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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (46 page)

BOOK: Una virgen de más
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En aquel momento, no era capaz de reconocernos; era evidente que su mente divagaba.

Llegué hasta ella. Seguía empuñando el bastón como si pretendiera mantenerla a raya con él. Conseguí extender un extremo más allá de Laelia en el instante en que Escauro se agachaba y recuperaba el cuchillo ritual de su madre. Yo estaba preparado para cualquier imprevisto. Alargué un brazo hasta Laelia y la aparté de Escauro por la fuerza. Nadie más parecía tener idea del peligro que corría la mujer. Y ella, menos que nadie; aquello era lo que hacía aún más peligroso el trance del que éramos espectadores.

De repente, entre sollozos incontenibles, Laelia me agarró el bastón y me dificultó los movimientos. Mientras la obligaba a soltarse, alguien pasó por detrás de mí en una masa confusa y gris. Terencia Paula pasó ante su sobrina demente en el momento en que Escauro, tan loco como ella, decidía dar muerte a Laelia.

—¡Tú! —exclamó Terencia con absoluta exasperación—. Ya era suficientemente malo pensar que lo había matado tu ridícula hermana… ¡pero tú fuiste su cómplice!

—Ventidio era un animal —respondió Escauro.

Empujé a Laelia y la envié todo lo lejos de mí que pude. Después, me di la vuelta para proteger a Terencia.

No fue necesario. La furiosa ex vestal soltó a su sobrino un directo de derecha y enseguida oí cómo le crujía la mandíbula y cómo llevaba hacia atrás la cabeza. Escauro miró al techo bruscamente. Después, se derrumbó.

LV

Todo el mundo se lanzó sobre las diferentes víctimas.

Yo le murmuré a Terencia, por lo bajo:

—¿Puedo preguntarte dónde has aprendido a lanzar esos derechazos? ¿De alguno de los lictores de las vestales, mientras te preparabas para la vida de matrimonio con Ventidio?

—Es intuición —soltó ella—. Yo puedo encargarme de esto. Tú, Falco, ve a buscar a Gaya.

La mujer se volvió hacia donde estaba Anácrites, todavía quieto con mi perra en brazos.
Nux
, en un acto insólito en ella, seguía mostrando interés por uno de sus trofeos. Sus dientes blancos mordían con fuerza el pequeño estropajo de cerdas de caballo. Sin duda, era la escoba que el artesano había hecho para Gaya.

Anácrites se sintió ridículo; dejó a la perra en el suelo y el animal corrió a sentarse delante de mí, agitando el antihigiénico muñón de la cola contra el mosaico del suelo.

—¿Qué sucede,
Nux
?

Me agaché y cogí el estropajo de entre sus dientes. Como era propio de
Nux
, se mantuvo agarrada al objeto un buen rato, sin querer soltarlo, entre felices gruñidos y saltando tras él cuando lo hube recuperado a tirones. Entonces se puso a ladrar.

—Buena chica…

Cuando la perra comprobó que yo estaba dispuesto a advertir su presencia, empezó a correr delante de mí describiendo amplios círculos. Continué adelante.
Nux
salió a la carrera y desanduvo el camino que habíamos hecho desde el jardín. Cada vez que llegaba a una esquina del pasadizo, se detenía y ladraba. Era un ladrido áspero, insistente y muy agudo con el que pretendía llamar mi atención. Nada que se pareciera a sus insulsos gañidos habituales.

Al salir tras los pasos de mi excitado animal, había dejado atrás a todo el mundo.
Nux
avanzó por el pasadizo y cruzó un umbral tras otro sin dejar de olisquear. De vez en cuando se detenía y miraba atrás para comprobar si aún seguía con ella.

—¡Buena chica! Busca,
Nux
.

La perra salió al patio de la cocina y pasó ante el asiento en el que hacía muy poco había estado hablando con Terencia. Cruzó los surcos recién arados para la plantación, pasó bajo las pérgolas saqueadas, se internó entre las zarzas y se lió entre las enmarañadas enredaderas que cubrían el alto muro de piedra.

Se suponía que el día anterior habíamos buscado por todas partes, especialmente allí. Esclavos con hoces habían desembarazado las enredaderas y yo mismo había batido una zona de matorrales. También le había indicado a alguno de los siervos que se introdujera entre las zarzas a gatas para mirar bien.

No era suficiente, me dije. Había un punto en el que la pared del recinto formaba un ángulo que casi la dejaba fuera de la vista. Últimamente, los matorrales lo resguardaban, pero en otro tiempo había tenido un propósito. Para ser justo, debo reconocer que el día anterior había visto a una persona explorar la zona. Pero nunca resulta seguro confiar en los subordinados. En una emergencia comprometida, uno debe comprobar cuantas veces sean precisas personalmente palmo a palmo el terreno. No importa que los ayudantes se irriten porque da la impresión de que no se confía en ellos. No importa si uno termina exhausto. Nadie merece más confianza que uno mismo; ni siquiera cuando, como en este caso, los colaboradores saben que está en riesgo la vida de una niña.

Nux
ya estaba volviéndose loca. Había llegado a un pequeño claro donde los muros de piedra habían desafiado a los matorrales invasores. Allí era donde
Nux
debía de haber encontrado el estropajo. Decididamente, Gaya había estado jugando allí y, de algún modo, había conseguido encender una fogata. Para ello tal vez había pasado horas enteras frotando los palillos o, más probablemente, había cogido unas brasas del fuego donde ardían los rastrojos y desperdicios de los campos más próximos a la casa. Las cenizas de su falso fuego vestal, frías a estas alturas, por supuesto, formaban un visible círculo. Eran muy diferentes de los grandes montones de césped recortado y rastrillado y, si alguien me las hubiera enseñado el día anterior, habría seguido el rastro de la niña inmediatamente.

Distinguí una jarra de cocina, volcada de costado.

Nux
corrió hasta ella, la olfateó, siguió adelante a toda velocidad y se tumbó con el morro entre las patas, entre frenéticos gañidos.

—Bien hecho,
Nux
; ya voy…

Imaginé lo que había sucedido. Unas manitas habían retirado una cortina de malas hierbas y habían dejado a la vista un viejo tramo de cuatro o cinco peldaños de piedra de escasa altura. Los helechos crecían en las grietas y un limo verde asomaba en los peldaños inferiores. Cualquiera que entendiera algo de fuentes se daría cuenta de que aquello había sido en otro tiempo un manantial, aunque debía de quedar a una distancia poco conveniente de la casa. Incluso una chiquilla de seis añitos, si era despierta y capaz, identificaría lo que había descubierto; luego, como tenía prohibido molestar al personal de las dependencias de la cocina, tal vez había probado a llenar allí su jarra. Los peldaños conducían al murete del brocal de un pozo. Al quedar fuera de uso, debieron de cubrirlo con tablones que, con el paso de los años, habían empezado a descomponerse. Así, cuando Gaya intentó moverlos o caminar sobre ellos, algunos tablones cedieron y cayeron al fondo. Gaya debía de haber caído con ellos.

Me arrodillé en el borde, me asomé demasiado y un brusco desprendimiento de piedras me asustó; el borde estaba desmoronándose peligrosamente y en el fondo no distinguí más que la oscuridad. Llamé a la niña. Silencio. Gaya se había ahogado o se había matado en la caída.
Nux
dio rienda suelta a una nueva serie de ladridos, mezclada con una terrible sarta de aullidos. Agarré a la perra, la retuve y noté su respiración, tan jadeante y acelerada como la mía bajo su cálida caja torácica. Mi corazón estaba a punto de estallar.

—¡Gaya! —volví a gritar, y el pozo me devolvió el eco de mi propia voz.

Y entonces, desde la oscuridad impenetrable, me respondió un débil gemido.

LVI

Todavía estaba pensando en cómo conseguir ayuda cuando una voz pronunció mi nombre en las cercanías del pozo.

—¡Aulo! ¡Por aquí…, deprisa!

Mi nuevo socio quizá fuera un arisco y malcriado hijo de senador, pero sabía seguir de cerca el trabajo más urgente que tenía entre manos. A solas entre la multitud que llenaba el atrium, se había dignado seguirme. Lo oí echar mil maldiciones mientras venía hacia mí entre los matorrales, desgarrándose la túnica que vestía o haciéndose rasguños en la piel con las espinas.

—Despacio —le advertí en voz baja. Luego me volví hacia el pozo y grité—: ¡Gaya! ¡No te muevas! Ya estamos aquí.

Eliano había llegado a mi lado y se hizo cargo de la situación rápidamente. Señaló hacia abajo con el índice en un gesto que venía a preguntar si era allí donde estaba la pequeña; después hizo una mueca en silencio.

—Necesitamos ayuda —dije con un gruñido—. Necesitamos a Petronio Longo. Sólo los vigiles están preparados para algo así. Quiero que vayas a buscarlo. Yo me quedaré con la niña e intentaré calmarla. Cuéntale la situación a Petronio… —Me asomé al hueco para examinarlo—. Dile que el pozo parece profundo, que se oye a la niña como si estuviera muy abajo y que está viva, pero muy débil. Supongo que lleva ahí abajo más de dos días. Habrá que bajar a buscarla y este pozo parece la boca de un lobo.

—¿Será muy difícil? —dijo Eliano en una interpretación escrupulosa de mis palabras.

—Sobre todo necesitamos cuerdas, pero también todo el equipo útil que los vigiles puedan traer consigo.

—Y luces —apuntó él.

—Sí. Pero, sobre todo, necesitamos todo eso enseguida.

—Es cierto —Eliano inició la retirada.

—Eliano, escucha: quiero que vayas personalmente. No dejes que te detengan en la puerta.

—No voy a ir por ahí —respondió—. Ayúdame a subir y saltaré el muro. De este modo alcanzaré enseguida la calle directamente, sin que nadie me vea.

—Buena idea. Estamos muy cerca del cuartel de la IV cohorte. —Empecé a indicarle el camino mientras, con mi ayuda, se encaramaba sobre el elevado muro que cerraba la finca. No era ningún peso ligero; la próxima vez que escogiera un socio, me decidiría por uno delgado con más hambre que un maestro de escuela.

—¡Por Júpiter, Falco! A lo que parece, este trabajo tuyo consiste por completo en entrar y salir de sitios escalando muros… —Tras algunos gruñidos y quejas, Eliano saltó. Le oí caer pesadamente al otro lado y, al instante, capté sus pisadas cuando se alejaba. Desde luego, estaba en forma. Debía de hacer ejercicio en alguna parte, en algún gimnasio para ricos con una cuota de inscripción muy elevada y con un instructor físico que pareciera un dios griego embadurnado de aceite.

Debería haber sabido que otra persona no se perdería en una crisis como aquella. El siguiente en aparecer fue Anácrites. Le enseñé el plano, le aconsejé que no provocara el pánico y le pedí que volviera adentro y trajera unas antorchas.

—Y unas cuerdas, claro.

—Si puedes encontrarlas. Pero no esperes gran cosa porque el flamen dialis tiene prohibida la visión de cualquier objeto que indique unión. Pero pide a los albañiles que saquen todos los tablones de que dispongan que puedan utilizarse para soportes.

Anácrites fue a ocuparse del asunto. A veces se comportaba con sensatez. En un par de horas, quizá me encontrase una lámpara de aceite y un pedazo de cuerda.

Me senté junto al pozo y
Nux
aguardó a mi lado, impaciente; empecé a hablar con voz tranquilizadora a la invisible Gaya.

—No respondas, encanto. Sólo voy a hablarte para que sepas que estoy aquí. Ya han ido a buscar lo necesario para sacarte.

Empecé a preguntarme cómo lo haríamos. Cuantas más vueltas le daba a la situación, más difícil me parecía.

Oí la voz de Petronio Longo al otro lado del muro instantes antes de que Anácrites volviera. Parecía haber transcurrido un siglo. Pronto los vigiles izaron unas escaleras. Anácrites les dirigió unos gritos y acudió a mi lado. Estábamos en el último peldaño, unos tres palmos por encima del nivel del suelo. El jefe de espías había traído un par de antorchas, que prendió enseguida, y un cabo corto de cuerda sucia que los albañiles habían utilizado para algún propósito sin interés. Sin reparar en nada, até una de las antorchas al extremo de la cuerda e intenté bajarla por el pozo. Para ello tuve que ponerme de pie e inclinarme hacia delante sobre el hueco. Anácrites se quedó tendido a mi lado, con la mirada en el légamo de los escalones.

—El muro interior se encuentra en mal estado. Continuad —animó a los vigiles. La luz parpadeante sólo dejó a la vista una pequeña zona del pozo. Cuando la cuerda quedó totalmente desenrollada, seguía sin verse a Gaya—. No hay buenas noticias —me murmuró Anácrites en voz baja. Volvió a incorporarse hasta quedar sentado allí, donde permaneció sin moverse con la túnica manchada de barro, dispuesto para otro intento. Mi madre le echaría una buena bronca cuando volviera a casa. De todos modos, Anácrites podía decir que había estado fuera con el pícaro de su hijo.

Petronio apareció detrás de mí, casi en silencio. No saludó a nadie, ni bromeó. Anduvo hasta el otro extremo y nos miró con aire de suficiencia. Luego emitió un silbido muy bajo, casi para sí mismo. Por último, se levantó, permaneció quieto y valoró la situación. Algunos de sus hombres formaron tras él. También apareció Eliano, que me pasó más cuerda, la cual até a su vez a la que llevaba sujeta la antorcha. Luego continué bajándola despacio, ante la mirada de los demás.

—Quieto ahí —ordenó Anácrites, tumbado en el suelo otra vez, boca abajo.

Me detuve. Anácrites se acercó más al pozo y se asomó hasta donde le resultó posible. Petronio murmuró una advertencia. Eliano se agachó, dispuesto para agarrar por el cinto a Anácrites si éste resbalaba. Anácrites se movió, tendido sobre el brocal. Estúpidamente, tal vez, alargó la mano y se sostuvo contra la pared del pozo.

—Veo algo. —Solté un par de dedos de cuerda—. Alto. Vas a darle…

—Pásala por este lado —indicó Petronio. Tiré de la cuerda ligeramente y me incliné para darle el extremo libre, mientras agarraba la parte tensa con la otra mano. Cuando Petronio la tuvo bien asida, solté poco a poco y con suavidad.

—¡Eh, espera! ¡Se balancea de mala manera! A la derecha. Suelta un poco más. Sí, ahí está la niña. No se mueve. El entablado se ha encajado ahí abajo y la pequeña está colgada de él.

—Muy bien, Gaya, ¡ya te vemos!

—¡Maldita sea! Demasiado tarde. La antorcha se ha apagado.

Anácrites abandonó su posición, suspendido en el hueco, y lo ayudamos a retirarse. Se puso de pie, muy pálido, nos miró y sacudió la cabeza.

—Es un milagro que quedara colgada ahí… y que haya conseguido mantenerse donde está. Un movimiento en falso y todo eso hubiera caído aún más abajo. No se alcanza a ver el fondo del pozo…

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