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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (7 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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Sí, a pesar de mi gran simpatía hacia el queso, no tuve más remedio que compartir la opinión de Jorge.

— No tomaremos té – dijo Jorge (y estas palabras alargaron el rostro de Harris), — en lugar de eso comeremos abundantemente a las siete, y así prescindiremos de la merienda y de la cena (el rostro de Harris recobró su tamaño natural). También propongo llevarnos pastelillos rellenos, carne fría, tomates y verduras. Para beber nos proveeremos de aquella maravillosa mezcla que conocéis que rebajaremos con bastante agua, y un par de botellas de whisky por si naufragamos.

A mí, particularmente, me parecía que Jorge padecía una especie de obsesión, siempre hablando del posible naufragio, y encontraba que no era un estado de ánimo muy propicio para emprender una excursión fluvial. Por otra parte, encontré muy acertado llevar whisky en lugar de cerveza o vino; en viajes de esta categoría es una equivocación proveerse de bebidas soporíferas que predisponen al sueño. Un doble por las noches, cuando se sale a tomar el fresco y piropear a las chicas guapas que llenan los paseos de la ciudad, conformes, mas no se les ocurra nunca beberlo cuando los potentes rayos del sol se estrellan contra las cabezas de los seres humanos o bien hay que realizar algún pesado trabajo.

La lista de todo cuanto necesitábamos fue redactada aquella noche, y he de confesar que era bastante larga.

Al día siguiente, viernes, recogimos todos los objetos que íbamos a llevarnos y nos reunimos por la noche con objeto de embalarlos. Teníamos un enorme baúl Gladstone para la ropa y un par de cestos para las provisiones y utensilios de cocina; empujamos la mesa debajo de la ventana, sentándonos a su alrededor para contemplar todo aquello.

— Del equipaje me encargo yo – afirmé enérgicamente, pues debo confesar sin la menor jactancia que estoy orgulloso de mi habilidad en embalar; es una de las numerosas cosas que reconozco conocer a fondo. (Sin embargo, he de hacer constar que me sorprende mucho comprobar cuantas habilidades poseo...¡Soy lo que se llama un caso único!)

Apenas expresé mi propuesta y aseguré a Harris y Jorge la conveniencia de dejarlo todo en mis manos, ambos aceptaron mi sugerencia con una rapidez tal que me pareció bastante sospechosa. Jorge cargó su pipa, repantigándose cómodamente en un sillón mientras Harris encendía un pitillo y se sentaba en la mesa.

Eso no era lo que yo esperaba, pues mi propósito había sido dirigir los trabajos que habían de realizar Jorge y Harris bajo mis atinadas observaciones, que, de cuando en cuando, reforzaría con un empujoncito o alguna cariñosa frase, como por ejemplo:

— ¡Qué par de...! ¡Con lo sencillo que es...! Bueno, dejadme que lo haga ahora...

En realidad, sólo había pensado actuar como profesor, y su inesperada reacción me molestó extraordinariamente; no hay nada que me fastidie tanto como que alguien esté sentado mientras trabajo. En cierta ocasión compartí la misma habitación con un individuo que me tuvo al borde de la locura; se tumbaba en un diván contemplándome horas enteras mientras yo estaba atareado, y pretendía que al contemplarme se sentía saturado de gran serenidad, comprendiendo entonces que la vida no es un sueño sin importancia, sino una cosa eminentemente seria, pletórica de deberes y trabajos.

— ¡No comprendo como he vivido antes de conocerte! – solía exclamar el muy fresco — ¡Cómo me ha sido posible dejar pasar mis días sin haber contemplado la divina sinfonía de la actividad!

No, yo no soy así, no puedo estar sentado viendo como otros trabajan; tengo que levantarme y vigilarles, dar vueltas en torno suyo explicándoles lo que deben hacer. ¡Qué culpa tengo de poseer un temperamento tan dinámico! Sin embargo, en esta ocasión no hice la menor observación. Empecé a embalar pacíficamente (por cierto que resultó ser una tarea más larga de lo que esperaba); pero, finalmente, pudo terminar, y sentándome encima de las tapas ajusté las correas.

— ¿Y las botas? ¿Vas a dejarlas fuera? – preguntó Harris, amablemente.

Lleno de asombro di media vuelta y... ¡sí, en efecto, había olvidado colocarlas en el baúl!. Ya ven cómo es Harris; pudo haberme advertido a tiempo, pero prefirió esperar hasta que lo tuve bien cerrado. El idiota de Jorge creyó conveniente amenizar la observación de Harris y soltó una de aquellas carcajadas suyas, tan estúpidas e irritantes, que me sacan de quicio. Abrí el baúl y guardé las botas, mas en el preciso momento en que iba a cerrarlo de nuevo, una horrible interrogación cruzó mi cerebro. ¿Había guardado el cepillo de dientes? Este miserable objeto me persigue, me obsesiona, convierte mi vida en un martirio. Cada vez que salgo de viaje, me paso las noches soñando que lo he perdido, despierto empapado en sudor frío y salto de la cama; a la mañana siguiente lo guardo antes de usarlo y, claro está, tengo que abrir las maletas para sacarlo. ¡Y, casualidad que nunca falla, siempre está al fondo de todo! Luego, cuando hago el equipaje, no pienso en el condenado cepillo y al último momento, cuando estoy a punto de salir, he de subir los escalones de cuatro en cuatro y llevármelo a la estación envuelto en un pañuelo.

Esta vez, por no faltar a la costumbre, también tuve que revolver el baúl de arriba abajo sin encontrarlo; dejé todo más o menos de la misma manera en que debían estar las cosas antes de la creación, cuando reinaba el caos. Veinte veces encontré los cepillos de Harris y Jorge, empero el mío brilló por su ausencia. Cogí cada pieza de ropa y cada objeto, sacudiéndolos cariñosamente hasta que, finalmente, de las sombrías profundidades de una bota salió el cepillo. ¡Y a embalar de nuevo!

Terminaba de ajustar las correas por segunda vez, cuando sonó la voz de Jorge, rezumando amabilidad:

— Querido amigo, ¿no has olvidado el jabón?

Mi respuesta no puede tacharse, precisamente, de muy académica. Con demasiada energía para ser una simple contestación, le dije que me importaba tres pepinos que estuviese el jabón o no, y en ese fatídico momento, cuando intentaba quedar en gallarda posición, descubrí que no tenía la petaca: ¡estaba dentro del baúl!

Cuando terminé las operaciones de abrir y cerrar el maldito baúl ya eran las diez y cinco de la noche; sólo faltaba llenar los cestos.

— Dentro de doce horas tenemos que marchar – dijo Harris – y creo que lo mejor será que Jorge y yo procedamos a realizar esta operación.

No presté la menor objeción a sus palabras, y me senté a contemplarles desplegando gran actividad. Emprendieron su labor con aires muy placenteros, dispuestos a demostrarme cómo se debías hacer las cosas, mas no hice el menor comentario ni me di por aludido; me limité a esperar los acontecimientos.

(El día que Jorge fallezca, el empacador más deficiente del mundo entero será, por derecho propio, mi amigo Harris.)

Di una mirada a los montones de platos y tazas, ollas y botellas, pasteles, hornillo, tomates, etc., y tuve el presentimiento de que esa atmósfera de inefable regocijo iba a desaparecer en breve y así fue. Empezaron rompiendo una taza. He aquí su primera obra. Lo hicieron, simplemente, por demostrar de lo que eran capaces y por despertar el interés del espectador; luego Harris puso la confitura de fresas encima de un tomate, que se reventó escandalosamente, y tuvieron que recogerlo con una cucharilla de café; a los pocos segundos, Jorge resbalaba pisando la mantequilla.

Continué envuelto en mi inmutable silencio y sin pronunciar una sola palabra me aproximé a ellos, sentándome en un extremo de la mesa. Esto les irritó mucho más que cualquier observación; se pusieron nerviosos, pisaban lo que había en el suelo, amontonándolo desordenadamente, y, naturalmente, a la hora de guardarlo no encontraban absolutamente nada; pusieron los pasteles debajo de los utensilios pesados con el resultado que los dulces quedaron convertidos en informes amasijos. Había sal por doquier, y por lo que se refería a la mantequilla... ¡jamás he visto un par de individuos que hicieran tantas cosas con un penique y dos chelines de mantequilla! En cuanto Jorge se la pudo quitar de la punta de su zapatilla, unió sus esfuerzos a los de Harris para meterla en una cacerola, la mantequilla no quiso entrar y lo que había dentro de la cacerola se obstinaba en no salir. Finalmente, pudieron rascarla, dejándola encima de una silla. Harris se sentó, la mantequilla se pegó a sus pantalones – si que ninguno de los dos lo advirtiera, – y asombrados por esa súbita desaparición, dedicáronse a buscarla desesperadamente por la habitación.

— Apostaría cualquier cosa a que la dejé en esa silla – exclamó Jorge contemplando el asiento vacío.

— ¡Si no hace medio minuto que he visto como la ponías ahí! – repuso Harris, contrariado.

Volvieron a dar vueltas buscándola, tropezando en el centro del cuarto y mirándose con los ojos desorbitados por la sorpresa.

— ¡Es lo más fantástico que he visto! – murmura Jorge

— ¿Fantástico? ¡Misterioso! – exclama Harris

De pronto, Jorge da una vuelta y descubre el “adorno” de Harris.

— ¡Si todo el rato estaba aquí! – dice indignado.

— ¿Dónde? – responde Harris, volviéndose.

— ¡Estate quieto...! ¡No te muevas! – ruge Jorge, corriendo detrás de él.

Al fin pueden rescatarla y la guardan en la tetera.

Montmorency, como es natural, no podía dejar de tomar parte en los acontecimientos; su suprema ilusión es meterse entre las piernas de las personas y recibir una lluvia de maldiciones. Si puede introducirse donde su presencia es indeseada, convirtiéndose en una pesadilla, volviendo loca a la gente y recibiendo una lluvia de proyectiles, entonces está convencido de que ese es un día bien aprovechado. Su supremo ideal, su máxima felicidad, consiste en ver como alguien resbala delante de él y le insulta sin tregua ni descanso durante sesenta minutos enteros, y cuando ha logrado esto, su diminuta humanidad refleja una insoportable vanidad.

Ahora se entretenía en sentarse encima de cada objeto, metiendo la cabeza en todo; estaba seguro de que cada vez que Harris o Jorge extendían la mano en busca de algo, deseaban encontrar su fría y húmeda nariz. Metió las patas en la confitura, mordió las cucharitas y, convencido de que los limones eran feroces ratones, saltó dentro de los cestos “matando” a tres antes de que Harris le hiciera “aterrizar” con el mango de una sartén. Harris afirmaba, indignado, que yo azuzaba al perro, ¡como si un animalito así necesitase que nadie le animara!; el pecado original que lleva dentro de sí, la maldad innata en todo fox-terrier, es lo que le hace comportarse tan incorrectamente...

Las tareas de empacar duraron hasta la una menos diez de la noche. Harris se sentó sobre una cesta, expresando su opinión de que nada se rompería, a lo que Jorge añadió que si algo se rompía... ¡pues que se rompiese! (el tono de su voz llevaba inflexiones bastante extrañas; diríase que preveía semejante contingencia con alegría), luego dijo que se caía de sueño y que se iba a la cama sin perder un segundo.

Harris pasaba la noche con nosotros. Subimos al piso donde nos jugamos a cara o cruz las camas, designando la suerte a Harris como mi compañero de cama.

— ¿Prefieres interior o exterior? – preguntó amablemente.

— Francamente, prefiero el interior – respondí.

— Estas chapado a la antigua, amigo mío

— ¿A que hora os debo despertar, muchachos? – preguntó Jorge lleno de solicitud.

— A las siete – afirmó Harris.

— No, a las seis – dije yo; – tengo que escribir varias cartas.

Cruzamos varias palabras sobre la hora adecuada, terminando por acordar que nos levantaríamos a las seis y media.

— Despiértanos a las seis y media, Jorge – dijimos Harris y yo.

No se oyó ni una palabra; nos acercamos y ya dormía como un tronco. Le dejamos el vaso de noche de manera que al levantarse metiese los pies en él y fuimos a dormir.

CAPITULO 5

La señora Poppets nos despierta. –Jorge, el perezoso. –Una enorme mentira que responde al título de “boletines meteorológicos”. –Nuestro equipaje. –La enorme maldad de la infancia. –Nos rodea la gente. –Nuestra triunfal salida y llegada a la estación de Waterloo. –Suprema ignorancia de los empleados de ferrocarriles sobre horarios y destinos de los trenes. –Estamos a flote, a flote sobre una lancha abierta.

La señora Poppets nos despertó a la mañana siguiente.

— ¡Son las nueve! – dijo a grandes voces.

— ¿Qué nueve? – pregunté saltando de la cama.

— ¡De la mañana...! – contestó a través de la cerradura – Me pareció que se habían que dado dormidos.

Inmediatamente desperté a Harris, enterándole de lo que ocurría.

— ¡Pensaba que ibas a levantarte a las seis...! – fue su incoherente respuesta.

— Claro que sí –repuse dignamente — ¿Por qué no me has despertado?

— ¿Cómo iba a hacerlo si dormía?...Ahora no podremos salir antes del mediodía...¡Para eso podía continuar durmiendo!

— ¿Vas a tener el cinismo de quejarte? Si no te despierto, hubieses dormido quince días seguidos.

Nos estuvimos obsequiando con frases tan amables como esta durante más de cinco minutos, hasta que un provocativo e insolente ronquido nos interrumpió recordándonos la existencia de Jorge, a quien no habíamos dedicado ni un solo pensamiento desde que saltamos de la cama.

¡Allí estaba tendido el hombre que tenía que despertarnos, de cara al techo con la boca abierta y las piernas colgando!

Nunca he podido comprender por qué cuando estoy despierto me enfurece tanto ver a alguien dormido. ¡Me parece tan vergonzoso que esos preciosos minutos que forman una existencia, esos instantes que nunca volverán, se pierdan, envueltos en un descanso embrutecedor! ¡Y pensar que nuestro amigo Jorge despreciaba ese tesoro inestimable del tiempo, pensar que esos segundos de vida, de los cuales tendría que rendir estrecha cuenta en el más allá, estaban deslizándose tontamente! En lugar de hallarse sumergido en el olvido, censurable y absoluto, de sus deberes espirituales, podía estar levantado, obsequiándose con huevos y jamón o jugando con el perro. En mi mente surgió un terrible pensamiento que, segundos después, fue compartido por Harris; decidimos salvarle, y, ante esta noble decisión, nuestra disputa cesó radicalmente. Corrimos a su lado, quitándole el cubrecama de un tirón. Harris le “acarició” con una zapatilla y yo grité a su oído.

— ¿Qué pasa? – preguntó ininteligiblemente.

— ¿Quieres levantarte, pedazo de marmota? – rugió Harris. — ¡Son las nueve y cuarto de la mañana!

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