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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (33 page)

BOOK: Panteón
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Por culpa de Jebediah.

Puta máquina… loca

Apretó los labios. Tenía que quitarla de en medio.

Ahora empezaba a perfilar por fin los últimos retoques de su plan. Llevaba horas trabajando en él, dándole vueltas. La clave eran los Kardus, por supuesto. El Consejo Kardus. Sólo seis Kardus formaban el Consejo entre Jebediah y el resto de los sarlab; él era uno de ellos, y otro había sucumbido en la superficie del planeta. Eso los convertía en cuatro. De esos cuatro, Rhan y Heram eran burdos parias con todas las luces de su panel de mandos apagadas. Harían cualquier cosa que Jebediah ordenase, y en su ausencia, se mostrarían de acuerdo con lo que fuera que el resto del Consejo Kardus aprobase. El otro era Varik, un nepoleano testarudo que se interesaba más por el correcto funcionamiento de la nave que de otra cosa. No le importaría que les liderase una bandada de gansos siempre y cuando la Imperia siguiese intacta. Y eso, con todos los daños que la nave había sufrido recientemente, era más que conveniente para sus propósitos.

Elsin era, naturalmente, el Kardus que más le preocupaba. Por algún motivo pensaba que Jebediah se había convertido en una especie de deidad todopoderosa, que había superado las barreras humanas y las limitaciones de las máquinas, fundiéndose en un ser sobrenatural. Reconocía que, al principio, se sintió algo abrumado cuando le confesó su vínculo secreto con la
Imperia
. Era demencial, desde luego, pero ahora, incluso esa historia se le antojaba demasiado descabellada.

Tampoco importaba.

Cuando ejecutara su plan, su simbiosis con la Imperia desaparecía tan rápidamente como él mismo.

Elsin era el eslabón más delicado. Si podía apartarlo de su camino, el resto vendría solo…

En ese momento, la puerta de la Sala de Oficiales se abrió con su habitual ruido hidráulico. Elsin irrumpió con su característico paso largo.

—¡Jarvis! —exclamó, visiblemente contrariado—. No esperaba encontrarle aquí. ¿Ha visto usted a Varik? Me había citado en este lugar.

Jarvis torció el gesto con una mueca de fingida sorpresa.

—¿Para algo importante? —preguntó.

—Eso creo, Jarvis —soltó Elsin. Siempre había sido un tipo estirado y antipático, pero desde su última conversación con él, su actitud había cambiado visiblemente. Jarvis no tenía ninguna duda de que cuando Jebediah volviera, Elsin se acercaría a él con el cuento de sus insinuaciones—. No tengo mucho tiempo que perder, como usted debería saber. ¿Le ha visto o no?

—Sí… Le he visto —exclamó Jarvis—. Está ahí detrás, en el reservado de descanso.

—De acuerdo —respondió, hosco.

Dudó un segundo, saludó torpemente, y se retiró por el pasillo de la zona privada con resueltas zancadas. Aquélla era un área dedicada al descanso de oficiales de alta gradación, y por lo tanto, carecía de las medidas habituales de seguridad convencionales, como cámaras de vídeo.

Todo muy conveniente para los planes de Jarvis, por supuesto, quien le seguía ya con exquisita cautela, moviéndose sigilosamente hasta que las sombras se lo tragaron.

—Gran Bardok —exclamó el oficial a través del comunicador—. Verlo ha solicitado hablar con usted. Dice que es importante.

Jebediah se encontraba ya a bordo del deslizador y avanzaba a buena velocidad recorriendo la línea de excavación hacia la entrada principal.

—Póngame con él —respondió.

—¿Gran Bardok? —preguntó Verlo casi al instante, tras una breve crepitación.

—Hable, Verlo.

—Gran Bardok, hemos encontrado el objeto que buscábamos. Estaba oculto en el vehículo Mamut que huyó de la escena de la contienda. Es un poco más pesado de lo que creíamos…

Jebediah consideró esas palabras durante unos instantes. En las especificaciones del trabajo no se mencionaba ningún peso, pero sus hombres acostumbraban a hacer conjeturas con demasiada facilidad.

—Buen trabajo, Verlo —exclamó Jebediah.

Se daba cuenta de que, hacía sólo unas horas, aquélla hubiera sido la noticia por excelencia; la consecución del objetivo prioritario y el fin del despliegue sarlab en aquel planeta sin nombre. Hubieran podido empaquetar e irse a casa. Ahora, sin embargo, se había convertido en un
interesante
objetivo secundario.

—Pero hay algo más, Gran Bardok. Una mala noticia, me temo.

—¿De qué se trata?

—Hemos encontrado un elemento inesperado dentro de las instalaciones enemigas, Gran Bardok. Una mujer. Una oficial de La Colonia, a juzgar por su ropa y distintivos.

Jebediah sacudió la cabeza. ¡La Colonia! Su aparición era inevitable, desde luego, pero había esperado que le concedieran un poco más de tiempo. Los informes que había recibido de los analistas sobre el estado del planeta tampoco eran demasiado alentadores: el impacto de la Semex había desestabilizado toda la estructura de placas interna, y el planeta sin nombre estaba inevitablemente sentenciado a sufrir frecuentes y terribles espasmos que irían
in crescendo
hasta que Vorensis se lo tragara dentro de unos mil ochocientos años. Así que si sumaba ambas cosas, tenía una bonita ecuación en el que la incógnita se despejaba con una simple y directa solución: el tiempo se acababa.

—Llévela junto a la Escuadra Inercia, grupo doce —exclamó—. Yo voy para allá.

Después, hizo acelerar el deslizador.

No pudieron decir cómo ocurrió: Bob no les había alertado y tampoco hubo ningún ruido que les avisara de que algo empezaba a ir mal. Sencillamente, de repente, se encontraron rodeados por un grupo de hombres armados.

Eran sarlab, desde luego. Las marcas y ornamentos de sus trajes lo demostraban muy a las claras. Uno llevaba una suerte de vegetación que caía de los hombros, algas negras que parecían tremolar como si tuvieran vida propia. El casco era un ojo desproporcionado encerrado en una jaula de dientes. Otro tenía una ristra de colmillos asomando por la línea de la espalda, los hombros y toda articulación, y el casco había sido alterado para parecer la parte superior de un cráneo.

En cuanto a Bob, sus sensores de largo alcance estaban definitivamente dañados, pero su sistema de alerta cercana acababa de ponerse en marcha, aullando como un lobo sobre una colina: no sólo había detectado la presencia de armas, sino que éstas apuntaban claramente a sus dos protegidos, además. Empezó a moverse cuando, inesperadamente, recibió una descarga de iones. Los buscadores de tesoros dieron un respingo: los iones siempre sonaban crepitantes y amenazadores, y podían ponerte todo el vello de punta si estabas cerca de una descarga. El olor, intenso y demasiado parecido al de la piel quemada, les golpeó en la nariz mientras una cortina de estrías cimbreantes recorrían el cuerpo de Bob. Envuelto en chispas, se sacudió de manera espasmódica hasta que, de pronto, quedó congelado, petrificado en una pose absurda.

—Mierda —soltó Ferdinard.

—¡Las pulseras! —soltó uno de los sarlab, imperativo.

Malhereux estaba sobrecogido, mirando el cañón de los rifles, oscuro y terrible. Al principio no comprendió la orden… al fin y al cabo, eran sarlab, y sabía que los sarlab no hacían prisioneros ni dejaban a nadie con vida. ¿Para qué querrían que entregasen las pulseras si iban a matarlos de todas formas?

—Mal —estaba diciendo Ferdinard—, quítate la pulsera…

Malhereux pestañeó, saliendo de sus pensamientos. Se quitó la pulsera y la dejó caer en el suelo. Luego levantó ambas manos en señal de rendición. Casco de Cráneo recogió rápidamente las pulseras de control y las sopesó con la mano.

—¿Quién demonios sois vosotros? —preguntó entonces.

Malhereux lanzó una breve mirada a su compañero, pero Ferdinard no estaba seguro de qué decir; sentía que, de alguna manera, su vida podía depender de su respuesta. Si les decía que eran simples chatarreros inesperadamente envueltos en una trama de panteones primigenios, podrían decidir acabar con ellos allí mismo. No… tendrían que jugar al misterio, tanto como les fuera posible. De una forma sutil, lanzó un mensaje a su socio haciendo un gesto de negación. Malhereux pareció comprender y agachó la cabeza.

Casco de Cráneo lanzó las pulseras a uno de sus compañeros. Las cogió en el aire con un movimiento rápido.

—Lleva esto fuera, que lo miren —dijo.

Luego se acercó a Bob, trocado ahora en una esperpéntica escultura mecánica. Sonrió cuando pasó por debajo de sus brazos, levantados hacia el trecho como si hubiera estado practicando alguna danza tribal. Después, se acercó a las pantallas.

—¿Qué es todo esto? —preguntó entonces.

—¡Computadoras! —soltó otro de los sarlab—. Son los primeros con apariencia normal que hemos encontrado. ¿Aviso para extracción?

Casco de Cráneo asintió.

—Sí. Informa también que tenemos dos pájaros —añadió—. Y esta vez, ¡vivos!

—Claro… —dijo, y se alejó por el corredor mientras trasteaba con su propia muñequera personal.

El sarlab se acercó a la pantalla central. Allí había un montón de información que no le decía nada: letras, números, diagramas… basura electrónica. Nunca la había entendido, y nunca la entendería, pero era lo que el Gran Bardok buscaba, y cuanto antes lo consiguiera, antes saldrían de aquel planeta de mierda.

—Ésta sí que es buena… ¿Sois técnicos? Vuestros trajes no son de combate. ¿Qué hacéis aquí? En serio.

Los dos amigos continuaron en silencio.

—Está bien —contestó Casco de Cráneo, encogiéndose de hombros—. A mí me la suda, ¿vale? Ya os sacarán la información.

En ese momento, el aire comenzó a llenarse de un murmullo lejano, y también algo más, algo en principio casi imperceptible. Ferdinard fue el primero en sentirlo: era como una vibración que se dejaba sentir en las piernas, conducida a través de las planchas del suelo. Después se hizo más evidente, y el polvo comenzó a escapar de nuevo de entre las rendijas del techo, como lo hiciera anteriormente.

En ese momento, otro sarlab entraba precipitadamente en la habitación.

—¡Eh, Leran! —dijo—. Han abierto un par de niveles por encima, pero no van a llegar aquí hasta dentro de un buen rato, así que habrá que mover esas cosas.

—¿Qué coño quiere decir eso? —preguntó Leran, poniendo los brazos en jarra.

—Bueno… Es el suelo. Está lleno de conductores y placas que los ingenieros quieren investigar antes de seguir excavando. Son como… circuitos y esas cosas. Hay un montón de mierda tecnológica por esta zona.

—¿Y qué? —preguntó.

—Pues que habrá que trasladar los ordenadores arriba para llevarlos a la nave —contestó el sarlab, dubitativo.

—¿Quién coño ha ordenado eso? —preguntó Leran.

—Pues Esnoga —respondió el sarlab en un tono de voz más bajo.

Leran sacudió la cabeza.

—Dile a Esnoga que estas cosas no se mueven de aquí. ¡Imbécil! No tiene ni puta idea de nada. ¿Es que tengo que estar encima de todo?

—¿Se lo digo?

—Dile que los ordenadores están funcionando. Están haciendo mediciones, ¿vale? Están… —hizo aspavientos con las manos, intentando encontrar las palabras adecuadas—, están conectados a cosas, ¿entiendes? Si los saca de aquí, no sé qué mierdas van a analizar los ingenieros.

—Bueno, entonces qué le digo —respondió el sarlab, cruzándose de brazos.

Para los dos chatarreros espaciales, quedaba ya bastante claro que aquel sarlab era un simple mensajero entre dos oficiales de algún tipo. Leran lo conocía bien, era el tipo nuevo de su escuadra; un indolente y joven luchador de los puertos de Balmorra llamado Malandro. Tenía ese bigote absurdo que los tipos duros de la zona gustaban de lucir, en forma de media luna inversa. Para Leran, el bigote resultaba tan feo que casi podía decir que tenía propiedades hipnóticas; no podías hablar mucho rato con él sin que la vista se clavase en aquella maldita cosa.

—Dile que envíe a los ingenieros aquí, joder —respondió al fin—. Si ellos dicen que estos cacharros pueden irse, por mí perfecto. Pero no quiero tocar nada sin que alguien que entienda del tema les eche un vistazo.

—De acuerdo —respondió Malandro, dándose la vuelta.

—Y otra cosa —dijo Leran de repente.

Malandro se volvió lentamente, con aire cansado.

—Aféitate el puto bigote —soltó Leran—. Te lo digo en serio. Aféitatelo.

Malandro volvió a darse la vuelta y desapareció por el corredor.

Los dos socios fueron conducidos por corredores y rampas por las que aún no habían transitado. Antes de alejarse definitivamente, Ferdinard echó un último vistazo a Bob. La máquina les había salvado la vida en varias ocasiones; no sólo aquel día, sino también en peripecias anteriores. Dejarla allí sumida en un estado de cortocircuito permanente le produjo una sensación extraña, de desasosiego y hasta de pérdida.

Para entonces, estaba claro que los sarlab se habían apoderado definitivamente del complejo. Escapar se les antojaba algo imposible: los cañones de sus captores les apuntaban de cerca, y se cruzaban a cada poco con otros sarlab. Era como si, de repente, estuvieran ya por todas partes, como una repentina invasión de hormigas. El ensordecedor ruido de maquinaria lo llenaba todo, y no era un sonido del todo desconocido para los dos amigos. Si cerraba los ojos, Ferdinard podía rememorar los días en los que trabajaban con la tuneladora, codo con codo con pesadas máquinas de trabajo. Era, definitivamente, como si en algún lugar de los alrededores, pesadas máquinas estuvieran trabajando sobre el terreno.

Ferdinard no creía que estuvieran construyendo nada; más bien lo contrario.

—Fer… —exclamó Malhereux en voz baja.

Ferdinard se puso tenso; no quería provocar a aquellas bestias asesinas. Si les daban una excusa, por pequeña que fuera, no dudarían en freírles con una descarga.

—¡Calla! —alcanzó a susurrar, con los ojos abiertos de par en par.

—Fer, ¿dónde nos llevan? —preguntó su amigo, visiblemente angustiado.

—No lo sé —soltó Ferdinard—. ¡Calla, Mal, calla!

Sentía como su amigo se pegaba a él mientras caminaban, como un animal que capta las feromonas del miedo entre sus compañeros de camino al matadero. Él también podía sentirlo… era una sensación inexplicable, una tensión muscular en la zona del estómago, y una pesadez en las piernas que les hacía caminar de manera mecánica, como un robot anticuado. Era miedo, desde luego, miedo creciente, y Ferdinard lo sabía. Sin embargo, no podía controlarlo por mucho que lo intentara. Podía aceptar la muerte; ciertamente, llevaba todo el día preparándose para eso, pero el dolor… el
dolor
era otra cosa. Había escuchado tantas historias sobre aquellos asesinos…

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