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Authors: Jerome K. Jerome

Tres hombres en una barca (2 page)

BOOK: Tres hombres en una barca
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Más de media hora estuvimos describiendo nuestras respectivas enfermedades; expliqué a Jorge y Harris como me sentía al levantarme por las mañanas. Harris nos dijo como se encontraba al acostarse, y Jorge, poniéndose en pie frente a la chimenea, nos dio una magnifica demostración de cómo se encontraba por las noches. Aunque Jorge cree estar enfermo, en realidad no tiene motivo alguno de inquietud.

En ese momento la señora Poppets nos avisó que la cena estaba servida. Sonreímos tristemente diciendo que deberíamos intentar comer un poco. Harris afirmó que comiendo se alejan y combaten muchas enfermedades y que valía la pena hacer un esfuerzo. La patrona entró la bandeja, que colocamos sobre la mesa, y empezamos a juguetear con bistec con cebollas y tarta de ruibarbo. Indudablemente estaba muy enfermo, pues al cabo de media hora, o así, ya no me interesaba la comida – cosa muy extraña tratándose de mí – y hasta rechacé el queso.

En cuanto hubimos cumplido este imperioso deber llenamos los vasos, encendimos las pipas y resumimos la discusión sobre nuestros respectivos estados de salud. En realidad, ignorábamos lo que teníamos, pero estábamos de acuerdo en que – fuese lo que fuera – provenía de un exceso de trabajo.

— Necesitamos descansar – afirmó Harris.

— Descanso y cambio completo de ambiente, muchacho – dijo Jorge, en tono doctoral, — La gran tensión cerebral nos ha producido una enorme depresión nerviosa. Un cambio de ambiente y reposo absoluto obrarán el milagro de restaurarnos e equilibrio mental.

Jorge tiene un primo que en el padrón aparece como “Estudiante de Medicina”; de ahí le viene utilizar expresiones médicas que nos coloca siempre que puede — ¡Y le dejamos!.

— Tienes razón – dije aprovativamente. –Busquemos un rincón lejos del mundanal ruido para pasar una semana en plena naturaleza; un semiolvidado lugar de suaves colinas y verdes bosques, lejos de la vida febril de las grandes ciudades; un paraje pintoresco a donde lleguen amortiguados por la distancia los funestos ecos de la civilización; un...

— ¡No digas más disparates! – interrumpió Harris, groseramente, — Todo eso es un perfecto aburrimiento... Ya se que clase de lugar quieres decir: un sitio donde la gente se acuesta con las gallinas, donde es imposible encontrar un número del “Referee”
[2]
– ni pagándolo a precio de oro, — y hay que andar diez millas para encontrar un estanco... No, chico, eso sí que no... Si buscamos reposo y cambio de ambiente, no hay nada mejor que un viaje por mar...

A esto si que me opuse terminantemente. Un viaje por mar resulta saludable si se dispone de un par de meses pero cuando se tiene sólo una semana es simplemente pernicioso. Uno se embarca el lunes con la idea de divertirse de lo lindo; se despide alegremente de los amigos, enciende la más grande de sus pipas y se contonea por cubierta como si fuera el capitán Cook, sir Francis Drake y Cristóbal Colón, todo en uno; el martes quisiera no haberse embarcado, y los tres días siguientes sueña con la muerte; el sábado ya se atreve a tomar unos sorbos de caldo vegetal y subir a cubierta a tenderse en un sillón, sonriendo dulce y cansadamente cuando las almas caritativas se interesan por su salud. El domingo se encuentra con ánimos de reanudar la vida normal y hace honor al suculento menú de a bordo, y el lunes por la mañana, cuando se haya junto a la plancha a punto de bajar a tierra se da cuenta de que empezaba a coger cariño a los dominios de Neptuno.

Recuerdo ahora que, en cierta ocasión, mi cuñado realizó un corto viaje por mar a fin de “reponerse”; tomó pasaje de ida y vuelta para la travesía de Londres a Liverpool, y a su llegada a Liverpool, sus únicos deseos eran los de vender el billete de regreso. Según me dijo, se ofreció el pasaje a precio muy rebajado y al fin consiguió vender el suyo por dieciocho peniques a un jovenzuelo de aspecto bilioso a quien el médico había recomendado los aires del mar y mucho ejercicio.

— ¡Aires de mar...! – exclamó mi cuñado, apretando el billete entre sus manos. – Va usted a tomar una ración que le durará toda la vida... y por lo que se refiere a lo demás...¡hará mucho más ejercicio a bordo que dando volatines en tierra firme!...

He de añadir que mi cuñado regresó por tren, pues opinaba que el North Western Railway resultaba suficientemente saludable para sus necesidades.

Otro conocido mío emprendió un crucero de una semana, alrededor de la costa; antes de zarpar, el mayordomo le preguntó si quería pagar separadamente cada comida o bien anticipadamente por todas, añadiendo que esto último le resultaría más económico, pues las comidas de la semana vendrían a costarle unas dos libras y cinco chelines. Al propio tiempo le informó que el desayuno consistía en pescado y carne asada; el almuerzo, a la una en punto, constaba de cuatro platos; a las seis llamaban para comer – sopa, pescado, entrantes, pollo, ensalada, dulces, queso y fruta, — y a las diez una ligera refacción a base de pastas y carne fría. Mi amigo, muchacho de excelente apetito, llegó a la conclusión de que el plan de dos libras y cinco chelines era el más conveniente a sus intereses y pagó anticipadamente por las comidas de la semana.

Apenas salieron de Sheerness, sonó la hora del almuerzo, y, asombrado, notó hallarse algo desganado; así es que se contentó con un poco de carne hervida, fresas y crema. Toda la tarde la pasó sumamente preocupado; a ratos parecía como si hubiera pasado semanas enteras alimentándose de carne hervida, y en otros como si durante años enteros sólo hubiese comido fresas y crema; por cierto que ni la carne, ni las fresas, ni la crema tampoco parecían estar muy satisfechas; Hubieres dicho que su estado de ánimo era bastante levantisco. A las seis le anunciaron que la comida estaba servida, y aunque esta noticia no le llenó de entusiasmo, como tenia el convencimiento de que debía recuperar algo de aquellas dos libras y cinco chelines, bajó agarrándose a las cuerdas y pasamanos. Un agradable olor de cebollas, ajos y jamón caliente, mezclado con el de pescado frito y verdura, le acogió a su llegada al comedor; el mayordomo hizo su aparición con empalagosa sonrisa en los labios.

— ¿Desea algo el señor?

— Deseo que me ayude a subir... – fue su débil respuesta.

Le subieron rápidamente, dejándolo apoyado sobre la borda, hacia estribor y se alejaron a gran velocidad.

Durante cuatro días hizo una vida sencilla e irreprochable, a base de galletas marinas y sifón; al llegar el sábado sentíase más animado, tomó té flojito y tostadas; el lunes ya se atrevía con caldo de gallina, y el martes, al hallarse en tierra, viendo como el barco se alejaba del muelle, murmuró tristemente:

— ¡Se va! – decía acongojado. — ¡Se va!...llevándose dos libras esterlinas de comida que me pertenecen y que no he probado...

Por todo esto es que me opuse rotundamente al viaje por mar, y no porque temiese por mí mismo — ¡jamás me he mareado! – si no porque Jorge, que a su vez dijo que el se encontraría muy a gusto, e incluso semejante cosa le llenaría de placer, pero nos aconsejaba no pensar en ello, pues estaba seguro de que nos pondríamos malos.

— No comprendo como hay gente que se indispone a bordo – dijo Harris reflexivamente, — muchas veces me he propuesto marearme y nunca he logrado salirme con la mía. A mí me parece que hay muchos que gustan de hacer comedia, pues de otra forma no se entiende...

Mirad, si no, las veces que he cruzado el canal en días de mal tiempo, cuando obligaban a los pasajeros a atarse en las literas, y como nunca, jamás, me he encontrado mal... Y eso que eran temporales de tal envergadura que hasta el capitán y los oficiales terminaron acodándose en la borda con aire melancólico – pura comedia, muchachos, pura comedia... — ¡No, por experiencia propia no creo en el mareo!...

Constituye un verdadero enigma saber dónde van a parar, cuando están en tierra, los miles de malos marinos; claro que si la mayoría son como cierto ciudadano que vi en el buque de Yarmouth, entonces comprendería el misterio. Acabábamos de salir del mulle de Southend y este individuo estaba apoyado en una de las escotillas, en posición muy peligrosa. Me acerqué para evitar un accidente desgraciado.

— Cuidado, amigo – dije, sacudiéndole por un hombro. — ¡Va a caerse al agua!

— ¡Ay de mí! Ojalá fuese ahora mismo... – fue la única respuesta que pude obtener, y tuve que dejarlo por inútil.

En el café de un hotel de Bath, le encontré tres semanas después, disertando sobre sus viajes y explicando con coloreadas palabras su amor al mar.

— ¿Si soy buen marino? – exclamó en respuesta a la envidiosa pregunta de cierto tímido jovenzuelo. — ¡Hombre... confieso que una vez me sentí algo mareado!...por cierto que fue en las cercanías del cabo de Hornos... Hacía un tiempo tan atroz que el buque fue a pique a la mañana siguiente...

— Óigame, ¿no estuvo usted alguna vez así... digamos un poco turbado, cerca del muelle de Southend, con intenciones de morir ahogado? – pregunté al viajero.

— ¿El muelle de Southend? — contestó asombrado.

— Si, cuando se dirigía hacia Yarmouth... hará unas tres semanas...

— ¡Oh!....¡ah... ! ¡si, es verdad! – comprendiendo lo que quería decirle – ¡Ahora recuerdo... ! Menudo dolor de cabeza tenia aquella tarde. Y todo por culpa de los encurtidos, ¿sabe usted? Eran los más horrorosos que he comido en un buque que se respete algo. ¿Los probó usted?

Para mi uso particular he descubierto un excelente preventivo contra el mareo; consiste en balancearse. Se pone uno en medio de cubierta, y mientras el buque cabecea y oscila, se mueve el cuerpo de manera que siempre esté en línea recta; cuando la proa se levanta, uno se echa hacia delante de manera que la cubierta casi roce la nariz, y cuando la proa se hunde, uno se echa hacia atrás; claro que esto resulta muy bien durante una hora o dos, mas es imposible balancearse indefinidamente.

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