Read El beso del exilio Online

Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (33 page)

BOOK: El beso del exilio
11.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Mientras hablaba había elegido un gran bisturí.

—Bismillah —murmuró y realizó una incisión en forma de «y» desde la articulación de los hombros hasta el esternón y luego hacia abajo hasta la ingle.

Aparté la vista cuando los ayudantes levantaron la capa de piel y músculos y la separaron del esqueleto. Luego oí como abrían la caja torácica con algún instrumento grande. Después de levantar la caja torácica, la cavidad pectoral parecía una ilustración de un libro de biología elemental. No era tan terrible. Sin embargo tenían razón: la hediondez era casi insoportable. Y no tenía pinta de mejorar.

El doctor Besharati utilizó la manguera para lavar un poco más el cadáver. Me miró.

—El informe de la policía también dice que fue su dedo el que apretó el gatillo de esa pistola estática.

Sacudí enérgicamente la cabeza.

—Ni siquiera...

Levantó una mano.

—No tengo nada que ver con la coacción legal ni con el castigo —dijo—. Su culpabilidad o su inocencia no se ha demostrado en un tribunal de justicia. No me he formado ninguna opinión al respecto. Pero me parece que si fuera culpable no estaría tan ansioso por el resultado de esta autopsia.

Lo pensé un momento.

—¿Es probable que encontremos alguna información útil?

—Bueno, como le dije, no tanta como la que habríamos obtenido si no se hubiera pasado todo ese tiempo en una caja bajo tierra. Su sangre está putrefacta, pegajosa y negra y casi inservible para lo que interesa a la medicina forense. Pero en cierto sentido ha tenido suerte de que fuera pobre. Su familia no lo ha embalsamado. Quizás pueda decirnos una o dos cosas sobre lo sucedido.

Volvió a centrar su atención en la mesa. Un ayudante empezaba a sacar los órganos internos, uno a uno, fuera de la cavidad corporal. Los ojos mustios de Khalid Maxwell me miraban; su pelo estaba cerdoso y parecía de paja, sin lustre ni elasticidad. Su piel se había secado en el ataúd. Creo que tendría unos treinta y pocos años cuando fue asesinado; ahora tenía la cara de un viejo de ochenta años. Experimenté la extraña sensación de estar flotando, como si todo eso fuera un sueño.

El otro ayudante bostezó y me miró.

—¿Le apetece oír algo de música? —dijo.

Alargó la mano a su espalda y puso en marcha una holocadena barata. Empezó a sonar la misma maldita canción de propaganda Sikh que Kandy bailaba cada vez que subía al escenario.

—No, por favor, gracias —dije.

El ayudante se encogió de hombros y apagó la música.

El otro ayudante separó de un tijeretazo un órgano interno fláccido, lo midió, lo pesó y esperó a que el doctor Besharati cortara un pedacito, que metieron en un frasco y lo sellaron. El resto de la víscera fue descartada en un montón sobre la mesa, junto al cadáver.

El forense prestó mucha atención al corazón.

—Tengo la teoría —dijo en tono conversacional— de que una carga de pistola estática crea cierto dibujo característico de desgarro en el corazón. Algún día, cuando esta teoría esté generalmente aceptada, podremos identificar la pistola estática del crimen, al igual que los laboratorios de balística identifican las balas disparadas por la misma pistola de proyectiles.

En aquel momento cortaba el corazón en pequeñas rebanadas, para examinarlo concienzudamente más tarde.

Enarqué las cejas.

—¿Qué descubriría en ese tejido del corazón?

El doctor Besharati no levantó la vista.

—Un dibujo especial de células explotadas y no explotadas. Estoy seguro de que cada pistola estática deja su propia y peculiar firma.

—¿Pero aún no se acepta como prueba?

—Aún no, pero algún día, espero que pronto. Eso hará mi trabajo..., el de la policía y el de los abogados... mucho más fácil.

El doctor Besharati se estiró y movió los hombros.

—Me duele la espalda —dijo, frunciendo el ceño—. Muy bien, estoy listo para proceder con el cráneo.

Un ayudante practicó una incisión de oreja a oreja a lo largo de la base del cráneo, justo por debajo de la línea del pelo. Luego el otro ayudante tiró grotescamente del cuero cabelludo de Maxwell hacia adelante hasta que cayó sobre la cara del cadáver. El forense seleccionó una pequeña sierra eléctrica; al ponerla en marcha la habitación se llenó de un fuerte zumbido que me dio dentera. Empeoré cuando empezó a cortar en círculo la parte superior del cráneo.

El doctor Besharati apagó la sierra y levantó la tapa de hueso, que inspeccionó de cerca en busca de fracturas u otras señales de juego sucio. Examinó el cerebro, primero en su lugar, luego cuidadosamente depositado sobre la mesa. Cortó el cerebro en pedacitos, como había hecho con el corazón, y puso uno en otro frasco.

Unos momentos más tarde me percaté de que la autopsia había finalizado. Miré mi reloj, habían pasado volando noventa minutos, cautivado por una especie de macabra fascinación. El doctor Besharati cogió sus muestras y salió de la cámara de los horrores por una puerta en forma de arco.

Miré como los ayudantes limpiaban. Cogían una bolsa de plástico y metían en ella todos los órganos diseccionados, incluido el cerebro. Cerraban la bolsa con un cordel, lo metían todo en la cavidad pectoral de Maxwell, colocaban la caja torácica en su lugar y empezaban a coserlo con unas puntadas largas y descuidadas. Colocaron la tapa del cráneo en su lugar, volvieron a poner el cuero cabelludo de Maxwell en su sitio y lo cosieron por la base del cráneo.

Resultaba una manera mecánica y despiadada de que un buen hombre concluyera su existencia. Claro que era mecánica y despiadada; a los tres empleados de la oficina del forense les aguardaban veinte autopsias o más antes de la hora de cenar.

—¿Se encuentra bien? —preguntó uno de los asistentes con una sonrisa turbia en el rostro—. ¿No tiene ganas de vomitar?

—Estoy bien. ¿Qué le sucederá a él? —dije señalando el cuerpo de Maxwell.

—Volverá a la caja, volverá a la tierra antes de las plegarias del mediodía. No se preocupe por él. Ya no siente nada.

—Que las bendiciones de Alá y la paz sean con él —dije, y sentí otro escalofrío.

—Sí —dijo el ayudante—, lo que usted diga.

—¿Señor Audran? —me llamó el doctor Besharati. Di media vuelta y lo vi de pie en el pasillo—. Venga y le mostraré a qué me refería.

Le seguí hasta un taller de altos techos. La iluminación era algo mejor, pero el aire era aún peor, si cabe. Las paredes de la habitación estaban completamente recubiertas de estanterías desde el suelo hasta el techo. Cada estantería contenía un par de miles de tubos de plásticos, que ocupaban hasta el último milímetro de espacio. El doctor Besharati encontró lo que andaba buscando.

—Me gustaría poder deshacerme de ellos —dijo con tristeza.

—¿Qué son?

—Muestras. La ley ordena que las conservemos al menos diez años. Como las muestras del corazón y el cerebro extraídas a Maxwell. Pero, como el formol es un peligro, la ciudad no nos permite quemarlas cuando ha expirado el plazo. Tampoco nos permite enterrarlas ni arrojarlas al desagüe, debido a la contaminación. Casi no tenemos espacio.

Miré en torno a la habitación abarrotada de estanterías.

—¿Qué van a hacer?

Sacudió la cabeza.

—No lo sé. Quizás tengamos que alquilar un almacén refrigerado. Es cosa de la ciudad y la ciudad siempre me dice que no tiene dinero para limpiar mi oficina. Creo que olvidan que nosotros estamos aquí abajo.

—Lo comentaré con el emir la próxima vez que lo vea.

—¿Lo hará? —dijo esperanzado—. En cualquier caso, mire esto.

Me enseñó un viejo microscopio que probablemente era nuevo cuando el doctor Besharati soñó por primera vez en estudiar medicina.

Observé a través del binocular y vi unas células manchadas. Era todo lo que pude ver.

—¿Qué es lo que estoy mirando?

—Un trozo del tejido muscular de Khalid Maxwell. ¿Observa el dibujo del desgarro del que le hablaba?

Bueno, no tenía ni idea del aspecto que deberían tener las células, por lo tanto no podía juzgar cómo se habían alterado por el efecto del disparo de la pistola estática.

—Me temo que no —dije—. Me conformo con su palabra. Pero usted lo ve, ¿no? Si encuentra otra muestra con el mismo modelo, ¿testificaría que se ha empleado la misma pistola?

—Estaría dispuesto a testificar —dijo despacio—, pero como ya le he dicho, no tendría ningún valor en un juicio.

Le volví a mirar.

—Aquí tenemos algo —dije, pensativo—. Habrá algún modo de emplearlo.

—Bueno —dijo el doctor Besharati acompañándome fuera de la Cámara de los Horrores hasta la sala de espera—. Espero que encuentre el modo. Espero que limpie su nombre. Dedicaré especial atención a este trabajo y tendré los resultados a última hora de esta tarde. Si puedo hacer algo más, no dude en llamarme. Estoy aquí de doce a dieciséis horas al día, seis días a la semana.

Me volví para mirarle por encima del hombro.

—Me parece que pasa un horrible montón de tiempo en estas latitudes.

Se encogió de hombros.

—Ahora mismo tengo siete víctimas de asesinato para examinar, además de Khalid Maxwell. A pesar de todos estos años, no puedo evitar preguntarme quiénes eran estas pobres almas, qué tipo de vida llevaban, qué terrible historia les hizo acabar sobre mis mesas. Para mí, señor Audran, todos son personas. Personas. No fiambres. Y merecen lo mejor que pueda hacer por ellas. Para algunos soy la única esperanza de que se haga justicia. Soy su última oportunidad.

—Tal vez aquí justo al final, su vidas adquieran cierto sentido. Quizás si usted ayuda a identificar a los asesinos, la ciudad pueda proteger a otros de ellos.

—Tal vez —dijo. Sacudió tristemente la cabeza—. En ocasiones la justicia es la cosa más importante del mundo.

Agradecí al doctor Besharati su ayuda y salí del edificio. Me daba la impresión de que adoraba su trabajo y al mismo tiempo odiaba las condiciones en las que se veía obligado a trabajar. Mientras salía del Budayén se me ocurrió que algún día podía acabar como Khalid Maxwell, con las tripas desperdigadas sobre una mesa de acero inoxidable, el corazón y el cerebro almacenados en rodajas en tubitos blancos de plástico. Me alegraba de seguir mi camino, aunque éste fuera hacia la comisaría de Hajjar.

No estaba lejos: atravesar la puerta este, seguir por el Boulevard il—Jameel, bajar unas cuantas manzanas hasta la esquina de Walid al—Akbar. Me vi obligado a detenerme inesperadamente. El gran coche negro de Papa estaba aparcado en la curva. Tariq esperaba de pie en la acera, como si estuviera esperándome. No tenía una expresión amable.

—A Friedlander Bey le gustaría hablar contigo, caíd Marîd —dijo.

Abrió la puerta trasera y me metí dentro. Esperaba que Papa estuviera en el coche, pero me encontré solo.

—¿Por qué no ha enviado a Kmuzu a buscarme, Tariq?

Mientras cerraba la puerta y daba la vuelta alrededor del coche, no hubo respuesta. Se puso al volante y empezamos a avanzar entre el tráfico. Pero, en lugar de conducir hacia la casa, Tariq me llevaba a la parte este de la ciudad, a través de barrios desconocidos.

—¿Adonde vamos? —pregunté.

No hubo respuesta.

Me recosté en el asiento, preguntándome que sucedería. Luego tuve una horrible y hostil sospecha. Ya había hecho ese recorrido una vez, hacía mucho tiempo. Mis sospechas aumentaron cuando giramos y nos adentramos en los pobres suburbios orientales. El daddy inhibidor hacía lo que podía para suprimirme el miedo, pero mis manos habían empezado a sudar.

Por fin, Tariq se desvió hacia un camino asfaltado detrás de un motel verde de cemento. Lo reconocí de inmediato. Reconocí el pequeño cartel escrito a mano que decía: MOTEL. NO HAY HABITACIONES. Tariq aparcó el coche y me abrió la puerta.

—Habitación diecinueve —dijo.

—Lo sé. Recuerdo el camino.

Una de las Rocas Parlantes estaba en el pasillo de la habitación 19. Me miró, sin ninguna expresión en el rostro. No podía mover al gigante, de modo que esperé a que decidiera qué iba a hacer conmigo. Por fin gruñó y se apartó, sólo lo suficiente para dejarme pasar.

Una vez dentro, la habitación parecía la misma. No la habían vuelto a decorar desde mi última visita, cuando Friedlander Bey se fijó por primera vez en mí, cuando por primera vez entré a formar parte de los intrincados planes del viejo. El mobiliario estaba gastado y raído: una cama de estilo europeo y un burean, un par de sillas con rajas en la tapicería. Papa se sentó en una mesa de cartas plegable colocada en medio de la habitación. Junto a él estaba la otra Roca.

—Hijo mío —dijo Papa, con expresión sombría y sin amor en los ojos.

—Hamdilah as—salaama, yaa caíd —dije—. Alabado sea Dios por tu bienestar.

Miré de soslayo buscando un medio de escapar de la habitación. Pero no había ninguno.

—Allah yisalimak —respondió rudamente, deseándome las bendiciones de Alá en una voz tan vacía de afecto como una bala perdida.

Como sospechaba, las Rocas Parlantes me flanquearon. Las miré y luego miré a Papa.

—¿Qué he hecho, oh caíd? —susurré.

Sentí las manos de las Rocas sobre mis hombros, retorciéndome, aplastándome. El daddy bloqueador del dolor evitó que gritara.

Papa se levantó desde detrás de la mesa.

—He pedido a Alá que cambiaras tus costumbres, hijo mío. Me has entristecido mucho.

La luz desapareció de sus ojos y eran como trozos de hielo sucio. No parecía en absoluto triste.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Sabía perfectamente a lo que se refería.

Las Rocas me apretujaron más fuerte los hombros. El de mi derecha —Habib o Labib, nunca sabré quién— me separó el brazo del costado. Puso la mano sobre mi hombro y empezó a retorcérmelo.

—Debería sufrir más —dijo Friedlander Bey pensativo—. Quitadle los chips de los implantes.

La otra Piedra hizo lo que le ordenaron y sí, empecé a sufrir más. Creí que me iban a arrancar el brazo. Solté un bramido gutural.

—¿Ahora sabes por qué estás aquí, hijo mío? —dijo Papa, acercándose a mí.

Me puso una mano sobre la mejilla, que ahora estaba húmeda de lágrimas. La Roca siguió retorciéndome el brazo.

—No, oh caíd —dije con voz ronca; apenas me salían las palabras.

—Drogas —dijo Papa con sencillez—. Has sido visto en público demasiadas veces bajo el influjo de las drogas. Ya sabes lo que pienso sobre eso. Has despreciado la sagrada palabra del profeta Mahoma, que las bendiciones de Alá y la paz sean con él. Él prohibió la embriaguez. Yo prohíbo la embriaguez.

BOOK: El beso del exilio
11.39Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Truth by Jeffry W. Johnston
Vampire U by Hannah Crow
The Beautiful Bureaucrat by Helen Phillips
In Desperation by Rick Mofina