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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Intriga, #Ciencia Ficción

Panteón (15 page)

BOOK: Panteón
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—Sagrada Tierra —soltó.

La teoría del escondite del alto cargo acababa de desmoronarse. Aquel lugar era, como mínimo, el escondite de un ejército de mandatarios.

Ante él se abría una sala diáfana, más alargada que ancha, de una impresionante altura. En el techo colgaban monumentales estructuras que Ferdinard tomó como lámparas, pero si lo eran, ahora estaban apagadas. Unas poderosas columnas, redondeadas y desorbitadamente gruesas, se distribuían cada cierta distancia, dando apoyo a una serie de niveles que recorrían las paredes laterales. El área central era una especie de plaza, hermosamente decorada con baldosas negras y plateadas, surcadas por los mismos motivos serpenteantes, en cuyo centro había una enigmática estructura: una especie de árbol flamígero que algún escultor había querido congelar en una suerte de piedra blanca. Las puntas de sus muchas ramificaciones eran redondeadas y suaves.

—¿Fer? —preguntó Malhereux a su lado—. ¿Qué es lo que estoy viendo?

Ferdinard no contestó. Estaba concentrado en su tarea de absorber toda la información.

Había otras cosas.

Alrededor de la estructura central había una docena de contenedores. Ferdinard conocía el modelo: ellos mismos habían usado unos similares en alguna ocasión, porque eran más baratos que el gel de embalar pero muy resistentes. También había atrios con consolas y pantallas proyectables, y torres de iluminación dispuestas cada pocos metros. Un puñado de cables se retorcían por el suelo hacia una unidad de energía.

Todo estaba bañado de una luz apagada, casi crepuscular. Como de costumbre en aquel lugar, su procedencia era desconocida.

Y más cosas… Había más cosas, como cadáveres.

Estaban tirados por el suelo, alrededor de la estructura. Ferdinard contó al menos doce, aunque podría haber más al otro lado. Algunos llevaban ropa de civil, pero al menos cuatro llevaban trajes de combate completos. Sus armas, los populares e
stigma
convencionales, estaban abandonados a su lado.

—Fer… son…

—Lo sé.

—Son cadáveres —soltó por fin Malhereux.

—Lo sé.

Caminaron por la sala, dando pequeños pasos dubitativos. Ferdinard tenía una sensación extraña, como si hubiera visto antes un lugar como aquél. Era una especie de chispa que se encendía intermitentemente en su cabeza, pero que por algún motivo no terminaba de prender. Hasta que el silencio sepulcral y el aire solemne del lugar, hicieron brotar el recuerdo en su cabeza. Ciertamente no había estado en ningún sitio como ése, pero había leído y visto cosas sobre cómo era el mundo antes de que el Hombre se lanzara al espacio, en los tiempos de la Tierra, el planeta origen. Era Historia Antigua, por supuesto, pero eso explicaba que en aquella época se creyese que había un único Dios, un ser imposible que había creado la galaxia y todas las cosas con la sola fuerza de sus pensamientos. Ferdinard había visto imágenes de los templos que los hombres construían en su honor: enormes catedrales de altos techos y aspecto impresionante, diseñadas para infundir temor reverencial por un ser que, según creían, les vigilaba desde lo alto y les juzgaba después de la muerte. A menudo levantaban esas construcciones imprimiendo un esfuerzo inimaginable, con medios más que rudimentarios; los padres las empezaban y los nietos las terminaban.

El lugar en el que estaban ahora le recordó precisamente a aquellos templos vastísimos, imponentes por sus dimensiones y la distribución de sus elementos. Había algo invisible flotando en el ambiente que los hacía sentirse abrumados y expectantes.

—Fer… —dijo Malhereux.

Ferdinard se había acercado a uno de los hombres. Tenía un leve moretón en la mejilla, pero aparte de eso, no pudo distinguir a simple vista ninguna herida en la ropa o la piel. Los subfusiles
estigma
eran conocidos por sus marcas abrasivas, así que aquel hombre debía haber muerto por otras causas. Sin apreciar otras marcas ni sangre visibles, Ferdinard se quedó paralizado por un súbito pensamiento.

¿Y si es un agente tóxico en el aire?
, pensó de repente. Aunque volviera a ponerse el casco, era demasiado tarde para tener algo así en consideración. Si había algo en el aire, ya se había expuesto a ello. Ambos lo habían hecho.

—¿Qué ha ocurrido aquí? —preguntó Malhereux en voz baja.

—No lo sé.

—Esta gente… mira el color de su piel. Están lívidos, pero no demasiado, Fer.

—¿Qué quieres decir?

Malhereux se acercó a su amigo, como para confesarle un secreto al oído. Miraba alrededor, nervioso.

—Que han muerto recientemente, Fer. Eso pasa.

Ferdinard levantó la barbilla y buscó entre las sombras con ojos inquietos. Pero las sombras no ocultaban nada, más que la imponente quietud de un lugar, por lo demás, inexplicablemente suntuoso.

—Quizá… —aventuró, pensativo—, quizá estas personas sean de uno de los bandos. El bando desafortunado, a quienes les robaron la campana.

—La campana… —musitó Malhereux—. Empiezo a arrepentirme de haberla dejado allí, Fer.

—Allí está segura —contestó su amigo, sacudiendo la cabeza—. No podemos llevarla a cuestas por ahí.

Malhereux asintió.

Continuaron andando, dando pequeños pasos sin ir en ninguna dirección, mirando hacia todos los lados. Cuanto más miraban, más detalles saltaban a la vista, como los ornamentos que recubrían las paredes o los ribetes de las baldosas. Las columnas habían sido talladas con pequeños óvalos hundidos dispuestos en pares, dando la sensación de que varias decenas de ojos maliciosos los miraban.

En un momento dado, Ferdinard se fijó en una montaña de tierra, arrinconada en uno de los extremos de la sala. Ésta se desparramaba hacia una oquedad en el suelo, una especie de gruta que se había formado debajo. Miró entonces hacia arriba y descubrió la causa: un derrumbe. Los paneles de las paredes se habían agrietado y vencido, y la roca asomaba por ellas. Parte del techo se había venido abajo también, revelando una abertura monstruosa, como una caverna. Pero había algo más sorprendente. Al principio no le dio importancia, se quedó mirándolas, admirado tan sólo por su belleza. Se trataba de estalactitas, surgían de la roca como estiletes, erizando el techo de la cueva. Algunas eran delgadas y puntiagudas como los colmillos de un lobo, pero otras eran gruesas y de un tamaño imponente.

Entonces abrió mucho los ojos.

—Mal… —dijo.

—¿Sí?

—Mira eso…

Malhereux miró las formas rocosas.

—Un derrumbe…

—Mira en el techo —pidió Ferdinard.

—Estalac… ¿estalactitas?

Ferdinard asintió con gravedad.

—Pero… No puede ser… Hace falta agua para… ¿Crees que pueden haberse formado por algún escape en algún depósito?

—De ser así, debe de tratarse de un buen depósito, entonces, y debe estar bien arriba, para darle al agua tiempo a transportar los minerales a través de la roca. No lo creo, pero tampoco importa. Hay algo que me parece aún más sorprendente…

—¿Qué? —contestó su amigo—. No veo nada que…

—Las estalactitas en sí, Mal —interrumpió Fer—. Tienen que pasar unos cien años para que se forme apenas un centímetro. Mira su tamaño. Calcula sus dimensiones y dime qué antigüedad tienen.

Malhereux miró hacia arriba y dejó escapar un silbido.

—Vale. Si son tan antiguas, es posible que este planeta tuviera agua en el pasado. Lo vemos a menudo. ¿Y qué?

Ferdinard chasqueó la lengua.

—¿Es que no lo ves? —preguntó, acercando su cara a él. Gotas de sudor perlaban su frente—. Las estalactitas han superado el techo de este lugar. ¡Han crecido después del derrumbe!

—Fer… No te sigo, no…

—Mal —exclamó entonces, intentando controlar la emoción que sentía—. ¡Este sitio fue construido mucho antes de que las estalactitas empezaran a formarse, hace miles, quizá decenas de miles de años!

9
Los Sarlab

Cuando Jebediah irrumpió en el puente de mando de la
Imperia
, los oficiales de alto rango se cuadraron, colocando un puño cerrado sobre el pecho. Los operarios y demás técnicos, naturalmente, estaban dispensados de presentar sus respetos: era imperativo que no dejaran de prestar atención a sus tareas ni un solo segundo.

—¿Qué noticias hay del convoy? —preguntó casi inmediatamente.

—La patrulla no ha encontrado ningún superviviente, Gran Bardok, pero tampoco hemos localizado el objetivo.

—¿Qué fue del vehículo que se alejó de la escena?

—Fue eliminado. La patrulla ha ido a comprobar si…

—¿Qué hay del resto del planeta? —interrumpió, impaciente—. ¿Tenemos ya los resultados?

—En su mayoría, Gran Bardok —respondió el hombre mientras hacía un gesto con el dedo para que presentaran la información en pantalla. Ésta se llenó con una imagen esquemática del planeta sin nombre, girando lentamente sobre su eje.

—El reconocimiento está culminando —siguió diciendo—, ya hemos explorado un noventa y tres por ciento del planeta. No hemos encontrado ninguna edificación ni estructura, pero hemos seguido la trayectoria del convoy que interceptamos y lleva a esa formación montañosa de ahí. La patrulla…

Jebediah se volvió hacia él con un giro inesperado; los componentes robóticos de su cuerpo le facultaban para tales cosas. El Kardus se inclinó involuntariamente hacia atrás.

—Kardus, no me aburra con su monótono informe. Le pedí que pusiera el máximo empeño en el rastreo, y compruebo que sólo ha asignado una patrulla a las tareas de búsqueda. ¿En qué momento creyó que era apropiado desestimar mi orden de «máxima prioridad»?

—G-gran Bardok, e-en realidad…

—No me insulte con excusas —exclamó Jebediah—. Ordene que todos los efectivos posibles se lancen hacia esos objetivos. Todas las naves y hombres disponibles. Busquen los restos del vehículo escapado y desmonten esa montaña, piedra por piedra, si es necesario.

—Sí, Gran Bardok —murmuró el Kardus, agachando la cabeza. Las rodillas le temblaban sin que pudiera controlarlo. Jebediah dio un paso hacia él, alto e imponente con su armadura de combate negra y roja.

—No vuelva a escatimar en esta operación —dijo despacio—. No quisiera tener que relegarle del mando, personalmente.

—Sí, Ggran B-bardok.

Jebediah empezó a alejarse como si caminara hacia atrás, con los ojos cibernéticos fijos en él; sus piernas mecánicas podían flexionarse en ambos sentidos. El oficial exudaba ese sudor espeso y frío que sólo el terror puede generar. Sin ser consciente de lo que hacía, lanzó una mano hacia la consola de control para mantenerse erguido. De pronto, y sin alterar su velocidad, Jebediah giró la mitad superior de su cuerpo ciento ochenta grados, y desapareció por fin por el umbral de la puerta.

—Me desquicia que haga eso —musitó uno de los hombres después de unos instantes.

—A mí me desquicia todo él —exclamó el Kardus mientras se miraba las manos. Aún pasaría un rato antes de que le dejaran de temblar.

Después de ganar la batalla, el espacio aéreo alrededor de la Imperia se había llenado de pequeñas naves de mantenimiento. Sus heridas eran múltiples, los cañones enemigos habían socavado sus flancos y desgarrado el precioso blindaje, dejando al descubierto sus tripas en varias secciones, y los ingenios aéreos responsables de las reparaciones se afanaban por devolverle a la nave toda su soberbia capacidad. Trozos de metal, piezas de maquinaria y cadáveres flotaban en el espacio, dando suaves giros a la deriva. El monumental navío, por lo demás, escoraba ligeramente hacia la derecha; los sistemas esenciales que mantenían la nave en posición en circunstancias de gravedad cero flotaban, convertidos en residuos irreconocibles, junto al resto de los otros fragmentos.

En medio de semejante algarabía, y con el camino ahora expedito, una plétora de pequeñas naves abandonaban el hangar principal de la Imperia. Descendieron hacia el planeta sin nombre irrumpiendo con cierta elegancia en la atmósfera. Sus cascos, rodeados del fuego de la fricción, las hacían parecer estrellas fugaces. En cuestión de minutos, la nube metálica sobrevoló el escenario de la batalla, zumbando como un enjambre de insectos. Varias naves se separaron del grupo principal para aterrizar; su misión era peinar la zona. Habían recibido instrucciones muy explícitas de sus superiores de remover cualquier trozo de metal por nimio que fuera.

El resto, unos diez transportes de varias formas y tamaños, continuó surcando el cielo en formación cerrada. Seguían un rastro ya confuso y débil de marcas de orugas que pertenecían, inequívocamente, a uno de los grandes Mamut. Éstas parecían dirigirse al oeste, en sentido contrario a la marcha del convoy, escapando de la zona de combate. Su pista les condujo al punto de impacto donde el misil lo había derribado, pero no encontraron allí los restos del blindado.

La explosión, sin embargo, había dejado un cráter espantoso y oscuro del que faltaba la mitad. El resto, como todo el regolito de alrededor, se había desprendido por la ladera de un insondable barranco que se abría como unas fauces pavorosas. Los sarlab comprendieron al instante que el Mamut se había precipitado por el abismo.

Otra vez, dos de las naves se separaron del grupo. Redujeron su velocidad y se introdujeron en la grieta, describiendo un tirabuzón en el aire, mientras el resto continuaba avanzando hacia el tercer objetivo. Las naves que se adentraron en aquella cavidad eran más modernas que el resto y apenas hacían ruido; recorrían el espacio entre las los laderas como si avanzaran a cámara lenta, mientras sus sensores lo registraban todo.

No tardaron demasiado en localizar los restos del Mamut. Había caído rebotando contra las rocas picudas y las aristas, y se había desplazado unos cien metros a la izquierda. Después, el fragor del terremoto lo había hundido aún más en la tierra. Estaba parcialmente enterrado en el fondo de una sima, con una tonelada de escombros ocultándolo.

Las naves aterrizaron verticalmente cerca del Mamut, levantando una pequeña humareda. La búsqueda comenzaba también allí.

El resto de la expedición tardó un poco más en llegar a su destino. El viento se había ocupado de borrar todas las huellas del convoy, pero ya no se veían obligados a seguir ningún rastro: sabían perfectamente adónde se dirigían. Su destino, las tres montañas gemelas, emergieron en el horizonte y se aproximaron a ellas con una rapidez asombrosa. No aterrizaron, sin embargo; dieron una vuelta de reconocimiento a cierta altura mientras los sensores registraban tantos datos como les era posible. Éstos no revelaron nada significativo, con la notable excepción de la entrada de la cueva.

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