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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Aventuras, Histórico

Una virgen de más (42 page)

BOOK: Una virgen de más
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—¡Un hombre encadenado! ¡Quitadle los grilletes como manda el ritual!

Creo que, a veces, los delincuentes son liberados formalmente de sus cadenas mandando llamar a un herrero para que rompa los eslabones. Debe de haber una forma de liberación que resulte satisfactoria. Pero Anácrites siempre había sido un tacaño (aunque no era culpa suya; su trabajo conllevaba siempre la escasez de recursos). Al principio, había asegurado los grilletes con un candado y, siguiendo órdenes del flamen, los abrió con la llave adecuada para guardarlos hasta la siguiente ocasión.

Retiraron las cadenas de la estancia y todos esperamos en silencio hasta que oímos el tintineo metálico al ser arrojadas desde lo alto del tejado de la flaminia. Después se oyeron nuevos ruidos metálicos cuando los eslabones fueron recogidos sigilosamente. Anácrites guiñó un ojo a los pretorianos, que le dedicaron un saludo marcial al unísono y se retiraron con un retumbar de botas sobre los tablones del suelo. La flaminia torció el gesto, hincó la rodilla y aplicó cera de abeja con sus propias manos. Tal vez era un ritual. O tal vez era sólo el gesto de un ama de casa que cuida con respeto las maderas nobles y antiguas.

—Estás libre —confirmó el flamen dialis.

Gracias —dije a todos.

Mientras me frotaba las extremidades doloridas, el nuevo flamen habló con voz grave desde la silla curul.

—Marco Didio Falco, he decidido que recibas una explicación de ciertos asuntos.

Indicó a los criados que abandonaran la estancia, donde permanecieron él y su esposa, junto con Numentino y yo, claro. También se quedó Camilo Eliano, a un gesto del flamen. Eliano se acercó y se detuvo a mi lado. Parecía satisfecho de sí mismo y no se lo eché en cara.

Por involuntario respeto al otro hombre que me había ayudado a salvar la vida, murmuré:

—Me gustaría que Anácrites también escuchara esto.

Anácrites fue autorizado a quedarse. Se mantuvo en segundo plano, con aire humilde. Bien, todo lo humilde que uno puede mostrarse cuando es un espía de la peor ralea.

El flamen dialis se dirigió a Eliano y a mí.

—Los dos habéis intentado descubrir la identidad del hermano arval asesinado en el bosque sagrado de la diosa Día.

No rechistamos.

—Se llamaba Ventidio Silano.

Menos experimentado que yo, Eliano estuvo a punto de replicar que ya lo sabíamos. Lo sujeté del brazo discretamente.

Fue Laelio Numentino, con la vista perdida, quien nos explicó lo que yo ya había deducido por mi cuenta:

—Ventidio Silano estaba casado con Terencia Paula, la hermana de mi difunta esposa.

Me pareció oportuno no hacer comentario alguno; habría sido difícil hacerlo con suficiente tacto, de buen principio. Exhalé un suspiro, despacio; después conseguí pasar por alto los aspectos escandalosos del asunto y dije con tono respetuoso:

—Te presentamos nuestras condolencias, señor. —Respiré de nuevo—. Eso nos da en qué pensar. Sin embargo, con todo respeto, tampoco cambia la urgente necesidad de encontrar a tu pequeña nieta. Espero que sigas aceptando nuestra ayuda para buscarla… —Numentino inclinó rígidamente su cabeza canosa—. Luego, me apresuraré a ir a casa para ver a mi esposa. Cuando me haya quitado el hedor de la prisión, volveré a tu casa y continuaré donde lo dejé ayer.

Nadie comentó lo que era obvio según lo que nos había llevado a creer. El maestro de la hermandad de los arvales, Terencia Paula, la viuda del difunto Ventidio, era una loca asesina.

¿Significaba eso que la loca también había matado a la pequeña Gaya?

LI

En el exterior de la flaminia, los tres nos detuvimos a recuperar el aliento. Le tendí la mano a Anácrites y nos sujetamos del brazo como hermanos de sangre del ejército.

—Gracias. Me has salvado la vida.

—Ahora estamos en paz, Falco.

—Te estaré siempre agradecido, Anácrites.

Lo miré. Él me devolvió la mirada. Jamás estaríamos en paz.

Estreché también la mano de Eliano y a continuación, dado que prácticamente podíamos considerarnos cuñados, le di un abrazo. Me miró con sorpresa, aunque no tanta como la que me llevé yo al descubrirme haciéndolo.

—¿Ha sido idea tuya, Aulo? ¿Has organizado tú todo esto?

—Si una maniobra sale mal una vez, se puede repetir otra vez con entusiasmo e inspiración hasta que se consiga.

—¡Eso me suena a las fantasiosas bobadas que sueltan los informantes!

Eliano se echó a reír.

—Anácrites ha sugerido que me estaba saliendo tan bien la cosa que debería seguir trabajando contigo. Dice que, cuando me hayas enseñado unas cuantas cosas, habrá un puesto para mí en los servicios de seguridad a su lado.

Habría podido comentarme aquello más tarde, en la intimidad, que es lo que yo habría hecho de haber estado en su lugar. Anácrites y yo nos miramos con ira. Los dos nos dábamos cuenta de que Eliano planteaba lo de su puesto de trabajo en presencia de ambos deliberadamente. El joven no era el pelele por el que lo habíamos tomado.

Anácrites intentó tomarse el asunto a la ligera.

—Te dejo que lo tengas tú primero, Falco.

—Pero piensas aprovechar la experiencia que yo le proporcione, ¿no? Yo lo instruyo y tú lo explotas…

—Ahora estás en deuda conmigo…

—¡No te debo nada, Anácrites! —exclamé, y me volví hacia Eliano—. Y en cuanto a ti, bribón, no finjas que quieres dejar aparte tus orlas púrpura para dedicarte a vagar y a divertirte por los barrios bajos. —Eliano no creía realmente que tuviera algo que enseñarle; si venía conmigo, su único deseo era enseñarme a hacer mi trabajo superándome sin esfuerzo—. Se supone que formo sociedad con tu hermano… cuando se digne aparecer.

Eliano sonrió.

—Él me birló a mi chica, yo le robaré su puesto.

—Bien, es justo —comenté, citando sus palabras en otro contexto.

Al cabo de un momento, todos nos reíamos.

Nos calmamos.

—Esos comentarios dispersos respecto a Ventidio… —empecé a decir. En aquel momento, los tres caminábamos despacio hacia el rincón del Palatino en el que se alza el Circo, desde donde descendía un camino serpenteante.

—Supongo que, a estas alturas, ya os habrán contado toda la historia —murmuró Anácrites. A veces, el tipo no era tan estúpido.

—Lo dudo. Lo suficiente como para quitárnoslo de encima. Pero lo que hemos oído nos aclara muchas cosas. La ex vestal se casó con un hombre que resultó ser un mujeriego tan descarado y vicioso que incluso se insinuó a una de sus propias parientes, Cecilia Paeta, la mujer de su sobrino; la propia Cecilia me lo contó. Ahora, el resto encaja: Terencia, probablemente, se enteró de lo sucedido. Puede que se lo contara Cecilia, o la otra, Laelia, la hija del ex flamen. Entonces, Terencia se vuelve loca y mata a Ventidio en el bosque sagrado, le raja la garganta y lo deja desangrar como si fuera el animal destinado al sacrificio religioso.

Eliano tomó la narración en aquel punto:

—A los hermanos arvales esto debió de parecerles un doble espanto. El cadáver era una imagen terrible, de eso estoy seguro, pero esa noche también debía de parecer como si toda ceremonia de la antigua religión quedara manchada por el escándalo: los propios arvales, las vestales, incluso el colegio de los flámines…

—Exacto —asentí—. El muerto era un arval y el hecho tuvo lugar en el bosque sagrado. Y la asesina era una vestal. Ventidio había sido, además, amante de la anterior flaminia. Esto parecía ser de conocimiento público en Roma. Desde luego, la mayoría de las mujeres estaba al corriente. Y para colmo y como remate, toda esa gente está emparentada con la niña que ha sido escogida como próxima vestal.

—¿Por eso se acordó tan fácilmente encubrir lo sucedido? —apuntó Anácrites—. ¿Por influencia? Nos detuvimos a la altura de la así llamada, aunque sólo supuesta, Cabaña de Rómulo, cuidadosamente conservada (es decir, reconstruida por entero).

—Eso parece —dije—. Decididamente, Numentino acosaba a los arvales respecto a algún asunto; la noche siguiente estaba en la casa del maestro y los demás no parecían muy contentos de saberlo. Y todavía estaban menos contentos respecto a nosotros. Todo habría salido de perlas, probablemente, si Eliano y yo no hubiéramos empezado a meter la nariz. El cadáver fue hecho desaparecer y se celebró un funeral en la mayor intimidad. Terencia tiene que ser atendida y protegida; sin duda, al final, ha de serlo en su propia casa, aunque supongo que, en un primer momento, la habrán llevado a la de Laelio Numentino, tal vez en consideración a su difunta esposa. Terencia ha estado alojada allí en una habitación de invitados, aunque cuando estuve allí para investigar ya había recogido sus bártulos y se había marchado a toda prisa a la casa de las vestales, desapareciendo de la escena. Las vestales, sin duda, debían de haberla acogido como una más.

—¿Explicaría su presencia por qué Numentino no quería que los vigiles entraran a buscar a la niña desaparecida? —preguntó Anácrites.

—¿Te has enterado de eso?

—Mantengo mis contactos… —respondió, ufano.

—Los vigiles podían olerse el escándalo, y eso explica esa tontería que me contó Laelio Escauro respecto a que su tía quería un tutor legal. Como ex vestal, no necesitaba tenerlo, pero en aquel momento eran fundamentales los acuerdos. Probablemente la habían declarado furiosa, es decir, loca de atar. Alguien debe hacerse responsable de sus asuntos.

—¿Puede escogerlo ella? —preguntó Eliano.

—Si tiene momentos de lucidez, ¿por qué no?

—¿Pero sigue siendo peligrosa?

—Debe de serlo, a juzgar por el modo en que mató a Ventidio. No era el simple acto de una esposa colérica, que agarra el cuchillo más a mano y lo apuñala. No se puede decir que fuera un acto impremeditado que no repetirá nunca más. La mujer planificó el acto, llevó lo necesario al bosque, se vistió una indumentaria religiosa, asesinó a ese hombre y, a continuación, llevó a cabo una extraordinaria secuencia de acciones con su sangre…

Eliano se estremeció.

—¿Recuerdas lo que te conté —dijo— del paño que cubría el rostro del muerto? Ahora que conozco los rituales que se llevaron a cabo, creo que debía de ser uno de esos velos que llevan las sacerdotisas cuando asisten a un sacrificio.

—Y las vestales —apunté.

—En realidad —señaló Anácrites, siempre atento a los detalles—, las vestales nunca se encargan de degollar animales personalmente.

—Pues parece que ésta aprendió a hacerlo tan pronto como tuvo marido.

—Es una advertencia para todos nosotros.

—¡Oh! —murmuré fríamente, pensando en Maya—. Así pues, ¿andas pensando en casarte, Anácrites?

Se limitó a reírse como les gusta hacerlo a los espías, y adoptó una expresión turbadora.

Anácrites nos dejó cuando llegamos al Aventino. Por lo menos, iba a congraciarse con mi madre dándole a entender que el rescate de su hijo había sido idea suya de cabo a rabo. Ya tendría ocasión de rectificar lo que él le contara, aunque mi madre difícilmente me prestaría atención pudiendo decantarse por creer a Anácrites.

Además, el jefe de espías tenía otro plan:

—Mientras tú vuelves a casa de Laelio, yo me acercaré a la casa de las vestales para ver si se puede sacar algo en limpio sobre Térencia Paula.

—Las vírgenes no te dejarán entrar.

—Sí que me dejarán —replicó él, pavoneándose—. ¡Soy el jefe de los espías!

Llevé conmigo a Eliano pero, cuando llegamos a la plaza de la Fuente, le pedí que hiciera cola en el tenderete que Casio, el panadero, abría de madrugada para comprar unos panecillos para el desayuno. Prefería subir a casa primero y ver a Helena sin compañía. Eliano lo comprendió.

Helena debía de haberse quedado despierta toda la noche. Estaba sentada en su silla de mimbre, junto a la cuna de la niña, y sostenía a Julia en el regazo como si acabara de amamantarla. Las dos estaban profundamente dormidas.

Con mucha suavidad, tomé al bebé de brazos de Helena. Julia se despertó, sin saber si reír o llorar, y luego me saludó con un sonoro grito de «¡Perro!».

—¡Por el Olimpo, su primera palabra! ¡Cree que soy
Nux
!

Sobresaltada por la exclamación de la niña, Helena despertó a su vez.

—Conoce a la perra pero su padre es un extraño para ella. De todos modos, estoy decepcionada. Había puesto tanto empeño en enseñarle a decir «filosofía aristotélica»… ¿Dónde has estado, Marco?

—Es una larga historia. Empieza en la casa de las vestales y termina en la celda de los reos de muerte de la cárcel Mamertina.

—¡Ah!, nada de qué preocuparse, entonces…

Coloqué a Julia en la cuna. Helena ya estaba de pie y se abrazaba a mí más tranquila. Yo me así a ella como si fuera un náufrago a punto de ahogarse y ella, el único tablón flotante en todo el océano.

—¡Pensaba que no volvería a verte!

—Yo también, querida.

Al cabo de un buen rato, Helena se apartó entre sollozos. Durante un momento, pensé que estaba llorando, pero aquél era un típico riesgo del trabajo de detective.

—Lo siento. Debo de apestar a cárcel.

—Sí —respondió ella con un tono de voz especial—. Y a algo más. Sé que te gusta probar las lociones para la piel que te parecen prometedoras, cariño, pero ¿desde cuándo te aplicas aceite de lirio detrás de las orejas?

Aún debía de estar bastante cansado.

—Me temo que es lo que se pone la virgen Constanza cuando no está de servicio.

—Vaya.

—Embriagador, pero persistente. Sobrevive incluso a una noche de cárcel en la celda más asquerosa. No te preocupes; yo no ando persiguiendo mujeres.

—No necesitas hacerlo. ¡Supongo que ellas te persiguen a ti! Y te atrapan, yo diría…

Fue una verdadera suerte que el querido hermano de Helena llegara en aquel momento, pues me libró de aquel apuro. Parecía saber qué se requería.

Como ayudante, Camilo Eliano estaba progresando de forma soberbia.

Comimos, bebimos agua fresca y al final me limpié. Me despedí de Helena con un beso y ella volvió la cara, aunque no la apartó de mí.
Nux
, que no tenía dudas acerca de mi fidelidad, subió ladrando y me trajo, expectante, la cuerda que a veces utilizaba a modo de correa. Acepté su súplica para demostrarle a Helena que sabía responder al buen trato.

Cuando descendíamos las escaleras camino de la calle, vi acercarse a Maya. Iba vestida de blanco, muy recatada, con los rizos bien atados con cintas. Llevaba de la mano a Cloelia, ataviada también como una ofrenda religiosa.

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