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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (4 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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En años futuros, Cathy se preguntaría a menudo cómo habría sido la vida de Amy si no hubieran ido al muelle en aquel momento determinado. Si hubieran perdido el tren —casi ocurrió— y hubieran llegado mucho más tarde. O si no se hubieran detenido a tomar algo en Lord Street y hubieran llegado antes. Si hubieran evitado conocer a los hermanos Patterson, su amiga no habría tenido que pasar los mejores años de su vida en la cárcel.

Ni Cathy ni Amy habían visto a los jóvenes que estaban apoyados en la barandilla del muelle, mirando a lo lejos hacia el mar. Iban muy bien vestidos con pantalones de franela, chaquetas cruzadas y sombreros de paja. Una de las chaquetas era verde oscuro, la otra azul marino, y ambas estaban adornadas con botones dorados. Sus pantalones estaban muy bien planchados y los zapatos brillantes.

Eran jóvenes guapos y saludables, hermanos, con abundante pelo castaño y ojos del mismo color. El de la chaqueta verde era el más alto y delgado. También tenía el pelo más largo y los ojos más francos. Aparentaba más seguridad que su hermano y sus movimientos eran más rápidos, más firmes. También era el más joven.

—Tengo sed —comentó, dándose la vuelta—. Me pregunto si habrá algún bar por aquí. —Miró hacia el muelle. De pronto le dio un codazo a su hermano y añadió—: ¡Mira eso!

El otro vio a las dos chicas que se reían como locas en un banco. Gruñó:

—Oh, por Dios, Barney, no nos vamos a poner a ligar ahora con un par de chicas. Preferiría que pasáramos el día solos. Sabes que nunca se me ocurre nada que decir. Me siento incómodo si tomamos algo y más incómodo aún si vamos al cine. Puede que hasta tengamos que llevarlas a casa. —Habían ido en el coche de Barney, y él sabía que acabaría atrapado en el asiento trasero con una chica a la que apenas conocería y que con toda seguridad no le gustaría.

—No seas aguafiestas, Harry. Esas chicas son especiales. Por lo menos la rubia. Puedes quedarte con la morena. No tiene muy mala pinta. Vamos, ojalá hoy sea nuestro día de suerte.

—Tu suerte, Barney, no la mía —murmuró Harry, siguiendo a su hermano hasta el banco. Esperaba que las chicas les dijeran que se largasen. No eran fulanas y parecían bastante respetables.

Barney se quitó el sombrero y se inclinó educadamente.

—Mi hermano y yo nos preguntábamos si a las señoritas les apetecería un helado —dijo, dirigiéndose a la rubia.

—No, gracias. —La morena se apartó. La rubia no contestó. Se quedó mirando a Barney con una expresión admirada en sus ojos azules.

Para sorpresa de Harry, su hermano se sentó en el banco junto a ella.

—Hola —dijo con voz quebrada. Tenía una mirada en el rostro que Harry no le había visto nunca, una especie de sonrisa atontada, como si todos sus sentidos lo hubieran abandonado en unos segundos.

—Hola —la rubia habló apenas con un susurro—, me llamo Amy Curran.

—Y yo soy Barney Patterson. Encantado de conocerte, Amy.

Y, como suele decirse, eso fue todo. Fue amor a primera vista.

Durante el resto del día, Harry y la otra chica se limitaron a seguir a Amy y a Barney. En determinado momento, desaparecieron en el puesto de una echadora de cartas sin decir una palabra.

—Creo que se han olvidado de que existimos —dijo Cathy secamente mientras ella y Harry esperaban a que salieran.

—Supongo que sí. —Harry se metió las manos en los bolsillos y revolvió las monedas que tenía dentro mientras intentaba pensar en algo que decir.

—Me iría a casa, pero no me parece bien dejar a Amy. Después de todo, apenas conoce a tu hermano. —Frunció el ceño preocupada—. No sé qué le ha pasado. Nunca se comporta así. Nunca ha tenido un novio antes... ninguna de las dos lo ha tenido.

—Barney también se está comportando de una manera muy rara —ciertamente rara—. ¡Oh!, ha salido antes con chicas, pero nunca se había puesto tan tonto. —Se relajó un poco. Cathy y él parecían estar en el mismo barco—. ¿Qué te parece si tomamos un refresco? Allí hay un café con mesas fuera, así que podremos ver a los tortolitos cuando salgan.

—Preferiría un té, si no te importa. A decir verdad, tengo un poco de frío. —Arrugó la nariz—. ¡Tortolitos! Suena rarísimo.

Harry entró en el café y pagó el té. En un impulso, pidió también dos bollos con mantequilla. La camarera le dijo que se lo llevaría todo enseguida.

Cathy sonrió cuando él volvió a la mesa. Harry decidió que le gustaba bastante. No era nada tonta ni caprichosa. Le hubiera gustado que no tuviera ese acento de Liverpool tan feo, pero eso era todo.

—¿Eres de Southport? —preguntó ella.

—No, de Liverpool. De Calderstones, para ser exactos.

—Oh, de la zona pija. Amy y yo somos de Bootle. ¿Tienes más hermanos?

—No, sólo Barney. ¿Y tú?

—¿Yo? —rio ella—. Tengo cinco hermanos y cuatro hermanas. Soy la penúltima. Dugald es el mayor; tiene treinta y cinco años.

—Dugald es un nombre poco corriente.

—Es irlandés antiguo. Significa «extranjero moreno».

Cada vez se sentían más cómodos conversando. Él le preguntó cómo se ganaba la vida y ella le contestó que trabajaba en el departamento de contabilidad de Woolworth. Ella quiso saber lo mismo de él.

—Trabajo en la fábrica de mi padre en Skelmersdale —dijo Harry—. Soy ayudante de dirección. Producimos instrumental y equipo médico.

Al oír esto, ella pareció sumamente impresionada.

—¿También Barney trabaja en eso?

Él le explicó que Barney había acabado la universidad el año anterior. Había hecho Lenguas clásicas.

—Ha estado trabajando a temporadas en la fábrica —le confió—, pero piensa alistarse en el Ejército si... bueno, si estalla la guerra. —Él empezaba a pensar que la guerra era inevitable.

La camarera llegó con su pedido. Cathy dio profusamente las gracias a Harry cuando vio los bollos. Al parecer, estaba muerta de hambre.

—Fuimos a comulgar esta mañana, lo que significa que tuvimos que ayunar, así que todo lo que hemos comido es una tableta de chocolate entre las dos en el tren. Estábamos reservándonos para tomar pescado con patatas fritas más tarde, pero dudo que Amy quiera tomar nada ahora. Tiene otras cosas en la cabeza.

—¿Sois católicas? —Pequeñas partículas de hielo se persiguieron unas a otras por la columna vertebral de Harry. Si las cosas resultaban ir en serio entre Barney y aquella chica, si la llevaba a casa a conocer a sus padres...

—Sí. —Cathy lo miró, divertida—. ¿Tienes algún inconveniente?

—No —balbució Harry—. Por supuesto que no. —Pero su madre sí lo tendría. Elizabeth Patterson era una protestante irlandesa que odiaba a los católicos con toda su alma.

—Algunas personas lo tienen.

Él tragó saliva, nervioso.

—Bueno, no soy uno de ellos.

—No me pareció que lo fueras. —Atacó el bollo con tanta alegría que él le sugirió que se comiera el otro. Se le había quitado el apetito.

Barney y Amy salieron de la echadora de cartas. Iban de la mano. Harry se sobresaltó. No sabía que se pudiera estar tan radiante y ser tan feliz como lo eran Amy y su hermano. Como si una misteriosa luz interior se hubiera encendido, relucían literalmente. No eran sólo los ojos, sino también la piel y el pelo. Aquello hizo sentir a Harry —trató de encontrar la palabra adecuada— incompleto, una pálida imitación de su hermano. Él nunca brillaría así. No poseía una luz interior. Con veintidós años, Barney era dos años más joven que él, pero ese día Harry se sentía como si tuviera la mitad de años que su hermano.

Cathy comentó lo evidente:

—Harry y yo estamos tomando té con bollos. —Eso le hizo sentir mejor a Harry, como si Cathy y él hubieran formado un pequeño equipo, y su hermano y su amiga no fueran los únicos que importaban.

—Tengo hambre —dijo Amy.

De modo que Barney fue a pedir más té y bollos. Amy se sentó rodeándose las rodillas con los brazos y se miró soñadora los pies hasta que Barney reapareció y, a partir de ese momento, sólo tuvieron ojos el uno para el otro. Incluso en el cine —fueron a ver
El rey del hampa,
con Humphrey Bogart— se sentaron pasándose los brazos por los hombros, sin mirar ni una vez a la pantalla.

Ya estaba oscuro cuando volvieron a Bootle. A Cathy no le sorprendió que los Patterson tuvieran un coche. No podía imaginarlos usando el tren o el tranvía como la gente corriente. Resultó que tenían uno cada uno, pero habían ido a Southport en el de Barney.

—¿De qué marca es? —preguntó cuando entró en la parte de atrás con Harry—. Es que si digo que he ido en coche, nuestro Kev querrá saber la marca. —Kevin estaba loco por los coches.

—Es un Morris Eight Tourer con cabezal deslizante. Yo tengo un Austin Seven y papá un Bentley. Pero me temo que nos tendremos que deshacer de ellos si hay guerra —contestó Harry preocupado—. Dicen que la gasolina se racionará.

En la parte delantera, Amy y Barney no dijeron una sola palabra hasta que llegaron a Bootle y Amy le explicó cómo encontrar Agate Street.

—¿Estás bien? —inquinó Cathy cuando ella y Amy salieron frente a la casa de los Curran y el coche de Barney se alejaba. Era una pregunta estúpida, pero Amy había estado rarísima durante toda la tarde.

—Estoy estupendamente, guapa —respondió Amy. Se apoyó contra el alféizar de la ventana y repitió—, estupendamente —y añadió, con voz preocupada—: ¿Y tú?

—Lo pasé muy bien con Harry. —Por su propio interés, Cathy sentía que era importante subrayar que no sólo Amy se había divertido, aunque su diversión había sido totalmente diferente. Le había gustado Harry de verdad, aunque no había nada romántico en ello. Cuando salió del coche, él le estrechó la mano y dijo:

—Estoy seguro de que nos volveremos a ver algún día —y ella asintió.

—¿Puedo entrar? —preguntó a Amy, que no mostraba deseo alguno de hacerlo. Era como si hubiera olvidado dónde estaba la puerta o no tuviera ni idea de qué hacer a continuación ahora que Barney se había ido. Cathy solía tomarse una taza de cacao en casa de los Curran después de que hubieran salido juntas. Su piso era muy ruidoso, con gente peleándose o discutiendo en cada habitación, y mamá tirando cosas. Nadie se tomaba una taza de algo antes de acostarse, porque nunca quedaba leche. Después de que cerraran los
pubs,
su padre llegaba a casa borracho como una cuba.

—Creo que me iré derecha a la cama —dijo Amy, frotándose los ojos como si estuviera cansada.

—De acuerdo. Vendré mañana hacia mediodía.

—¿Para qué?

—Es lunes de Pascua; vamos a ir al día de los deportes del English Electric con tu hermano Charlie y Marion. —Habría puestos, juegos y concursos. Cathy estaba deseándolo.

—Oh, no voy a ir. —Amy negó con la cabeza como si la idea fuera un disparate y ella nunca hubiera tenido intención de ir—, Barney me va a llevar a New Brighton. Pero tú puedes ir al English Electric con Charlie y Marion —agregó rápidamente, como si acabara de darse cuenta de que estaba dejando tirada a Cathy.

—Mejor no. A Marion no le gusto.

—Yo tampoco le gusto. No creo que le guste nadie, ni siquiera nuestra madre, aunque mamá cree que sólo es tímida.

—Me siento incómoda sola con ella y Charlie. —¿Qué se suponía que iba a hacer cuando llegaran? ¿Andar detrás de Marion y Charlie como había hecho con Amy y Barney? Ni siquiera tendría la compañía de Harry—. Está bien —dijo—. Ya encontraré otro sitio adonde ir. —Estaba profundamente herida. Amy había sido su mejor amiga desde que tenían cinco años y ahora la dejaba tirada como un trapo sólo porque había conocido a un tipo. Pero no era la auténtica Amy la que estaba siendo tan descuidada con su amistad. Esta era una Amy que no conocía. Algo le había pasado cuando estaban en Southport. Había sido hipnotizada, estaba bajo los efectos de un hechizo. ¿Quién sabía cuándo volvería la antigua Amy?

Su amiga entró y cerró la puerta. Cathy se quedó sola en la calle desierta de pequeñas casas adosadas, todas idénticas. Parecían muy desnudas e impersonales en la semioscuridad, con las puertas cerradas y sin que se viera una luz en ninguna ventana. No había flores ni un trozo de césped; los vecinos salían directamente de las casas a la acera.

Cathy suspiró. No recordaba haberse sentido nunca tan desgraciada.

—Es la vida —murmuró Moira Curran. Nunca había pensado que llegaría el día en que no tuviera nada que hacer más que sentarse en un sillón con una novela romántica en una mano y un cigarrillo en la otra, sintiéndose agradablemente piripi; había pasado la tarde jugando a las cartas con su mejor amiga, Nellie Tyler, y habían tomado demasiado oporto con limón.

El verano anterior, su hija menor, Biddy, había empezado a trabajar. Ahora que su hijo y sus tres hijas le daban a su madre una parte de su sueldo, Moira podía finalmente tomarse las cosas con calma. Desde que su marido, Joe, había muerto hacía diez años de un ataque al corazón, dejándola con cuatro niños pequeños, la existencia de Moira se había convertido en una vida de trabajo constante. Pero sólo le importaban sus hijos, y estaba preparada para luchar por ellos hasta el final.

Eran casi las diez según el reloj del aparador —un regalo de bodas de los padres de Joe, muertos hacía mucho tiempo. En ese mismo momento, el año pasado, había sido casi la hora de cerrar en el Green Man, en Marsh Lane y ella estaba muerta de agotamiento por pasarse tanto tiempo de pie. Trabajar en
pubs
era cansado, pero el horario estaba bien si tenías hijos en el colegio. Por entonces, Charlie ya era lo bastante mayor como para echarles un ojo a sus hermanas mientras su madre estaba fuera. Por las mañanas se sacaba un poco de dinero extra haciendo la limpieza del
pub
antes de que abrieran.

Pero ahora Moira tenía un trabajo relativamente relajado como camarera por las tardes en el Flowers Café de Stanley Road. Había días en que no se levantaba hasta las ocho, nada menos. Ir de compras era un tranquilo placer para ella, que estaba acostumbrada a hacerlo a toda prisa. Algunos días iba al Flowers con Nellie a tomar un té por la mañana y la servían para variar. La vida era sin duda agradable.

Había estado comprando algunas cosas para la casa. El tapete de chenilla marrón con flecos era de las rebajas de Año Nuevo. Dio un empujoncito a los flecos con el dedo, los vio moverse y experimentó un ligero estremecimiento. Qué patético, pensó con una sonrisa. Era sólo que no había podido permitirse lujos como tapetes nuevos durante un tiempo larguísimo. Si hubiera tenido suficiente energía, habría ido al salón y habría echado un vistazo a los cojines de satén color bronce que había hecho ella misma, y a la hierba seca amarilla que había sobre la repisa de la chimenea. No estaba segura de que la hierba fuera auténtica, pero, junto con el tapete, las fundas de los cojines y las otras cosillas que había comprado, le daba una grata sensación de satisfacción.

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