.

—Sí, oh sapientísimo.

—Niegas las pruebas que se han reunido, pruebas que demuestran claramente que tú y Friedlander Bey asesinasteis al oficial Khalid Maxwell —dijo dando golpecitos a una carpeta azul.

—Sí, lo niego, oh sapientísimo. Nunca me he reunido con el patrullero muerto. Ni tampoco Friedlander Bey tiene ninguna relación con este caso.

El imán suspiró y se alejó de la luz.

—Hay pruebas contundentes contra vosotros, debes saberlo. Tenemos un testigo ocular.

Eso era nuevo.

—¿Sí? ¿Quién es ese testigo y cómo sabe que es de fiar?

—Porque, monsieur Audran, el testigo es un teniente de la policía. El teniente Hajjar, para ser exactos.

—¡Hijo de asno! —grité. Luego me contuve—. Os pido disculpas, oh sapientísimo.

Hizo un gesto con la mano en señal de disculpa.

—Es tu palabra contra la de un alto oficial de policía. Debo emitir mis juicios según la ley islámica, según el procedimiento civil adecuado y empleando mis limitadas facultades para descubrir la verdad entre las mentiras. Debo advertirte de que a menos que puedas aportar pruebas decisivas de tu inocencia el caso no volverá a ser juzgado.

—Así lo entiendo, imán Abd ar—Razzaq. Tenemos vías de la investigación aún por explorar. Confiamos en presentar suficientes pruebas como para haceros cambiar de idea.

El viejo tosió roncamente unas cuantas veces.

—Por tu bien espero que así lo hagáis. Pero estad convencidos de que mi principal interés será que se haga justicia.

—Sí, oh sapientísimo.

—Para ese fin, deseo saber cuáles son vuestros planes inmediatos, en lo referente a la investigación de este triste suceso.

Eso era. Al imán le alteraban demasiado mis intenciones, muy bien podía prohibirlas y entonces habría descubierto la proverbial duna sin sombra.

—Oh sapientísimo —empecé despacio—, hemos averiguado que no se realizó la adecuada autopsia al cadáver de Khalid Maxwell.

Pido vuestro permiso para exhumar el cadáver y que el forense de la ciudad realice un concienzudo examen.

No podía ver la expresión del hombre, pero podía oír su pesada respiración.

—Ya sabes que Alá ordena que el entierro siga de inmediato a la muerte.

Asentí.

—Y que la exhumación se permite sólo en las situaciones más extremas y urgentes.

Me encogí de hombros.

—Me permito recordaros que mi vida y la vida de Friedlander Bey dependen del resultado de esa autopsia. Estoy seguro de que el caíd Mahali accederá, aunque tú no lo hagas.

El imán golpeó la mesa del despacho con su arrugada mano.

—¡Modera tus palabras, muchacho! ¿Me amenazas con pasar por encima de mi autoridad en este asunto? Bueno, no será necesario. Te doy permiso para la exhumación. Pero a cambio, deberéis presentar las pruebas en dos semanas, no en el mes que previamente os habían concedido. Los ciudadanos no pueden tolerar más dilación en el cumplimiento de la justicia.

Se inclinó sobre su escritorio y buscó una hoja de papel en blanco. Le observé escribir un corto párrafo y firmarlo.

Abd ar—Razzaq nos ponía casi imposible la tarea de limpiar nuestros nombres. ¡Dos semanas! Eso no me gustaba nada. Podíamos tardar doce. Apenas me levanté, incliné ligeramente la cabeza Y dije:

—Entonces, si me disculpa, oh sapientísimo, iré directamente a la oficina del forense del Budayén. No quiero haceros perder más tiempo.

No podía verlo y no me dijo nada más. Simplemente me dio la hoja de papel. La leí, era la orden oficial para que la autopsia de Khalid Maxwell se realizara dentro de las próximas dos semanas.

Me quedé unos segundos de pie en la tenebrosa oficina, sintiéndome cada vez más incómodo. Por fin me dije a mí mismo: «Que le jodan», y me di media vuelta. Me apresuré a atravesar la gran mezquita, recuperé los zapatos y volví al coche con Kmuzu.

—¿Quieres ir a casa ahora, yaa Sidi? —me preguntó.

—No, tengo que ir al Budayén.

Asintió y puso el coche en marcha. Me recosté en el asiento y pensé en lo que había averiguado. Hajjar pretendía ser un testigo ocular. Bueno, sospechaba que podía destruir su testimonio. De todos modos, no me sentía demasiado mal. Incluso me felicité a mí mismo por haber salido airoso de la entrevista con Abd ar—Razzaq.

Luego tuve dos llamadas telefónicas que enfangaron mi nuevo y feliz humor.

La primera era sobre dinero. Sonó el teléfono y lo descolgué.

—Hola.

—¿El señor Marîd Audran? Soy Kirk Adwan, del Banco de las Dunas.

Ése era el banco donde tenía mis ingresos.

—¿Sí? —dije intrigado.

—Tenemos un talón emitido a Farouk Hussein por un importe de dos mil cuatrocientos kiams. Está endosado por usted, así como por el señor Hussein, en lo que parece ser su caligrafía.

Aja. El cheque que el pobre Fuad había entregado a Jacques. Jacques había esperado a que el talón se aclarase, luego había sacado los dos mil cuatrocientos kiams y se los había entregado a Fuad.

—¿Sí?

—Señor Audran, el señor Hussein ha informado de que ese cheque le ha sido robado. No podemos proceder; a no ser que usted pueda cubrir los dos mil cuatrocientos kiams a las cinco en punto de mañana, nos veremos obligados a llamar a la policía. Puede visitar cualquiera de nuestras oficinas para solucionarlo.

—Ah, un minuto...

Demasiado tarde. Adwan había colgado.

Cerré los ojos y maldije en silencio. ¿Qué era eso, una especie de estafa? Fuad era demasiado estúpido para llevar a cabo algo tan complicado. ¿Estaría Jacques implicado? No me importaba. Iba a llegar al fondo del asunto y el responsable lo lamentaría. Sería mejor que se acostumbrase a respirar fina arena dorada.

Estaba furioso. La situación me hizo murmurar entre dientes. Pasó una hora. Kmuzu y yo fuimos a comer algo al Café Solace cuando el teléfono volvió a sonar.

—¿Qué? —dije impaciente.

Era el teniente Hajjar, el experto testigo ocular en persona.

—«Que» tú, Audran...

—Necesito discutir algo contigo, Hajjar —le interrumpí bruscamente.

—Espera turno, noraf. Dime, ¿esta mañana no has tenido una cita con el imán Sadiq Abd ar—Razzaq?

Entorné los ojos.

—¿Cómo lo sabes?

Hajjar soltó un bufido.

—Yo sé mucho. De cualquier modo, me preguntaba si podías aclararme cómo es que menos de una hora después de tu visita, cuando su secretario fue a verlo, el santo hombre estaba muerto, tumbado en el suelo con media docena de dardos de pistola envenenados en su pecho.

Miré a Kmuzu.

—¿Hola? —dijo Hajjar dulcemente—. ¿Señor Sospechoso? ¿Te importaría dejarte caer por la oficina cuanto antes?

Volví a colgar el teléfono en mi cinturón. Ahora que sólo tenía dos semanas en lugar de un mes para establecer nuestra inocencia, tenía más problemas que antes. Busqué la caja de píldoras en mi americana —después de todo, era otro de esos momentos en los que las drogas ilícitas estaban absolutamente indicadas—, pero la había dejado en mi gallebeya.

Me pregunté a mí mismo: «¿Qué habría hecho el caíd Hassanein en semejante situación?». La única respuesta era: «Pirarse a las impracticables soledades del Rub al—Khali».

Tal vez no fuera mala idea...

14

Esa misma tarde me ocupé de los principales problemas, lo cual era una prueba importante de lo mucho que había madurado. En los viejos tiempos me habría metido en mi dormitorio envuelto en una densa bruma de soneína y hubiera evitado pensar en los problemas durante uno o dos días, hasta que las cosas se pusieran críticas. Desde entonces había aprendido que era mucho más fácil resolver los líos mientras aún están en la etapa de alerta amarilla.

Antes que nada debía decidir qué crisis era más acuciante. ¿Era más importante salvar mi vida o mi cuenta de crédito? Bueno, siempre había estado en buenas relaciones con el banco, sobre todo desde que me había convertido en el segundo de Papa y el beneficiario de frecuentes y gruesos sobres plagados de dinero. Supongo que el Banco de las Dunas podía esperar una hora o dos, pero quizás el teniente Hajjar no tuviera tanta paciencia.

Llovía aún mientras Kmuzu me conducía a la comisaría en la calle Walid al—Akbar. Como de costumbre tuve que abrirme paso entre una multitud de chicos de caras sucias, que se apretaban contra mí y pedían clamorosamente su baksheesh. Me preguntaba por qué los muchachos se apelotonaban aquí en la comisaría en lugar de hacerlo por ejemplo en el Hotel Palazzo di Marco Aurelio, donde estaban los turistas ricos. Quizás pensaran que la gente que entraba y salía de la comisaría tenían otras cosas en la cabeza y quizás fueran más generosos. No lo sé, lancé unos cuantos kiams y todos se precipitaron hacia el dinero. Mientras subía la escalera, oí como un chico silbaba la canción familiar de los niños.

Subí hasta la oficina acristalada de Hajjar en medio de la división de detectives. Estaba al teléfono, de modo que entré y me senté en una incómoda silla de madera al otro lado de su escritorio. Cogí un montón de correspondencia de Hajjar y empecé a husmear, hasta que él volvió a cogerla con una mueca de enfado. Luego ladró unas palabras al teléfono y colgó.

—Audran —dijo en una voz alta y parsimoniosa.

—Teniente —dije—. ¿Qué ha ocurrido?

Se levantó y paseó un poco.

—Sé que te van a cortar la cabeza antes de lo que tú te crees.

Me encogí de hombros.

—¿Lo dices porque Abd ar—Razzaq acortó en dos semanas el tiempo de que disponemos para limpiar nuestros nombres?

Hajjar dejó de pasear, se volvió hacia mí y su rostro modeló una malvada sonrisa.

—No, estúpido cabrón —dijo—, toda la ciudad va a ir tras de ti y a colgarte por los talones por el asesinato del santo hombre. Con antorchas encendidas te sacarán de la cama y te partirán en pedacitos los órganos internos. A ti y a Friedlander Bey, a ambos. Y está a punto de ocurrir.

Cerré los ojos y suspiré débilmente.

—Yo no he matado al imán, Hajjar.

Se sentó detrás de su escritorio.

—Mirémoslo científicamente. Tú tenías una cita con el imán a las dos en punto. El secretario dice que entraste a verlo al cabo de un cuarto de hora. Estuviste en la oficina de Abd ar—Razzaq poco más de quince minutos. No hubo más citas hasta las tres y media. Cuando el secretario entró a ver al imán a las tres treinta, el doctor Sadiq Abd ar—Razzaq estaba muerto.

—En toda una hora cualquiera pudo haber matado a ese hijo de puta —dije con serenidad.

Hajjar sacudió la cabeza.

—Es un caso cerrado —dijo—. No vivirás lo bastante para descubrir nada de Khalid Maxwell.

Empezaba a estar molesto. No asustado ni preocupado..., sencillamente molesto.

—¿Le preguntaste al secretario si abandonó su despacho durante esa hora? ¿Le preguntaste si vio a alguien más en ese tiempo?

Hajjar sacudió la cabeza.

—No es necesario —dijo—, caso cerrado.

Me levanté.

—Quieres decir que ahora tengo que demostrar que soy inocente de dos asesinatos.

—Y a toda leche. No difundiremos la noticia de la muerte del imán hasta mañana por la mañana, porque el emir quiere que estemos preparados para reprimir las algaradas y las manifestaciones. Se producirán terribles algaradas y manifestaciones, sabes. Y mi predicción es que tú las presenciarás desde primera fila, desde el interior de una jaula de hierro. Si Friedlander Bey desea limpiar su nombre en lo de Maxwell tendrá que hacerlo sin ti. Estarás fiambre en unos días, a no ser que abandones la ciudad. Y créeme, te costará mucho hacerlo porque te vigilamos a cada minuto.

—Lo sé. El tipo gordo y negro.

Hajjar parecía humillado.

—Bueno, no es uno de mis mejores hombres.

Me dirigí a la puerta. Estas visitas a Hajjar nunca resultaban gratificantes.

—Ya nos veremos —dije por encima del hombro.

—No me gustaría estar en tu pellejo. He esperado mucho tiempo esto, Audran. ¿Adónde vas ahora?

Me di la vuelta para mirarlo.

—Oh, pensaba dejarme caer por la oficina del forense del Budayén. Tengo permiso del imán para la exhumación del cadáver de Khalid Maxwell.

Se puso rojo y encendido como un globo.

—¿Qué? —gritó—. ¡No harás tal cosa! ¡No en mi jurisdicción! ¡No lo permitiré!

Sonreí.

—La vida es dura, teniente —dije mostrándole el visto bueno oficial que me había dado Abd ar—Razzaq. No confiaba en Hajjar lo bastante para dejárselo tocar—. Esto es todo lo que necesito. Si todo se pone peor aún, puedo hacer que el caíd Mahali te reprima.

—¿Maxwell? ¿Exhumado? ¿Para qué demonios? —gritó Hajjar.

—Dicen que la víctima lleva impresa una imagen del rostro de su asesino en la retina, incluso después de muerto. ¿No lo habías oído antes? Quizás descubra quién asesinó al patrullero. Inshallah.

Hajjar dio un puñetazo en la mesa.

—¡Eso es mera superstición!

Me encogí de hombros.

—No sé. Vale la pena probar. Nos vemos.

Me largué de la oficina del teniente y lo dejé echando humo por las orejas de rabia.

Subí al coche y Kmuzu se giró para mirarme.

—¿Estás bien, yaa Sidi? —me preguntó.

—Más problemas —gruñí—. Hay una oficina del Banco de las Dunas al doblar una esquina del Boulevard, a unas diez manzanas. Necesito ver a alguien allí.

—Sí, yaa Sidi.

Mientras nos abríamos paso a través del tráfico congestionado, me pregunté si de verdad podría Hajjar cargarme con la muerte del imán. Después de todo, había tenido ocasión, así como una especie de móvil. ¿Era bastante para constituir un caso legal? ¿Sólo por el hecho de que probablemente había sido la última persona, excepto el asesino, en ver con vida al doctor Sadiq Abd ar—Razzaq.

Mi siguiente pensamiento fue grave. Hajjar no necesitaba construir un sólido caso legal. A partir de mañana habrían doscientos mil afligidos musulmanes lamentando el brutal asesinato de su líder religioso. Todo lo que tenía que hacer era susurrar a bastantes oídos que yo era el responsable, y yo pagaría por el crimen sin ni siquiera presentarme ante un juez islámico. Y ni siquiera me darían la oportunidad de hablar en mi defensa.

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