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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (10 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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En la iglesia, mientras le preocupaba que no se notara que el traje azul que había comprado en Paddy's Market era de segunda mano y su sombrero, del mismo color, delatara su vejez, a pesar de haberlo rejuvenecido con un metro de redecilla color crema, se fue dando cuenta poco a poco de que Amy y Barney no iban a venir y empezó a inquietarse también por ellos, por no hablar de la guerra, que le preocupaba desde hacía semanas. Hacía días que no veía a su hija ni a su encantador yerno, aunque eso no era raro. Seguro que no habían olvidado que ese día se casaba Charlie. La boda se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Una vez terminada la ceremonia nupcial, uno de los amigos tomó una docena de fotos y todo el mundo se dirigió al restaurante de Scottie Road donde los esperaba un bufé en una sala del piso de arriba. Moira se comió unas cuantas lonchas de jamón enlatado, dio un sorbo a su copa de vino e informó a los novios de que se iba.

—Estoy preocupadísima por Amy —dijo rápidamente—. Ella y Barney pueden haber tenido un accidente con el coche o algo así. Me voy a acercar un momento al piso a ver si están bien.

«Acercarse un momento» era un eufemismo, ya que el piso estaba a varios kilómetros al otro lado de Liverpool.

Charlie le apretó la mano.

—La verdad, mamá, yo también estoy un poco preocupado. Sé que Amy estaba deseando venir a la boda. Hay una cabina telefónica fuera. ¿Por qué no los llamas? Lo haré por ti si quieres.

—No tengo el número, cielo. —Se sentía a punto de llorar—. Amy lo escribió en un papel y lo puso detrás del reloj que había sobre la repisa de la chimenea. No se me ocurrió meterlo en el bolso.

—Dale media corona a tu madre, Charlie, para que pueda coger un taxi —dijo Marion amablemente; tan amablemente que Moira se preguntó si no habría juzgado mal a la mujer que ya era su nuera.

Salió de un taxi negro delante de la elegante casa de Amy en Newsham Park. Ya había estado allí unas cuantas veces, pero nunca había ido sin anunciarse. Llamó cuatro veces al timbre para indicar que iba a ver a los inquilinos del cuarto piso. Casi inmediatamente, el capitán Kirby-Greene, que vivía en el primer piso, abrió la puerta. Se inclinó cortésmente.

—Buenas tardes, señora Curran. La he visto desde la ventana. Pensé en abrirle para que su hija no tuviera que bajar.

—Gracias, señor... capitán —tartamudeó Moira, sorprendida de que la hubiera reconocido cuando únicamente se habían visto una vez y sólo durante el tiempo que Amy tardó en hacer las presentaciones. Estaba a mitad de la escalera, cuando él carraspeó, y ella se volvió.

—Espero que no le importe que se lo diga, señora Curran —dijo tímidamente—, pero está usted especialmente encantadora esta mañana.

—Claro que no me importa, capitán. —Se ruborizó de placer. No era un hombre de mal aspecto para su edad, sus buenos sesenta años, supuso. Tenía el pelo de color plateado y abundante, aunque los dientes, obviamente falsos, eran demasiado grandes para su boca.

—¿Eres tú, mamá? —Amy había salido al rellano dos pisos más arriba.

—Sí, cielo, estoy subiendo. —Se despidió del capitán con la mano y continuó escaleras arriba, consciente de que él la estaba siguiendo con los ojos, hasta que desapareció.

—Oh, mamá, sé que nos hemos perdido la boda de Charlie —exclamó Amy cuando ella llegó—. Lo siento muchísimo, estaba deseando ir. —Parecía como si la hubieran arrastrado por un seto y vestía aún la bata. Sus piececillos blancos estaban descalzos—. No te creerías el día que pasamos ayer tratando de llegar a casa desde Londres. Al final tuvimos que dejarlo cuando nos dimos cuenta de que había empezado el apagón, así que nos quedamos en un hotel —bueno, era más bien una pensión— y la mujer no quiso darnos una bebida caliente antes de ir a la cama. Ofrecimos pagarle, pero dijo que iba en contra de las normas. Ninguno de los dos consiguió pegar ojo durante toda la noche —estaba balbuciendo, las palabras se superponían al tratar de pronunciarlas—. Nos luimos en cuanto amaneció, pero el pobre Barney se puso malo y tuvimos que parar continuamente para que pudiera vomitar en el arcén. Debe de haberle sentado mal algo que comió.

—¿Dónde está, cielo? —Moira rodeó los hombros de su hija con el brazo y ambas entraron en el piso.

—En la cama, dormido como un tronco. Quería llamar al médico, pero no me ha dejado. —Amy se detuvo para exhalar un suspiro angustiado—. ¡Ahí, y... mamá, no te lo vas a creer. Sus papeles para la incorporación a filas llegaron mientras estábamos fuera. Quieren que se aliste en el Ejército. Se suponía que tenía que presentarse hoy en no sé dónde. Dice que llamará por teléfono en cuanto se sienta mejor.

—¿Puedo echarle un vistazo?

Amy asintió, y Moira abrió una rendija la puerta del dormitorio. Lo único que pudo ver fue la parte superior de la cabeza de Barney; el resto estaba enterrado bajo un desordenado montón de sábanas. Su respiración sonaba perfectamente regular. Cerró la puerta sin hacer ruido.

—Probablemente sólo esté cansado, Amy. Cuando se despierte, dale mucha agua o té flojo. Puedes darle un cuenco de pan con leche si tiene hambre. Ahora, si no te importa, cielo, me muero por una taza de té. Lo haré yo; tú siéntate y descansa un momento.

La presencia de su madre pareció tranquilizarla. Amy se sentó en el sofá de cuero frente a la ventana.

—Es un hermoso día —observó como si acabara de darse cuenta del modo en que el sol incidía sobre los tejados de pizarra de las casas del otro lado del parque, haciéndolos brillar como paneles de vidrio—. ¿Cómo fue la boda? —preguntó cuando Moira volvió con dos tazas de té.

—Bien. —Moira se encogió de hombros—. Apenas había nadie, sólo éramos una docena. Charlie y tus hermanas se preocuparon mucho cuando no aparecisteis. Marion no invitó a ningún pariente, únicamente a amigos del trabajo. El vestido no era gran cosa —dijo retrospectivamente—. Para ser sincera, parecía que le hubiera costado diecinueve chelines y once peniques en la planta de oportunidades de Blacker. Y no llevaba ramo, sólo un libro de oraciones. Y la recepción fue patética: ¡jamón en lata en una boda! Y no se van de luna de miel, se quedan en la casa nueva. —Era un poco tarde para indignarse, pero estaba claro que todo había resultado muy pobre. Suspiró, sintiéndose cansada—. No me han presentado a ningún pariente de Marion. Ni de Barney, hablando de todo un poco. Estoy empezando a pensar que Charlie y tú os avergonzáis de vuestra madre.

Amy soltó una risa muy poco sofisticada.

—No seas tonta, mamá. Es mucho más probable que sea al revés y que Marion se avergüence de presentarte a su familia. Estás francamente elegante con ese traje. Y respecto a la madre de Barney, yo tampoco la conozco. Es irlandesa protestante y no puede soportar a los católicos.

—¡Santo cielo, Amy! —murmuró Moira, persignándose—. ¿Con qué clase de gente te has casado?

—Me he casado con Barney, mamá, no con su familia.

—Ya me imagino —asintió Moira. Ahora se sentía un poco mejor. No era sólo por lo que había dicho Amy, sino por el modo en que la había mirado el capitán Kirby-Greene. Y aunque la boda había sido muy pobretona, gracias a Marion había llegado hasta allí en taxi.

Se sintió mejor aún cuando Amy sacó los regalos que había comprado en Londres y le dio el bolso de piel de serpiente.

—¿Una serpiente de verdad? —Moira acarició el cuero en relieve gris y negro, y deseó que la serpiente hubiera muerto de manera pacífica.

—Bueno, no lo llamarían de piel de serpiente si no fuera de auténtica serpiente, mamá. —Amy sonrió débilmente—. También hemos comprado bolsos para Jacky y Biddy, y un precioso estuche para guardar la cubertería para Charlie y Marion. Es una pena no haber podido dároslo todo en la boda.

—No importa, Amy. Más vale tarde que nunca. Me llevaré todo esto en el taxi. —La carrera sólo le había costado nueve peniques y le había dado al taxista una propina de un penique, así que aún le quedaba suficiente dinero para volver a Bootle.

—En ese caso, puedes llevarte también esta blusa que le compré a Cathy. —Amy señaló una bonita blusa crema de encaje.

—Mejor que no. Deberías dársela tú misma.

Desde que su hija se había casado con Barney Patterson, se le había licuado el cerebro y parecía haberse olvidado de Cathy. Barney era igual. A Moira no se le ocurría nada más tonto que marcharse a Londres cuando los dos sabían que la guerra estaba a punto de empezar.

A la hora del té, Barney se levantó diciendo que se encontraba un poco mejor. Se bañó, pero no quiso el pan con leche, haciendo como que vomitaba y advirtiendo que volvería a ponerse malo.

—En cualquier caso, antes de hacer nada quiero arreglar el asunto de mi incorporación —añadió.

—No habrá nadie —dijo Amy—. Es sábado por la tarde.

—Mi querida niña, la guerra casi está en marcha. Puedo asegurarte que habrá alguien al otro lado del teléfono.

Tenía razón. Cuando marcó el número, le respondieron inmediatamente. Amy se fue a la pequeña cocina y trató de no escuchar mientras él quedaba en presentarse en algún lugar cerca de Chester el martes a las nueve de la mañana.

—Eso significa que tendré que irme el lunes —anunció cuando hubo acabado de hablar.

—¿Te irás en el coche? —preguntó ella, sorprendida de poder hacer una pregunta perfectamente lógica y sensata.

—No. Será mejor que me vaya en tren. Dejaré el coche donde está, en la calle. Harry se ocupará de él si hay que guardarlo, cariño. Depende de cuánto dure esta maldita guerra. —La cogió entre sus brazos, serio—. ¿Cómo voy a vivir sin ti, eh?

—Me gustaría saberlo —dijo Amy con un sollozo—, ¡porque entonces yo podría saber cómo voy a vivir sin ti!

Decidieron no salir a cenar y acostarse temprano.

El domingo, Amy fue a misa por primera vez desde que se había casado con Barney —a mamá le habría dado un ataque si supiera que había faltado a misa desde hacía meses—, y él se fue a informar a su familia de que se marchaba al día siguiente.

—Puede que me manden de vuelta —dijo antes de irse a Calderstones—. Puede que no me necesiten todavía, o quizá no pase las pruebas médicas.

Pero tanto él como Amy sabían que lo iban a necesitar de inmediato, y había una probabilidad entre un millón de que no pasara las pruebas médicas, un chico saludable y en forma como él.

En la iglesia, ella rezó para que ocurriera un milagro y se evitara la guerra —aún era posible—, pero cuando llegó a casa, el capitán Kirby-Greene salió de su habitación y le contó que el primer ministro, Neville Chamberlain, acababa de hablar por la radio y había anunciado que se había declarado la guerra a Alemania.

—Y ya era hora —añadió indignado—. Deberíamos haber hecho algo con ese tal Hitler mucho antes. Una buena zurra lo habría hecho entrar en razón. —Hizo una majestuosa reverencia—. Espero que perdone mi lenguaje, señora Patterson.

—Por supuesto, capitán —dijo ella en voz baja.

Corrió escaleras arriba, entró en tromba en el piso y estalló en lágrimas.

Barney llegó a casa con la cara muy seria. Su madre se había tomado muy mal la noticia.

—No se encontraba muy bien últimamente.

—Pobrecilla —dijo comprensiva Amy—. ¿Serviría de algo que fuese a verla?

—No, eso sólo la haría sentir peor.

Había comprado un paquete de veinte cigarrillos Senior Service, aunque sólo fumaba muy de vez en cuando. Amy lo había intentado, pero no lo soportaba. Él se puso a fumar sin parar mientras hacían la maleta, tratando de pensar en todo lo que podría necesitar, como si una vez que hubiera cerrado la puerta del piso tras de sí no pudiera volver a tener la oportunidad de comprar cuchillas de afeitar, pañuelos o un peine.

No hicieron el amor aquella noche, se limitaron a enroscarse juntos en la cama. Barney se acostó de lado con Amy pegada a él, sujeta por el peso de su brazo sobre la cintura de ella. En algún momento de la noche, él retiró el brazo, la besó y salió de la cama. Amy se despertó, soltó un grito ahogado y enseguida volvió a dormirse.

A la mañana siguiente, cuando se despertó, la maleta había desaparecido, así como Barney. Había dejado una nota en la que le decía que no podía soportar la idea de despedirse: «Te quiero demasiado, amor mío. Me voy como los cobardes. Estoy seguro de que comprenderás que es lo más sencillo para ambos».

Tenía razón. Lo peor, el separarse, ya estaba hecho. Ahora ella se quedaba sólo con la mitad de su vida, y no tenía más alternativa que seguir adelante con ella, como todas las demás mujeres del país cuyos hombres habían sido llamados a luchar.

5.- Pearl

Abril-mayo, 1971

—Después de que acabemos el té, me gustaría que hablásemos de decorar el vestíbulo, las escaleras y el descansillo —anunció Marion el lunes—. Así que no os levantéis ninguno de los dos de la mesa.

—No, señorita —Charles me guiñó un ojo—. ¿Levanto yo acta? —preguntó con fingida seriedad—. ¿Puedo sugerir que Pearl presida la reunión?

—No es una broma, Charles —protestó Marion—. Los tres vivimos juntos en esta casa, y lo lógico es que tomemos juntos las decisiones referentes a lo que hay que hacer para que nos vaya bien a todos. Se llama democracia —terminó diciendo rígidamente.

Charles apenas podía contener la risa. Al menos una vez al año Marion convocaba lo que él llamaba una «reunión de dirección» para hablar de la decoración que había planeado. Ya había tomado las decisiones, pero se nos permitía a Charles y a mí hacer sugerencias, que serían rechazadas tan educadamente y con tanto tacto que no éramos conscientes de lo que estaba pasando y podíamos acabar pensando que nos habíamos salido con la nuestra. Al menos eso era lo que solía pasar antes, pero para entonces ya éramos conscientes del estilo manipulador de Marion y considerábamos todo el proceso como una divertida charada.

La conversación siempre transcurría mientras estábamos sentados a la mesa, no en sillones; quizá Marion pensaba que eso añadía seriedad a la ocasión. Aquella noche, en cuanto acabó la cena, sacó un cuaderno y un lápiz y anunció que estaba dispuesta a escuchar sugerencias.

—Marrón y crema —dijo Charles inmediatamente—. Marrón abajo y crema arriba, con una franja estrecha en medio.

—¿Y de qué color sería la franja? —inquirió Marion.

—Hombre, una mezcla entre marrón y crema, querida.

Marion le lanzó una aguda mirada, pero su rostro estaba impasible.

—¿Tú qué dices, Pearl?

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